El señor Mould, el profesor de Matemáticas, resultó ser un hombre imponente y desprovisto de sentido del humor. Mientras se acomodaba en su asiento y desempaquetaba su estuche, Chase no pudo evitar mirar fijamente al tanque humano mientras dejaba caer sobre el escritorio un libro de matemáticas nuevo, fresco y reluciente. Tenía la constitución de un culturista, con músculos ondulantes que querían salirse de la camisa anodina que los cubría. Un enorme y tupido bigote se erguía sobre el labio superior de Mould, extendiéndose varios centímetros a ambos lados de su cara, antes de curvarse hacia el suelo, dándole la apariencia de tener el ceño perpetuamente fruncido. La mente de Chase ya estaba trabajando horas extras pensando en nombres crueles para él. Burlarse de los profesores era un juego