CAPÍTULO UNO
REPÚBLICA DOMINICANA – 30 DE MAYO DE 1961El fuerte sol del día finalmente estaba bajando, y daba paso a una noche más cómoda y fresca. A pesar de eso, los insectos y mosquitos del pantano cercano todavía volaban cerca, con la esperanza de alimentarse en los últimos vestigios del calor del día y picando, ocasionalmente, a los seis cuerpos tendidos en la cuneta junto a la carretera.
Los asesinos habían estado en el sitio durante las últimas tres horas, esperando, sudando e ignorando los insectos y el calor. Eran ocho en total: seis dominicanos y dos europeos. Los europeos y cuatro del equipo nativo estaban esperando en la cuneta por el objetivo; los dos restantes estaban aparcados a unos cientos de metros del camino, actuando como vigías. También era su trabajo servir como vehículos bloqueadores para atrapar las limusinas del Benefactor en el centro de la zona mortal.
El Catalán miró a su compañero, el Georgiano. Ambos vestían ropas de civil: camisas con mangas cortas, pantalones resistentes y botas de trabajo. La radio volvió a la vida. Ambos europeos se miraron una vez más y sus miradas se cruzaron. Sabían lo que eso significaba. Sin falsas alarmas, sin arrepentimientos, sin errores. La m*****a comenzaría pronto.
—La luz es brillante, la luz es brillante —chilló el vigía por la radio. Ese era el código para señalar el inminente paso de la caravana del Benefactor.
Los asesinos habían sido financiados y alentados por los estadounidenses de la embajada, y la llegada de esos dos especialistas europeos los había animado desde lo que una vez había sido la esencia de una idea hasta convertirla en algo que estaba a punto de ser muy real.
La Agencia se había cansado rápidamente del creciente descenso en popularidad del Benefactor, y temiendo que no pondría mucha resistencia para rechazar una toma de control por parte de los comunistas, decidieron que sería beneficioso sacarlo del poder. Pensaron: “Si no es nuestro, no será de nadie”. No transcurrió mucho tiempo para que la Agencia llamara a sus más versátiles operadores independientes (los dos europeos) para planificar detalladamente y para organizar a los inexpertos y muy incultos luchadores por la libertad con el objetivo de convertirlos en un pequeño pero efectivo equipo de asesinos.
En ese momento el grupo de asesinos estaba asimilando el código. Los hombres se tensaron, las armas fueron revisadas, los seguros fueron retirados y las culatas de los rifles fueron colocadas en posición. Primero vieron la nube de polvo, levantada del árido camino rural mientras la caravana de dos autos avanzaba a toda velocidad. La Inteligencia que habían recibido les indicaba que la carretera (un atajo tranquilo) tenía la mayor probabilidad de ser usada cuando el Benefactor visitara a su amante favorita en San Cristóbal. Era el sitio perfecto para una emboscada.
La nube de polvo se acercaba, y el rugido de los pesados motores se hacía más fuerte. Y entonces, sucedió; sin prisa ni con un ritmo frenético, sino lentamente: el avance a velocidad media de la caravana de dos relucientes Lincoln; el bramido del motor de la camioneta de ataque, que aceleraba para bloquear la caravana; el rugido de la camioneta cuando giró en una U perfecta en el centro del camino, lo que causó que los vehículos del Benefactor clavaran los frenos con prisa. Y luego el ruido de las múltiples armas automáticas mientras escupían muerte, apuntadas de forma muy certera a la caravana.
Por un breve momento, nada más, el ruido fue ensordecedor. Los hombres del equipo de asesinos estaban ansiosos por entrar en la pelea y descargar tantas municiones como les fuera posible a los vehículos del presidente. Cada uno de ellos desea poder contar la historia a sus nietos. Cada uno quiere ser el hombre que mató a la bestia de Trujillo.
La primera ráfaga fue impresionante y dejó completamente inutilizados los autos. Luego, a medida que algunos de los hombres de seguridad del presidente se esforzaban por recuperar la iniciativa, e incluso consideraron responder al ataque, los luchadores por la libertad se pusieron en movimiento, disparando, acercándose al enemigo, cambiando cargadores para poder continuar con la salva.
A la cabeza estaba el socio del Catalán, el georgiano regordete y de apariencia dura que les gritaba: “a****r hacia adelante”, antes de vaciar su propia arma en un desafortunado guardaespaldas que había decidido correr. Parecía que no podía haber sobrevivientes… ni testigos. Luego, el sonido flaqueó y se detuvo, el humo comenzó a disiparse y la remoción del aparentemente imbatible dictador estaba a punto de culminar. Fue tan rápido… y tan fácil, después de todo.
El Catalán se levantó de su posición boca abajo y le indicó al Georgiano que se dirigiera al vehículo de apoyo del presidente, donde los pocos guardaespaldas restantes estaban siendo arrastrados sin contemplaciones fuera del auto y golpeados. No resistirían mucho más. Se acercó con mucha calma al vehículo principal. Su rostro era una máscara de sudor y tensión, por el serio negocio del asesinato. Los lados y ventanas del auto habían quedado destruidos por múltiples agujeros de bala y estaban manchados con sangre desde el interior. El olor a muerte ya se dejaba sentir.
—Lucharon con valentía, comandante —señaló Rafael, el m*****o más joven del equipo. El Catalán asintió y se asomó dentro del vehículo. Era una morgue. El conductor y el guardaespaldas habían sido pulverizados. Se escuchó una serie de disparos en la cercanía.
El Catalán se enderezó y miró alrededor hasta encontrar al Georgiano y su equipo, que estaban ejecutando a los guardaespaldas restantes.
—¿Dónde está Trujillo?
—Salió corriendo hacia los árboles. Ramón le disparó en las piernas. Lo está custodiando y esperando por usted.
—Entonces, ¿el Benefactor todavía está vivo?
—Sí, señor.
—Y de los nuestros, ¿alguna baja?
—No, señor. Los otros no supieron lo que ocurrió.
El Catalán se dirigió hacia los árboles y allí, con el pequeño luchador por la libertad que lo custodiaba, estaba tendido el hombre que había tenido una pequeña nación en su puño durante más de treinta años. Brotaba sangre de sus piernas (que estaban en un ángulo imposible), su traje estaba cubierto con lodo y polvo, pero el rostro… el rostro todavía reflejaba desdén y arrogancia. Pero no por mucho tiempo.
—Presidente, ¿sabe quién soy?
El hombre rechoncho con cabello blanco lo fulminó con la mirada.
—¡Eres un cerdo “luchador por la libertad” y un desgraciado que le chupa la polla a los traidores!
El Catalán sonrió y sacudió la cabeza.
—No, señor, yo no soy de su linda isla. Yo vengo de muy lejos de aquí… pero tengo un mensaje, un mensaje de los estadounidenses. —La impresión en el rostro de Trujillo es clara. Ha sido burlado por los estadounidenses—. Su tiempo aquí ha terminado —murmura y, con un rápido movimiento, sacó una pistola de gran calibre, una Smith & Wesson, y con un solo disparo atravesó el ojo del dictador. Un viejo muerto en una cuneta—. Ramón, reúne a los muchachos y lleven el cuerpo para esconderlo. Y toma… —Le entregó el r******r al único testigo de la ejecución—. Si alguien pregunta, tú le disparaste a Trujillo, ¿de acuerdo?
Ramón tomó la pistola y se la quedó mirando, sintiendo su peso y la grasa en sus dedos. Era una buena arma.
—Sí, señor. Podemos ocultar el cuerpo en una de las casas de seguridad hasta que sea el momento para mostrárselo al mundo.
El Catalán asintió su acuerdo.
—Bien, entonces, se organizan y ¡se van! Márchense de aquí lo más rápido posible.
—¿Qué hay de usted, comandante? ¿Usted y La Bala?
La Bala era el apodo que los muchachos le habían dado al Georgiano. Era una expresión de afecto porque el pequeño georgiano ciertamente se parecía a una bala. Pequeño, regordete, duro, calvo…
—Nos marcharemos por otra ruta. No volverán a ver a ninguno de los dos. Nuestro trabajo aquí ha terminado. Que les vaya bien.
El Catalán y el Georgiano tendrían que moverse con rapidez. Tenían un vehículo aparte estacionado a varios minutos de distancia en una carretera principal, que los llevaría a una casa de seguridad que habían estado usando durante las últimas semanas. Los esperaba una ducha y un cambio de ropa antes de ofrecer un informe de acción a Tanner, su oficial de la CIA en el país y encargado de ese caso, en una reunión en el hotel Rafael en Ciudad Trujillo.
Para cuando las noticias sobre la desaparición del Benefactor habían comenzado a filtrarse, ellos estarían en un hidroavión camino a Miami y su contacto de la CIA informaría a Langley que los Agentes QJ/WIN y WI/ROUGE (el Catalán y el Georgiano respectivamente) habían cumplido con los términos de su asignación y estaban en camino a los Estados Unidos para rendir su informe final al jefe del Departamento de Acción Ejecutiva.
BEIRUT, LÍBANO – AGOSTO DE 1962El pequeño y robusto hombre estaba en la esquina de la concurrida calle. Consultó su reloj con aire despreocupado. Supuestamente para ver la hora pero, en realidad, era para ver si lo estaban observando. Dio una rápida mirada a ambos lados de su periferia. Nada.
Vestía un ligero traje color crema que le habían elaborado en una visita rápida que había hecho a Hong Kong algunos años atrás, y una camisa azul pálido con el cuello abierto. El sol de Oriente Medio se había filtrado entre su cabello rubio platinado y muy corto, y quemaba su cuero cabelludo. Llevaba un par de lentes de sol envolventes para reducir el brillo. Tenía treinta y tantos años, era delgado, estaba en forma y alerta. Su criptónimo era Gorila. Era un nombre que le quedaba como un guante, no por su tamaño ni volumen, sino por su paso oscilante cuando caminaba, el ceño fruncido detrás de los lentes de sol, y el esbozo de una hirsuta naturaleza que se asomaba por debajo de su traje a la medida.
Estaba de nuevo en movimiento, avanzando entre los caminos peatonales, pasando los concurridos restaurantes y cafés. Mujeres de apariencia exótica con caderas bamboleantes hacían sus compras en las tiendas de diseñador, hombres de negocios realizaban reuniones sobre un plato de meze, y amigos conversaban frente a tazas de Café Blanc, el té de hierbas elaborado a partir de agua caliente, azahar y miel. Es fácil de ver por qué Beirut es conocida como la París de Oriente.
Avanzó a un paso constante a lo largo de la calle Hamra, teniendo cuidado de no mirar a nadie directamente a los ojos, ni de tropezar con los montones de cuerpos que se agrupaban en las aceras. Si hubiera tropezado con alguien, hubiera expresado un respetuoso “Pardon en moi”. Estaba utilizando el francés dado que se adaptaba mejor a su cubierta y ocultaría su identidad para después.
Fue entonces cuando vio a su “Escudero”. Un hombre gordo con un bigote común y tez morena estaba sentado en un viejo Buick. Su cubierta era pasar por un Servee, el término utilizado para el conductor de taxi. Tanto el conductor como el auto definitivamente habían visto mejores días. Un Escudero era un activo de Inteligencia local y de bajo rango, que proporcionaba equipos o servicios a los agentes de campo visitantes. Documentos falsos, dinero, casas de seguridad, armas y transporte caían dentro de la competencia del Escudero, y al igual que sus contrapartes de la Edad Media, se esperaba que estuvieran disponibles con poca anticipación.
Después de una mirada rápida, Gorila cruzó y con tranquilidad subió al asiento t*****o del vehículo, detrás del asiento del acompañante. Si pensaba que hacía calor en la calle, no era nada comparado con la agobiante humedad que enfrentó dentro del auto. Por el otro lado, el vehículo tenía una visibilidad limitada, en parte debido a las ventanas cubiertas de polvo que nunca habían sido limpiadas, lo que permitía que la reunión en su interior fuera lo más discreta que podía ser.
El Escudero permaneció inmóvil y continuó mirando hacia fuera a través de la ventana por la que observaba a los transeúntes. La calle Hamra estaba concurrida a esa hora del día, y eso hacía más difícil detectar los equipos locales de vigilancia, de manera que habló por la comisura de su boca y ocasionalmente miraba por el espejo retrovisor.