—De ninguna manera, Aisling. ¿Por qué querrías ir con él? —espetó Alaric, su tono oscilando entre la irritación y el desconcierto. Aisling se incorporó lentamente en la cama, clavando su mirada en la de él sin pronunciar palabra. Aunque aún sentía el temor latente de desafiarlo, sabía que él mismo se había ganado ese momento de rebeldía. —Gerd no me saca de quicio —respondió con aquella excusa que ella misma dudaba—. No quiero cenar contigo cuando estoy molesta. Me arruinaría el estómago. —Aisling, estás siendo ridícula —replicó él, con una nota de exasperación en la voz. —¿Ridícula? —le devolvió con frialdad—. Solo te pedí lo que dijiste que podía pedir. ¿O eso también era una mentira?. La incredulidad de Alaric se transformó en una impaciencia sofocante. No estaba dispuesto a perder