CAPÍTULO 8

1045 Words
POV DIEGO Un año después —Doctor Cummings —digo, estrechando su mano porque sería demasiado incómodo no hacerlo. —El hijo de Brutus —dice y me estudia abiertamente—. Puedo verlo. Qué imbécil. —Papá te mencionó una o dos veces. No sabía que habías mantenido tu membrecía. Se aclara la garganta y mira a mamá. —Lo resolvimos. ¿Cómo está tu padre? —Bien —digo rotundamente, desafiándole a decirme otra palabra. —Sí, es bueno escucharlo —dice torpemente antes de girarse hacia mi madre—. ¿Puedo acompañarte dentro, Evelyn? —Lawrence extiende un brazo. —Gracias, Lawrence —dice ella, y no me gusta. No me gusta su tono. No me gusta la familiaridad, la facilidad con la que caminan un poco demasiado cerca, en mi opinión. Miro a Rafael y veo que él también me observa. Su expresión coincide con la mía. —¿De qué se trata eso? Rafael toma aire y se encoge de hombros. —Mamá haciendo su parte por la familia, supongo. —¿Sabes quién es? Rafael asiente. —No me gusta. —Únete al club —dice, y luego me palmea la espalda—. Aunque supongo que eres el dueño. —Somos los dueños —aclaro. Mierda. Mi conversación con papá se repite. Rafael no puede saber lo del cambio en el testamento, ¿verdad? —Bien, hermano. Entremos. Necesito un trago. Entramos en la mansión que alberga el club, y si los jardines estaban impecables, esto es algo totalmente distinto. Una música suave y el murmullo de conversaciones y risas brotan del salón de baile cuando ingresamos. Mi hermano y yo nos detenemos a observar cada detalle, desde las lámparas de araña que proyectan una suave luz dorada hasta los apliques que parpadean a lo largo de las paredes ricamente revestidas. Las mesas están vestidas con manteles finísimos y decoradas con tanta plata y cristal que casi ciegan. Por no hablar de los arreglos florales, que deben costar más de lo que la mayoría de la gente gana en un año. Bueno, esta gente no. Gente normal. Mi madre va unos pasos por delante de nosotros. Se ríe de algo que alguien dice. Rafael se dirige a la barra más cercana y vuelve un momento después con una soda para mí y un whisky para él. —Gracias —digo. —Un montón de imbéciles pretenciosos si me preguntas —dice Rafael. Estamos viendo cómo Cummings presenta a nuestra madre a un grupo. Hay un retraso antes de que aparezcan las sonrisas y esas sonrisas no son del todo acogedoras, no del todo cálidas. Malditos elitistas. A veces me pregunto por qué papá quería esto. ¿Por qué querer ser parte de algo que no te quiere? Aunque eso es hipócrita. —Rafael —nuestra madre se vuelve para hacer señas a mi hermano, que bebe su whisky de un tirón y dibuja una sonrisa en su rostro—. Ven a conocer a... —su voz se apaga porque, como si el destino hubiera escuchado mis pensamientos, mi atención se dirige a la esquina más alejada de la habitación. No es un movimiento ni nada que pueda señalar con el dedo lo que llama mi atención. Simplemente atrae mi mirada. Es ella, Aria De Léon en persona. Esta organización benéfica en particular es para la salud mental, una organización benéfica en la que participaba su madre cuando estaba viva. Es comprensible. Su padre lo ha mantenido en su memoria. Aria está sentada en una tumbona y, mientras la observo, saca algo de su bolso, un frasco de aspirinas o algo así. Introduce dos en su boca y, dando media vuelta, se lleva una petaca a los labios y traga rápidamente las pastillas con varios sorbos de lo que estoy seguro que no es agua. Vuelve a guardar la petaca en su bolsillo y regresa a la habitación. Se tambalea cuando se pone de pie, tomando una copa de vino de la bandeja de un camarero que pasa por allí. Agudizo mi enfoque. Me pregunto qué eran esas pastillas y cuánto ha bebido ya. Empuja su cabello oscuro por encima del hombro, cae en gruesas ondas por su espalda. El vestido de satén n***o se ajusta a su cuerpo como un guante. Cae hasta el suelo, arrastrándose un poco cuando se mueve. La luz capta la pálida y perfecta piel que deja al descubierto a lo largo de sus clavículas, y la abertura del vestido me permite entrever unas medias hasta los muslos. Sin embargo, no tarda en cubrirse y me doy cuenta de lo modesto que es el vestido para los estándares de los demás aquí, similar al vestido de encaje que llevó en el baile de graduación. No se viste para llamar la atención, pero lo hace igualmente. Veo cómo los hombres de la sala la miran, sus miradas se detienen un poco más de lo que me gustaría. Pero ninguno se acerca a ella. Eso es por mi culpa, lo sé. Se ha corrido la voz de que es mía. Sin embargo, ninguna de las mujeres lo hace tampoco, y recuerdo mi discusión con el chico idiota del baile. Recuerdo su aislamiento. Eso explica su pelea. Es como un gato acorralado con las garras fuera. Siempre con las garras fuera. Mientras observo, Aria frota un punto a la altura de su cadera y, cuando sigo su mirada, me lleva a su padre, de pie en medio de un círculo de hombres. Está bebiendo, probablemente ya borracho. Vuelvo a mirarla y la veo caminar deprisa, incluso con un poco de torpeza, hacia la salida con cortina que tiene a su espalda. Justo cuando llega, alguien empuja la cortina para entrar. Choca contra él y el contenido de su copa cae sobre la camisa del hombre. Por supuesto, es vino tinto, y claramente no está contento con eso. La agarra del brazo y la empuja hacia sí con tanta fuerza que ella tropieza. La furia hace que mi sangre hierva. Mi mano se aprieta alrededor de mi vaso y me sorprende que no se rompa. Doy un paso y siento que los ojos de todos los presentes me siguen mientras cruzo la habitación con furia silenciosa.
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