Narra Soledad. El doctor llegó temprano a mi habitación del hospital a la mañana siguiente. Parpadeé y abrí los ojos llenos de sueño, apenas logré enfocarme en el reloj que colgaba al lado del televisor atornillado a la pared. Eran las siete y cuarenta, y bostece, más como un reflejo de lo temprano que era un cansancio real. Todavía me pesaba la cabeza y mis pensamientos eran confusos, pero no tenía sueño. —¿Cómo se siente, Señora Montreal—el doctor pusó un brilló de luz brillante en mis ojos. —Me he sentido mejor. —¿Cómo está la cabeza?—misericordiosamente quitó la luz de mis ojos. —Mejor—respondí a toda prisa, no quería quedarse ni un minuto más. —No encuentro ni un motivo de alarma. Empezaré con esos documentos de alta mientras usted toma un desayuno ligero, luego puede llamar a