En la actualidad
—Perdóname.
Fue la primera palabra que pronunció. Aún puedo escucharla, aún puedo ver la mirada en sus ojos cuando tomó mi mano y la dijo. No podía apartarme de él.
No hasta que vi el destello de la cuchilla que extrajo de la nada.
Parpadeo y la habitación se enfoca. Abro la mano para trazar la fina cicatriz que cruza mi palma; la carne está levantada y abultada. ¿La suya es igual a la mía?
Al principio me sorprendió, luego me dolió. Esto último debería haberme resultado familiar, pero, extrañamente, no. Depende de quién sostenga el cuchillo, supongo.
El giro de la llave en la cerradura de mi puerta interrumpe mis pensamientos y me devuelve al presente. Vislumbro mi reflejo en el espejo, cabello oscuro alrededor de un rostro demasiado pálido y ojos fuertemente delineados con n***o. Pequeña Gata, me llama. Suena casi tierno, pero no lo es. Se burla de mí.
No tengo tiempo para pensar en eso cuando la hermana Carlota abre la puerta, con la llave colgando de una cadena en su cinturón. Nunca se ha molestado en llamar antes. Cepillo mi cabello y la miro a través del espejo mientras examina la habitación. Mis maletas están hechas y estoy segura de que no ve la hora de librarse de mí.
Detrás de ella, el señor Carlo, el jardinero, está en la puerta.
—Llévatelo todo —le dijo ella bruscamente—. Cárgalo en el auto.
Mi corazón latía contra mi pecho porque había llegado el momento. Esto era todo.
—Ese no —dije, señalando el bolso de gran tamaño, aún sin cerrar, sobre la cama. Era el que tenía las cosas que realmente me importaban.
El señor Abad miró a la hermana Carlota, que se encogió de hombros y se acercó a mí. Tomó el cepillo de mi mano y se paró directamente detrás de mí en el tocador. Vi al señor Carlo colgar mi bolso sobre su hombro y levantar las dos maletas. Tenían ruedas, pero él las levantó de todos modos.
—Adiós, señor Abad —grité. Se detuvo en la puerta y miró a la hermana Carlota, que tiraba demasiado fuerte de mi cabello. Me ofreció una pequeña pero cálida sonrisa.
Siempre fue amable conmigo.
La puerta se cerró, y miré el rostro fruncido de la hermana Carlota. No era del todo una expresión de perra en reposo, sino más bien una expresión de siempre estreñida. Le mencioné una vez que hay cosas que se pueden comprar sin receta para eso. Ella no lo apreció. Recordar el momento me hizo sonreír.
—Deberíamos habernos hecho ese corte —dijo, tirando del cepillo.
—Demasiado tarde —comenté con una sonrisa de satisfacción. Se aseguró de que yo supiera exactamente la carga que era desde el primer día. Exactamente lo que pensaba de los de mi clase, como ella decía, y yo siempre le recordaba lo fácil que era sacarle dinero a los de mi clase.
Mi clase era mi prometido, el heredero de una familia criminal. Aquí es donde la protección de Bianchi había resultado útil. Ella tenía un poder limitado sobre mí. Podía decir lo que quisiera, y lo único que ella podía hacer era encerrarme en mi habitación y privarme de cenar como castigo. Sí, había hecho que los últimos dos años de mi vida fueran tan infernales como fuera posible, pero en realidad no pudo tocarme. He sobrevivido a cosas peores que ella.
Hice una mueca de dolor cuando tiró y tiró, pero lo soporté. Mis ojos se llenaron de lágrimas, pero no dejé caer ni una.
—Harás bien en acordarte de mantener la boca cerrada con tu esposo.
—Todavía no es mi esposo —dije, ganándome otro tirón. Giré el anillo de diamantes en mi dedo, tratando de mantener mi rostro neutral, tratando de no mostrar lo ansiosa que me sentía, lo mucho que temía lo que estaba por venir.
Porque era solo cuestión de tiempo hasta que él se convirtiera en mi esposo, y no había manera de evitarlo.
Dejó el cepillo y puso sus manos en su espalda.
—Levántate.
Vislumbré la fina correa de cuero que colgaba de su cinturón, otra herramienta con la que él me estaba protegiendo. He presenciado lo que es capaz de hacer con esa correa.
Me puse de pie y me giré hacia ella. Fui más alta y eso no le agradó mucho.
Me miró, y quise preguntarle por qué me odiaba. Por qué no me ayudó ni una sola vez ni me ofreció el más mínimo consuelo. No era como si yo eligiera esto, o como si pudiera evitarlo.
Nadie podía.
Hace cinco años, me prometieron a Diego Bianchi. Firmamos el contrato con sangre, la mía y la suya, mientras nuestras familias nos observaban.
Toqué la cicatriz con mi pulgar mientras la dura mirada de la hermana Carlota se cruzaba con la mía. Apreté la cicatriz con la uña; el dolor me inmovilizó.
Me examinó, probablemente asegurándose de que llevaba el vestido que me dijeron que usara. Lo llevaba puesto. Asintió y se dio la vuelta para salir.
—Ven.
Metí el cepillo en el bolso que estaba sobre la cama, cerré la cremallera, lo colgué sobre mi hombro y la seguí fuera de la habitación que había sido mi prisión y mi santuario durante los dos últimos años. No miré atrás. No podía.
Hoy era el día en que se cumplía el contrato que firmamos. Nadie, ni mi padre, ni mi hermano, ni siquiera el maldito Dios, podía impedir lo que estaba a punto de suceder. Porque Diego Bianchi era como un dios, y dejó claro hace cinco años, y en todas las oportunidades hasta hoy, que le pertenecía.