CAPÍTULO 2

1524 Words
5 AÑOS ANTES POV ARIA Veo a los bastardos salir del estudio. Bruno me dijo que me quedara en mi habitación, pero eso no habría cambiado nada. Sabía a lo que mi padre había accedido para salvar su cuello. Soy bastante buena siendo invisible, acechando en las sombras y escuchando. Es fácil con mi padre porque él desearía que yo fuera invisible. Desearía no haber nacido. Es otro bastardo como ellos. Peor aún, si puede vender su propia carne y sangre en este día de todos los demás. Hoy enterramos a mi tío, Jax Donovan. Era el hermano de mi madre y el último vínculo con ella. Diego Bianchi se detiene al salir. Como si lo que acabamos de hacer (ese derramamiento de sangre compartido) nos uniera de alguna manera, creando un lazo invisible entre nosotros. Se da la vuelta y mira hacia donde me encuentro, acechando entre las sombras del rellano del segundo piso. Sus ojos se encuentran con los míos. Incluso a esta distancia, me producen un escalofrío. Entrecierro los míos y le envío todo el odio que puedo reunir porque quizá él también pueda ver lo que hay dentro de mí. “Ahora me perteneces… No lo olvides”. ¿Qué diablos significa eso? Tengo quince años. Él es diez años mayor que yo. ¿Qué puede hacerme? Nada. Eso es. Nos miramos fijamente durante un largo minuto antes de que me ofrezca un asentimiento casi imperceptible y juraría que puedo ver una sonrisa burlona antes de que él y su familia desaparezcan de mi vista. Fuera de nuestra casa. Mi hermano aparece al pie de la escalera. Se detiene para mirarme y veo que su rostro se contorsiona de dolor mientras comienza a subir. Mi padre nos mira y desaparece en su estudio. Por mí, puede pudrirse allí. —Te dije que te quedaras arriba —espeta Bruno, tomando mi mano. El pañuelo está pegajoso con la sangre, pero lo quita. Respiro—. No tenía que ser tan jodidamente brutal al respecto. —Estaré bien —digo. —Vamos a vendar esto. —Me mira con esa expresión de lástima. No sé por qué. Él es el que tiene la maldita cojera. Mis ojos se llenan de lágrimas. Esta vez es grave. Nunca había cojeado antes. —¿Estás bien? —pregunto mientras caminamos por mi habitación hacia el baño que compartimos. Está en medio de las dos habitaciones. No se suponía que el segundo dormitorio fuera el de Bruno, pero ha estado allí desde que tengo memoria. —Yo no soy el que tiene un corte en la mano. Siéntate. Me siento en el borde de la bañera mientras él busca el botiquín debajo del lavabo. Una vez lo tiene, se sienta en el asiento cerrado del retrete y tira el pañuelo en la papelera. Procede a limpiar el corte. Me arde, pero contengo la respiración y no hago ningún sonido, observándolo mientras venda mi mano con cuidado. Cuando termina, tira los bastoncillos de algodón y se lava las manos. —Probablemente dejará una cicatriz. Veré si puedo conseguirte una crema. —No me importa la cicatriz —digo, viendo cómo la sangre mancha el vendaje. Me duele. Pero, extrañamente, me da algo en lo que concentrarme. Algo en lo que acompasar mi respiración. Puedes sentir los latidos de tu corazón al compás de un dolor como este. Es una sensación extraña. En cierto modo, te enraíza. —Toma —dice Bruno, sacando dos aspirinas de un frasco que hay en el armario y ofreciéndomelas. Las tomo y veo cómo él traga dos. —La cojera no está mejorando —le digo, como si no lo supiera. —Se pondrá bien. Solo necesita un poco de tiempo. Lo sigo hasta su dormitorio, donde se sienta en el borde de la cama como si estuviera exhausto. Me siento a su lado y apoyo la cabeza en su hombro. —No deberías dejar que lo hiciera. —Prefiero que me pegue a mí antes que a ti —murmura y el sentimiento de culpa me invade, aunque no sea esa su intención. Nuestro padre es un imbécil y un borracho. Y Bruno se ha interpuesto entre él y yo demasiadas veces. —Yo no lo haría. —Lo miro. —Bueno, hermanita, ahora estás a salvo —dice con una sonrisa oscura en su rostro—. Perteneces a Diego Bianchi. No creo que se tome bien que nuestro padre te ponga la mano encima. —¿Eso es como el lado bueno o algo así? Porque es un lado bueno de mierda. Se ríe y se desliza hacia atrás para apoyarse en la cabecera. Me estudia. —¿Qué te dijo? ¿Antes de hacerlo? Cruzo la habitación, aparto la cortina para mirar hacia la calle oscura. No estoy segura si las luces que veo a lo lejos son las traseras de los autos de los Bianchi. —Perdóname —susurro, girándome hacia Bruno. —Hmm. —Y luego el siniestro: “Ahora me perteneces... No lo olvides”. —Imito la voz grave y oscura de Diego Bianchi—. Imbécil. —Sin embargo, lo entiendes, ¿verdad? —pregunta Bruno con seriedad. —Entiendo que es un imbécil y un abusivo. Entiendo que nuestro padre la cagó y que lo que deberían hacer es castigarlo. —Lo están haciendo. —No, nos están castigando a todos. —Estas cosas son complicadas. Hay historia entre nuestro padre y Brutus Bianchi. —¿Qué historia? Niega con la cabeza. —No estoy seguro de los detalles, pero la tía de Diego, la hermana mayor de Brutus, solía trabajar para El Club. Algo pasó con ella y papá. Siento que mi rostro palidece. —¿La lastimó? —Sé de lo que es capaz. —Supongo. A ti no te importa. Fue hace mucho tiempo. Lo que importa es que te lo tomes en serio. —No estamos en la Edad Media. Las mujeres ya no les pertenecen a los hombres. —Las personas ya no firman contratos en pergamino con sangre tampoco. Esto es real, Arianna . —No me llames así. —Solo usa mi nombre completo cuando está enfadado conmigo o he hecho alguna estupidez. No soporto lo primero y lo segundo, bueno, da igual. —Lo digo en serio. Ten cuidado. —Bruno… —Prométemelo —dice con un tono que no me gusta, demasiado serio. Cuando no respondo de inmediato, levanta las cejas. —De acuerdo. Tendré cuidado, sea lo que sea que eso signifique. —Tomo la foto enmarcada del tío Jax, Bruno y yo. Nos hicimos la foto el año pasado en el parque de atracciones. Nos lo pasamos muy bien. —¿Estás bien? —pregunta. Me encojo de hombros y dejo la foto. —Lo voy a extrañar. —Yo también. Extiende la mano para abrir el cajón de la mesita de noche donde guarda una petaca. Gira la tapa y me la ofrece. Suelto un grito ahogado y coloco la mano sobre mi corazón. —Bruno. Tengo quince años. —Creo que los dos nos merecemos un poco esta noche. La tomo y bebo un buen trago, haciendo una mueca por el ardor que produce al deslizarse por mi garganta. Se la devuelvo y veo a Bruno vaciar la petaca. —Te van a salir arrugas si sigues mirándome así —advierte, cerrando la petaca y guardándola de nuevo en el cajón. —Te duele. Ya lo veo. Él toca mi mano. —Tú y yo. Vete a la cama. Quiero olvidar el día de hoy. Asiento porque yo también quiero eso. Beso su frente y apago la luz de la mesita de noche, dejando la puerta entreabierta. De camino a mi dormitorio, saco el pañuelo destrozado de la papelera. No sé por qué lo hago, pero lo hago. Lo levanto hasta mi nariz e inhalo el sutil y persistente aroma de la loción para después de afeitar debajo del metálico de la sangre. En mi habitación, lo meto en el último cajón de mi cómoda y me pongo el pijama antes de meterme en la cama. Sin embargo, no me duermo enseguida. Me quedo despierta, mirando al techo y pensando en lo que pasó. En cómo Diego Bianchi dijo esa palabra antes de cortarme, como si no fuera a disfrutar de lo que estaba a punto de hacer. Como si no quisiera hacerlo. Pero eso es un montón de estupideces, me digo, y me pongo de lado. Si no quería hacerlo, podía no haberlo hecho. Es un imbécil. Eso ya lo sé. Todos los Bianchi son imbéciles con demasiado dinero, demasiado poder y ningún reparo en ensuciarse las manos. He visto a Diego en algunas ocasiones. Siempre tiene una mujer hermosa del brazo, y siempre viste impecablemente. También es un hombre al que la gente le da mucho espacio. Eso es subconsciente, creo, y patético. Sé más de él de lo que podría darse cuenta. Y sé que Bruno tiene razón. Lo que dijo sobre que yo le pertenecía, fue una advertencia. Una que no olvidaré pronto.
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