—¡Au! Duele —digo en voz baja al levantarme y apoyar los pies en el suelo.
Me siento al borde de la cama y cruzo la pierna derecha sobre la rodilla para observar mejor. El tobillo está ligeramente inflamado y duele un poco al tocarlo. Es extraño; anoche, al acostarme, nada me dolía y tampoco recuerdo haber tenido un incidente con los tacones. Sonrío ante la tontería que pasa por mi mente: me lastimé anoche en mi sueño, tratando de escapar de mi príncipe.
Sacudo la cabeza y me obligo a mantenerme en la realidad. No tengo tiempo para perder en tonterías; suficiente perdí con la actividad extra que debí hacer para no incluir la frustración s****l entre mis quejas a la vida.
Soporto el dolor mientras me organizo y como algo. Una vez en la oficina, tomo una pastilla para el dolor y cruzo los dedos para no tener que moverme tanto hoy. Afortunadamente, el dolor cesa y puedo concentrarme en los cálculos. Sí, cálculos. Soy una aburrida auxiliar contable.
Cargar información, liquidar impuestos, diligenciar formularios, y ahora pelear con el nuevo paquete contable. Siento que me estoy opacando en esta realidad. Despego la vista de la pantalla del computador para mirar al contador y mentalizarme en que, muy seguramente, en unos años seré una persona tan acartonada como ese hombre.
El señor Rodríguez es el contador y, aunque es uno de los tantos "cara de sapo" de la oficina, debo admitir que en temas numéricos es casi una eminencia. Lamentablemente, mi admiración por ese hombre termina ahí.
Tras dos tazas de café y un vaso de agua, debo ir al baño. Me levanto y, obligatoriamente, paso por su lado para poder salir. Sé que su mirada está fija en mi trasero y que lo seguirá estando hasta que atraviese la puerta de la oficina. Es asqueroso; siento casi como si me estuviera tocando de manera inapropiada.
Esta sensación de incomodidad extrema con el mundo comenzó la semana pasada, con mi cumpleaños número veintiuno. Me partieron una torta en la oficina y, mientras me cantaban el "feliz cumpleaños", repasé sus rostros hasta que encontré uno que no debía estar ahí. Estoy segura. El hombre estaba atrás y me observaba con el ceño fruncido desde el marco de una puerta. Me sentí, en un inicio, inquieta cuando conectamos nuestras miradas. No lo recuerdo, pero sé que lo conozco.
Una de las comisuras de sus labios se levantó, dejándome ver que le alegraba este acontecimiento. Tenía algo en la mano, una pequeña cajita negra que sacudió, asegurándose de que mi atención se centrara en ella. La dejó sobre un escritorio y luego se retiró. Fascinación. Eso es lo que sentí segundos después de mirarlo.
Nadie supo decirme quién era; nadie conoce a un hombre con esas características y menos con la vestimenta tan inusual que describí.
—¿Fumaste algo raro antes de llegar aquí? —dice medio en broma Julia, una auxiliar de otra área.
Pero no es broma y no fue cuestión de mi super imaginación. Si no, ¿cómo explicaría la cajita negra que acabo de recoger del escritorio? Además, no suelo mezclar la realidad con la imaginación. A mi imaginación la dejo correr libremente solo cuando tengo un libro en la mano, no en otro momento. Bueno, así había sido hasta ese momento.
Terminamos la pequeña celebración y las actividades laborales continúan normalmente, pero no me es posible resistir la curiosidad. Así que destapo el pequeño estuche y descubro una cadena larga, lo que supongo es plata, con un gran dije. Es una esfera plateada que parece estar bordada con hilos de plata y deja ver una piedra verde en su interior, que resuena de forma extraña al batirla.
Siento que el colgante que se balancea entre mis dedos casi me habla, me atrae. Incluso creo que la piedra verde brilla a modo de invitación para colgarlo en mi pecho, y eso hago. Algo pasó; no estoy segura de qué, pero tuve la impresión de que una energía se extendió, saliendo de mí y tocándolo todo. Solo por dos segundos mi entorno cambió: lo vi todo oscuro, como un gran castillo en ruinas.
—¿Te sientes bien, Andrea? —pregunta desde su escritorio el señor Rodríguez.
—Sí, perdón —digo, sin comprender lo que acaba de pasar—. Ya estoy por terminar el informe de este mes.
El hombre hace un gesto de aprobación y vuelve a centrar su atención en la pantalla. El suceso de hace un momento fue extraño, pero pasable, y ni por asomo aterrador como el que le siguió. Vi el regordete rostro del señor Rodríguez caer presa del sueño, como cada tarde. Es normal; cada tarde se toma una siesta de quince o veinte minutos y luego sigue trabajando, pero ese día fue diferente.
Lo miré y tuve la seguridad de que estaba soñando, y lo peor, que estaba soñando conmigo. Me congelé ante la imagen que se formó en mi cabeza. Me imaginaba sentada en ropa interior en este escritorio y haciéndole preguntas tontas de trabajo. En su visión, me levantaba del escritorio e iba hasta él para sonreírle de manera coqueta y pasar mi mano por su brazo.
¡Horror! Creo que ese viejo tiene una erección. Con espanto e incredulidad, la yo real se levanta lo más sigilosamente que puede de la silla y se acerca al hombre. Me doy cuenta de que, efectivamente, el hombre dormido tiene una erección, haciéndome creer que la visión que se sigue reproduciendo en mi cabeza puede ser real.
¡Horror! ¡Horror! ¡Horror! Grita mi mente. Miro hacia las otras dos auxiliares, comprobando que parecen completamente ajenas a esto. Si tan solo la yo de esa visión le golpeara la cara, pienso asqueada.
Zaz. Escucho el sonido seco del golpe de la mano de mi yo visión sobre el rostro del señor Rodríguez. El desgraciado pega un brinco en su sueño al igual que en el mundo real y casi se cae de la silla. Abre los ojos de manera desmesurada y se encuentra conmigo muy cerca de su escritorio.
—¿Está bien, jefe? —pregunto, sin saber qué más hacer.
Mi pequeño flashback termina ahí, pero aunque trato de negar todo lo que creo que pasa, no deja de sentirse inquietante.