CAPÍTULO 1

1915 Words
5 AÑOS ANTES POV DIEGO Marnix De Léon era un maldito cobarde, y me revolvía el estómago tener que mirarlo. En cambio, mi padre se mantenía erguido y orgulloso. Cualquiera que no estuviera presente en esa sala esperaría lo contrario: De Léon con la cabeza alta y mi padre inclinado, en sombras. En realidad, no creía que se pudiera esperar que los Bianchi y los De Léon estuvieran en la misma habitación. No como iguales, pero aquí estábamos. Los Bianchi habían regresado del exilio, los patriarcas de cada familia estaban presentes y acompañados por abogados, como si la transacción que estábamos llevando a cabo fuera de alguna manera legal. La próxima generación también estaba aquí. Mi hermano, Rafael. El hijo de De Léon, Bruno. Y yo. No había mujeres, sin embargo. No eran necesarias para esta parte. Todavía no. Incluso entonces, solo necesitábamos una, aunque ella no era una mujer todavía. Esa era la parte que me molestaba. Me quitaba el sueño por las noches, pero sabía lo que tenía que hacer, el papel que debía desempeñar. Y pronto sería una mujer. —Diego. —Mi padre me llamaba por mi nombre. Cambié mi mirada de Rafael a él. ¿Debería ser Rafael el nombrado en ese contrato? Lo sería si no fuera por mí. Mi padre adoptó a Rafael cuando se casó con nuestra madre. No era el primogénito, pero era nacido de sangre. Rafael permanecía de pie como una estatua, con las manos cruzadas frente a él y el rostro tan ilegible como siempre, mientras avanzaba hacia los hombres mayores. Me preguntaba qué estaría pensando mi hermano. ¿Querría esto si fuera suyo? ¿Si ella fuera suya? Botín de guerra. —Padre —dije. La mirada irritada de De Léon me seguía mientras me acercaba al escritorio. Nadie diría que hoy había enterrado a su cuñado. No me molesté en saludarlo. Él lo jodió. Se excedió. Esta era la consecuencia de tener un concepto demasiado alto de uno mismo, creyéndose intocable. Nadie era intocable. De Léon me entregó la estilográfica. Vi que la tinta de su firma se estaba secando, manchada por el roce de su puño. Firmó con un estilo que no me sorprendía. Era arrogante. Siempre hemos sabido eso de Marnix De Léon. Esa arrogancia lo llevó a su caída. Me encontré con sus ojos planos, descoloridos y apagados. Miré a mi padre, que me dedicaba una sonrisa victoriosa. No tomé la pluma. —¿Dónde está tu hija? —le pregunté a De Léon. —No es necesaria. Yo decido por ella. ¿Estaba tratando de protegerla? ¿Amor paternal? No, no era eso. Conocía lo suficiente a la familia como para estar seguro de ese hecho. Las comisuras de mi boca se elevaron en lo que no creo que nadie llamaría una sonrisa. —Tú no decides nada —le recordé. Solía hacerlo, pero los tiempos han cambiado. Le hizo un gesto a uno de sus hombres que estaba junto a la puerta, pero el hijo de De Léon, Bruno, salió de su rincón y le bloqueó el paso. —No es necesario —dijo. Me giré hacia él. Bruno tenía ahora unos dieciocho años, tres más que su hermana Aria. Era casi tan alto como yo, pero delgado, como si aún no hubiera alcanzado el total de su estatura. Dio otro paso. Noté que cojeaba, que apretaba los labios. Le dolía. ¿Estaba cojeando antes de esta noche? No lo recordaba. —Ella hará lo que le digan cuando llegue el momento —aseguró. —Apártate, muchacho —exigió el mayor de los De Léon, pero Bruno no lo hizo. Se incorporó en toda su altura y, sin dejar de bloquear la puerta, me miró a mí, no a su padre. —Ha sido un día difícil para ella —dijo apelando a la protección de su hermana. Lo estudié. No había amor perdido entre padre e hijo, pero quería a su hermana. Tomé nota. —Era muy cercana a nuestro tío —añade. Mi estómago se contrae. Sabía que era muy cercana a él. Bruno también. Su tío era el último vínculo con su madre. Si hubiera otra forma de hacerlo, lo haría. La chica tiene quince años, y yo no soy un monstruo. —No se puede evitar —le digo, porque no se puede. —Muchacho —advierte el padre, haciendo un movimiento para rodear el escritorio. Bruno aprieta la mandíbula. —No. Abro la boca, pero antes de que pueda hablar, la puerta se abre. Todos nos giramos para encontrar a Aria De Léon de pie, como si hubiera tenido la oreja pegada a la puerta todo el tiempo. Su cabello está mojado y lleva ropa distinta de la que llevaba en el funeral. Parece que ha estado llorando durante días. Mira fijamente a su padre y luego, sin dudarlo, cambia su mirada hacia mí y sostiene la mía. Y sé en ese instante, por la mirada en esos ojos, que esta chica no se doblegará dócilmente y hará lo que le digan. Ni ahora ni nunca. Bruno se acerca a ella. —Maddy —dice entre dientes—. Te dije que no bajaras aquí. Es protector. Yo haría lo mismo si tuviera una hermana, y de ninguna manera dejaría que firmara un contrato como el que Aria tendrá que firmar esta noche. —No pasa nada. Estoy bien —le dice a su hermano. Los observo a los dos juntos. Sé cómo es ella. La he visto antes, aunque no a menudo. Donde solíamos ser la escoria de Avarice, ahora los Bianchi y los De Léon socializan en los mismos círculos. ¿Quién lo hubiera pensado? Pero solo hizo falta una cagada. Había sido inevitable. Solo debimos tener paciencia. Porque Marnix De Léon la cagó en grande. Conozco bien el costo de ese tipo de errores y él lo pagará. Ella observa la habitación mientras yo la observo a ella. Cabello oscuro, ojos tristes. Ira. Justo detrás, hay miedo. Lo veo, lo huelo, aunque ella intente disimularlo. Pero sería más extraño si no estuviera asustada. Estar en una habitación con la familia Bianchi puede ser una experiencia aterradora, especialmente cuando eres un De Léon. Pero como dije, no soy un monstruo. Y ella tiene quince años. Extiendo mi mano, con la palma hacia arriba, y le hago un gesto con los dedos. No hay necesidad de alargar esto. Bruno agarra su muñeca, pero ella lo mira. Se produce una comunicación silenciosa antes de que ella niegue con la cabeza y se libere. Me doy cuenta de que está descalza cuando se acerca a mí. Me llama la atención ese pequeño detalle. La vulnerabilidad de sus pies pálidos. Su vulnerabilidad. Cuando vuelvo a levantar la vista, está lo suficientemente cerca como para tomar mi mano. La examina. Así de cerca, en la penumbra, veo los restos del delineador de ojos limpiados a toda prisa, las manchas negras en una sien. Finalmente, cuando levanta su mirada hacia la mía y veo el dolor en el interior de sus ojos cobrizos, decido algo. No es un pensamiento consciente, pero es una decisión. Su padre debe protegerla. Así es como debe ser. Pero a veces los padres no protegen a las hijas. Lo sé muy bien. Aunque haré lo que estoy a punto de hacer, decido que donde su padre le ha fallado, yo no lo haré. Ella parpadea, como si este pensamiento, este juramento pendiente que estamos a punto de hacer, se le hubiera comunicado de alguna manera. Como si su peso, el de mi protección, se hubiera extendido como un manto sobre sus hombros demasiado estrechos y delicados. Le hago otro gesto para que me dé la mano. Nuestros ojos permanecen conectados mientras ella la desliza entre las mías. Su piel está fría al tacto, y no se me pasó por alto el ligero temblor de su pequeña mano en la mía. Odio tener que hacer lo que tengo que hacer. Mi padre se aclara la garganta. No hay forma de evitarlo, y ella sobrevivirá. Demonios, ha sobrevivido a ser una De Léon todo este tiempo, me digo. Ha pasado por cosas peores. Camina a mi lado mientras damos juntos los últimos pasos hacia el escritorio. Hay una ligera resistencia, pero ella también sabe que ninguno de nosotros tiene elección. —Perdóname —murmuro. Su frente se arruga por la confusión, pero antes de que se dé cuenta, antes de que pueda sentir miedo, saco la navaja de mi bolsillo, la abro y hago un corte en la palma de su mano. Grita e intenta liberarse mientras sus ojos se llenan de lágrimas. Sostengo su mano sobre el contrato y, con la misma navaja, hago un corte en mi propia palma para que nuestra sangre caiga al mismo tiempo sobre las gruesas hojas de pergamino. —La sangre se une a la sangre —pronuncia mi padre mientras unto nuestros pulgares en el rojo intenso, el suyo y el mío. Saco el pañuelo del bolsillo de mi pecho y lo presiono en la palma de su mano. No estoy seguro si su mirada está en la sangre o en el anillo con la insignia de los Bianchi que llevo en el dedo. Sosteniendo su mano para detener la hemorragia, me alejo del escritorio, llevándola conmigo. Vemos a los dos testigos, uno de cada familia, firmar el contrato antes de que nuestro abogado ponga el sello final. Una vez terminado, mi padre se retira con esa sonrisa victoriosa en los labios, nos mira. A mí, a ella, a Rafael y finalmente a De Léon, su eterno enemigo. 12 —Ya está hecho —declara. Me giro hacia la chica, que seca las lágrimas con su mano libre. —Ahora me perteneces. ¿Lo entiendes? —le digo en voz baja para que solo ella pueda escucharme. Arruga la frente, sus labios tiemblan mientras respira. —¿Lo entiendes? —repito. Asiente una vez. —Bien. No lo olvides. En el instante en que la suelto, sale corriendo de la habitación. Limpio la sangre de mi mano con un pañuelo que me entrega Rafael mientras nuestros abogados recogen el contrato y cierran los maletines. Mi padre me hace un gesto de aprobación y me acompaña a la salida. Nuestros pasos resuenan mientras nos dirigimos hacia la puerta principal de la mansión De Léon, pero antes de llegar a ella, algo atrae mi mirada. Es una atracción irresistible y, cuando miro por encima de mi hombro, veo a Aria de pie en lo alto de las escaleras, acariciando su mano sangrante. Sus ojos están fijos en mí y, si las miradas mataran, yo estaría muerto. Le doy un movimiento de cabeza infinitesimal y juro que entrecierra los ojos. Al menos estará a salvo por ahora. De mí, durante los próximos cinco años. De mi familia. De la suya. Cambiando la casa de un monstruo por la casa de otro. Pero el destino es el destino. La suerte es la suerte. Los Bianchi hemos esperado mucho tiempo a que se nivelara la balanza… a que el destino nos diera por fin lo que nos corresponde. Cada uno de nosotros debe cumplir su parte tal y como está escrita, nos guste o no. El destino de Aria De Léon está sellado. Ella debe pagar lo que es debido. Y mi destino está claro. Debo asegurarme de que el pago sea cobrado en su totalidad. No importa el costo.
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