Llegué a la casa de Carlos bien entrada la tarde. Él me dijo que trataría de llegar entre las 7 y 8 pm, y que me podía sentir como en mi casa.
La casa estaba un tanto desordenada. Bueno, muy desordenada, a decir verdad. Por supuesto que supuse que Carlos no había tenido tiempo para hacer aseo, y desconfiaba en dejarle las llaves a alguna señora del servicio para que lo hiciera, así que yo me tomé la molestia de organizar la casa.
Me puse una de las prendas de andar por casa que había llevado en mi mochila, me recogí el cabello, y me puse manos a la obra.
Al limpiar la cocina, me di cuenta de que Carlos se alimentaba de puros enlatados, algo típico en el ejército, y que por ende no tenía casi nada en el refrigerador, lo cual me haría tener que ir a la tienda para comprar lo necesario para preparar la cena.
Definitivamente, quien viera a Carlos y su tan normal estilo de vida, no creería que nació en cuna de oro. Mientras que Fer esperaba que le pusieran todo en la mano, Carlos sobrevivía como el soldado que era.
Me tomé mi tiempo cuando limpié una vitrina en donde Carlos tenía sus medallas e insignias del ejército para mirar algunas fotos que había junto a ellas. Aparecía en una de ellas un jovencísimo Carlos de 20 años, apenas un niño, junto a unos también jovencísimos Nicolás, Jorge y otro muchacho que no reconocí, pero que supuse que era Salomón, todos en sus uniformes de entrenamiento, sonriendo. Sí, Carlos estaba sonriendo, algo que no hacía muy a menudo, mucho menos en las fotos.
Y así, Carlos tenía todo un collage con los mejores momentos de su vida en el ejército, y la que sin duda me pareció más tierna fue la de su ascenso a capitán con tan solo 22 años, y en donde Carlos aparecía con su traje de gala sosteniendo en brazos a un pequeño Alejo de 9 años, que en algún momento antes de que tomaran la foto, le había quitado el elegante sombrero a Carlos y se lo había puesto en su rizada cabeza.
En una foto más reciente, aparecía Carlos con Carolina, ambos en sus uniformes de gala, al parecer en la ceremonia de ascenso de ella, y a mí me dio una agriera. Yo ni siquiera sabía si ella en realidad era lesbiana, y que eso solamente había una mentira de Carlos para que yo no sintiera celos al verlos juntos.
No. Carlos podía ser de todo, menos un mentiroso. Él nunca me mentiría sobre algo, ¿o sí?
Dejé esos tóxicos pensamientos a un lado, cerré la vitrina y seguí limpiando la casa, hasta que quedó como una tacita de cristal.
Terminé exhausta después de esa jornada de aseo. ¿Cuándo fue la última vez que había hecho aseo de esta manera? Ni siquiera cuando viví con mi madre me había tocado, porque yo siempre me había escudado en que estaba ocupada estudiando y le pagaba con dulces a mi hermana para que hiciera mi parte del aseo de la casa.
Para la cena preparé unos spaguettis con albóndigas, que era una de las pocas cosas que yo sabía cocinar y compré una botella de vino blanco. Quería que todo en nuestra primera noche como...amantes, fuera perfecto.
Cuando ya se acercaba la hora en que Carlos dijo que llegaría, me duché, me exfolié todita y me perfumé, sintiendo cómo el corazón me latía a mil. Cielos, yo deseaba tanto a ese hombre...
Carlos no me falló, y llegó unos minutos antes de que el reloj marcara las 8:00 p.m. Apenas él cerró la puerta de la casa tras de sí, corrí hacia él y me le encaramé como un monito, rodeando sus caderas con mis piernas, y su cuello con mis brazos, y nos fundimos en un hambriento beso. Cielos...yo podría con esto todo el día y toda la noche, y es que después de habernos cohibido de darnos besos, es como si, literal, quisiéramos comernos a besos; hundíamos nuestras lenguas en la cavidad oral del otro hasta lo más profundo posible, nos mordisqueamos los labios hasta casi sacarnos sangre y nos dejamos chupones en el cuello.
—La cena se va a enfriar —dije al fin, cuando recordé que había dejado los platos servidos en la mesa.
—Ok. Cenemos —dijo, dándome un último piquito en los labios —. Pero tú serás mi postre, primor.
Esa puñetera manera en que me decía primor siempre sería mi debilidad. No lo decía solo con deseo carnal, sino con el más puro amor.
Nos sentamos a la mesa y tratamos de comer, aunque lo único que queríamos comernos en ese momento era al otro. Carlos en serio que se veía muy sexy con su uniforme, y yo...bueno, yo me había puesto una de sus camisas de andar por casa, así que debía verme sensual a sus ojos, aunque yo creyera que me veía como una indigente.
Cuando terminé con mi plato, me serví una segunda copa de vino para soltarme un poco más. Quería ser toda una bomba de sensualidad que hiciera que Carlos no sintiera la necesidad de ir a buscar placer a otra parte, aunque no sabía en realidad cómo podría hacerlo sin siquiera haberme traído algo de lencería apta para eso.
—Gracias. Estuvo exquisita la cena —dijo Carlos, limpiándose las comisuras de la boca con una servilleta, muy elegantemente, siendo eso lo único que delataba que había recibido educación de clase alta —. Ven aquí —señaló sus piernas, y yo por supuesto que me moví de inmediato.
Caminé hacia él y me senté a horcajadas sobre Carlos. Él de inmediato dirigió sus fuertes manos a mi culo y me acercó aún más a él, y noté que ya estaba muy duro. Wow, ¿en serio él se ponía así sin yo hacer mucho esfuerzo por calentarlo? Total, yo aún seguía vestida, solo estaba mostrando algo de pierna.
—En las veces que hemos estado juntos íntimamente, no he tenido la oportunidad de enserio hacerte el amor —susurró, acariciándome la mejilla y observándome como si yo fuera lo más hermoso de su mundo —. Pues ahora sí te lo voy a hacer.
Sentí a mi clítoris palpitar, al igual que a mi corazón.
Cielos...no había alguien más perfecto que una persona que te hiciera palpitar el corazón y el clítoris. Sentir que amabas a alguien y que a la par despertaba tus más lujuriosos deseos, era como estar en la gloria.
Nos quedamos un buen rato besándonos en la silla del comedor. Dioses, es como si no tuviéramos suficiente de eso, y como si no hubiera un mañana en el que pudiéramos seguir besándonos, porque en serio que lo hacíamos con tanta intensidad, que ya sentía mis labios hinchados y adoloridos.
—Vamos a la cama, dulzura —dijo Carlos, poniéndose en pie, sosteniéndome por los muslos.
Me cargó hasta la cama, y me depositó en ella con suavidad, para volver a darme un dulce beso cargado de mucho pero mucho amor.
—Me daré una ducha, no tardo —dijo Carlos, y yo asentí.
Se quitó las botas y las prendas externas de su uniforme y las dejó en una silla que estaba cerca de la cama, y cuando escuché el grifo abrirse, me desnudé completamente y me metí bajo las sábanas calientitas.
Carlos no tardó en salir de la ducha, considerando que desde que estuvo en la academia militar, había estado acostumbrado a los baños de no más de dos minutos, y cuando salió, yo me quedé boquiabierta.
Por supuesto que salió del cuarto de baño sin nadita encima, ni siquiera con alguna toalla colgándole de las caderas. Nada.
El clítoris me volvió a palpitar, mi coño se mojó, y mis pezones se endurecieron.
Mierda, quería a ese semental dentro de mí ya.
Carlos me sonrió con malicia, se metió bajo las sábanas, y gateó hasta mí como un tigre a punto de atacar a su presa.
Yo solo podía ver su gran silueta por encima de las sábanas, así que me sobresalté cuando lo sentí abrirme las piernas y meter su lengua en mi v****a.
Los dedos de los pies se me encogieron apenas sentí la lengua de Carlos hacer maravillas, lamiendo, chupando, soplando y halando con delicadeza ese pequeño puntico de nervios.
No pude controlar los vergonzosos sonidos que salían de mi boca. ¿Cómo hacerlo, si Carlos sabía muy bien hacer su trabajo?
Llegué al orgasmo en un fuerte gemido, agarrando a Carlos por su corto cabello, mientras las oleadas de placer se expandían desde mi centro al resto de mi cuerpo, y mi humedad resultando en la boca de Carlos, que lo tragó todo con gusto.
Después, Carlos emergió entre las sábanas, extendiendo toda su asombrosa corpulencia sobre mí, y me dio un ardiente beso que me dio a probar de mis propios jugos.
—Eres tan hermosa —susurró, besándome el cuello —. Tan sensual —bajó a mi pecho, en donde depositó un beso en el valle entre mis senos —. Toda mía —pasó entonces a succionarme un pezón, y yo me volví a arquear del placer.
Se estuvo un buen rato consintiendo a mis nenas, hasta que consideró que ya era el momento.
Carlos estiró su brazo para abrir el primer cajón de su mesa de noche y sacar un condón, pero antes de que pudiera abrir el envoltorio, se lo quité y lo tiré por ahí.
—Te quiero sentir hasta en lo más mínimo —le dije, lamiendo el lóbulo de su oreja, y él soltó un jadeo que daba cuenta de lo excitado que lo ponía la situación.
Yo no sabía qué tan excitante podía ser para un hombre la mera idea de hacerlo sin condón, pero eso estaba teniendo un muy notorio efecto en Carlos.
—¿Segura? —me preguntó, dándome besos por toda la cara.
—Totalmente —volví a atrapar sus labios en un pasional beso, y continuamos en lo nuestro.
Yo no sabía qué tan higiénico era eso de recibir semen de dos hombres, pero, bueno...al menos no los estaba recibiendo a ellos al tiempo, y ambos estaban sanos, y yo estaba planificando, así que, por supuesto que no le vi problema a dar ese importante paso con Carlos, porque por supuesto que al hacerlo sin condón yo le estaba demostrado lo mucho que confiaba en él, y lo mucho que lo amaba.
Sin parar de besarme, y entrelazando sus manos con las mías a cada lado de la almohada, Carlos se introdujo lentamente en mí, y...cielos, esa sensación de su pene entrando en mí sin ninguna barrera de látex que me impidiera sentir esa delgada y venosa piel, me puso a mil.
Moví mis caderas hacia arriba, terminándome de empalar a él, pero solté un quejido de dolor al darme cuenta de que, considerando que Carlos lo tenía más grande que el de Fer, no era una buena idea ponerme de cachonda y empalarme en él hasta el fondo de una vez, por muy lubricada que estuviera.
—Suave, primor —murmuró él, dándome tiernos besos en la cara, y siguió moviéndose lentamente —. Esta vez lo haremos suave.
En efecto, Carlos fue suave y muy tierno. Ya habíamos tenido suficiente sexo salvaje antes, y lo seguiríamos teniendo, pero ahora...ahora solo había espacio para la ternura y la melosidad.
En la habitación solo se escucharon los chasquidos de besos, mis suaves gemidos y puras palabras de amor, hasta que Carlos, cuando ya se sintió cerca del éxtasis, aceleró un poco sus movimientos que en todo ese momento se habían mantenido en un suave vaivén, y nos corrimos al tiempo, yo sintiendo su leche caliente derramarse dentro de mí, golpeando en mis paredes vaginales con la fuerza de una manguera.
—Jodida mierda. Quiero llenarte de mí leche, una y otra vez —dijo Carlos, volviendo a moverse.
Esperen...¿qué carajos?
No se suponía que un hombre pudiera mantener su erección inmediatamente después de un orgasmo. Pero por supuesto que era posible, muy posible si...si el hombre en cuestión duró mucho tiempo sin sexo y si en el momento de al fin hacerlo, estaba muy excitado.
Esto comprobaba entonces que Carlos tal vez no había estado con nadie más desde que lo hicimos por última vez, y de eso ya iba a ser...carajo, casi tres meses. ¿En serio el mujeriego y calenturiento del Carlos había durado tanto tiempo sin sexo? Porque por supuesto que tres meses era una eternidad para un Orejuela.
Con los sonidos obscenos que hacía el pene de Carlos al penetrarme, embadurnado con su propio semen y mis jugos, se movió más rápido, más profundo, más...fuerte.
Clavé mis uñas en su espalda, y él jadeó, bombeándome, y bombeándome, y bombeándome, hasta que no aguantó esa simple pose del misionero, se salió por un momento de mí, y me hizo ponerme en cuatro.
Sonreí con malicia, por supuesto que sabiendo que Carlos no aguantaría por mucho tiempo la faceta de hombre tierno que hacía el amor suavecito y sin rudeza.
Cuando me ubiqué en cuatro y me sostuve con ambas manos a la cabecera de la cama, sentí su semen mezclado con mis jugos chorreando por mis muslos, y no pudo haber una sensación más placentera que esta, junto con la mano de Carlos dándome fuertes palmadas en las nalgas, muy seguramente dejándomelas rojas.
Carlos entonces se inclinó sobre mí, pegando su torso a mi espalda, pero sin dejar caer todo su peso, y me susurró al oído:
—Espero que aguantes el voltaje de un semental que antes solía ser muy pero muy sexualmente activo, pero que su hembra lo ha dejado en sequía por un buen tiempo.
Solté un grito cuando Carlos me clavó tan fuerte, tan hondo, tan...bueno.
De mi boca empezaron a salir obscenidades, mientras que él me bombeaba con fuerza y rapidez, haciendo que los muelles de la cama golpearan contra la pared.
Fue como si Carlos se hubiera desbocado como un caballo salvaje. Me daba tan duro que yo estaba segura de que al día siguiente iba a amanecer adolorida, pero no me importó, y lo insté a que siguiera, a que fuera lo más brusco que yo pudiera aguantar.
Entre descansos y duchas de agua caliente, continuamos en la faena hasta la madrugada. Me sorprendió el nivel de aguante de Carlos, considerando que ni siquiera los varones adolescentes podían tener sexo toda una noche, pero Carlos aguantó bastante, hasta que al fin descansamos, y no porque él se quedara seco, sino porque fui yo la que terminó deshuesada y adolorida sobre la cama.
Ese último acto había sido...intenso. Resulté acostada boca abajo, con dos almohadas bajo mis caderas, mis manos atadas con un cordón de las botas de Carlos tras mi espalda, con el semen chorreándome por los muslos, y totalmente empapada en sudor y oliendo a Carlos.
Mis mejillas estaban empapadas de lágrimas, porque el último orgasmo había sido tan fuerte, que había llorado del placer.
Así que, en conclusión, Carlos me había dejado destruida, pero en el buen sentido de la palabra.
Sí, amanecería con moretones, porque claro que él me tomó con fuerza por las caderas y los brazos, y todo el cuerpo me dolería al menos por una semana, teniendo en cuenta que yo tenía un mal físico por no salir ni siquiera a caminar, pero...pero eran unos moretones y un dolor deseado. Este era el único dolor y los únicos moretones que debían recibir las mujeres, no los causados contra su voluntad por tener maridos, padres o hermanos abusadores.
Carlos me desató y me limpió con delicadeza, y me llevó cargada como una bebé al baño, para depositarme en la tina que había llenado con agua tibia, y se metió conmigo, abrazándome dulcemente.
Estamos éramos nosotros. Una mezcla entre la ternura y la pasión desenfrenada.
—¿Estás bien? —me preguntó Carlos, siendo esta tal vez la milésima vez en la noche que me lo preguntaba.
—Sí. Liquidada, pero bien —respondí, sintiéndome de maravilla al estar recostada en su fornido y velludo pecho —. Quisiera que duráramos así toda la vida. Hasta viejitos.
No supe si eso lo dije por causa del cóctel químico que el sexo causaba en el cerebro, pero eso hizo que Carlos me abrazara aún más fuerte y me dijera al oído:
—Yo también quisiera eso, amor.