Aisling no podía moverse. Sus articulaciones ardían de dolor, y su entrepierna aún más. La luz que se filtraba por el tragaluz y los ventanales le resultaba insoportable, así que se esforzó por incorporarse en la cama, aunque su cuerpo apenas le respondía. Alaric yacía a su lado, con un brazo descansando sobre su abdomen, impidiéndole salir por completo. Sabía que no podría hacerlo sola; sus piernas, adormecidas y débiles, la traicionarían al primer intento. —Alaric —le susurró, dándole un suave empujón en el hombro—. Despierta. La vergüenza la invadía. Tener que pedirle ayuda para llegar al baño después de lo que había pasado era humillante, sobre todo porque él era el culpable de su estado. Anoche apenas le dio tregua. Después de la primera vez, siguió con la segunda, luego la tercera