Capítulo 10: Aguas mansas

775 Words
Emiliana La extraña calma del secuestrador a mi lado empezaba a inquietarme, por lo general los captores solían ser bruscos, cubiertos por máscaras, lanzando un sin fin de groserías hacía las damiselas en apuros. Esto parecía ser todo lo contrario. Pese a que traté de mantenerme en silencio mirando algún punto inexistente en el aire, no podía pasar por alto el hecho de que estaba frente a dos personas que poseían caras nada amigables. “Cuídate de las aguas mansas” Recordé que el abuelo decía a menudo durante mis años de infancia. Gracias a eso resultó más sencillo comprender que la situación era más peligrosa de lo que ya intuía. –Estamos a diez minutos del aeropuerto, –avisó el hombre serio que nos acompañaba, él era el más atento a los detalles– el jet se encuentra listo para ser abordado. No quería demostrar desesperación o miedo, mi padre siempre había dicho que los enemigos no debían conocer mi debilidad, porque de lo contrario se aprovecharían de ella. Así que luchaba conmigo misma para no romper en llanto. Ni siquiera me inmute cuando supe que pretendían trasladarme en un avión privado a un destino desconocido. –Quiero llegar a casa cuanto antes, no quiero paradas o contratiempos. –Ordenó Angelo, si es que no mintió y así se llamaba. Comprendí que siempre era así de imperativo– Emiliana –se dirigió a mí luego de un largo viaje en completo mutismo. Simplemente clavé los ojos en él– agradezco que seas tan colaborativa… –Me mentiste –le respondí presa de la desesperación– mi padre nunca te envió por mi. Él no haría una cosa como esa. Suspiró como si no le importase mucho mi fastidio. Para ser un secuestrador peligroso me resultaba de lo más raro, en primer lugar no había optado por la fuerza para sacarme de casa, tampoco insultó o preguntó en dónde estaban mis padres para pedir un rescate. Su bonita mirada con desdén pasó a ser una de las más terroríficas de mi vida. –Desconozco tus intenciones y debo admitir que me encuentro sorprendida, a simple vista parecías un buen hombre. –La apariencias son las que más engañan –respondió la única mujer además de mi, con cierto aire jocoso– –Te explicaré un par de cosas cuando lleguemos a casa, ha sido un día largo para mi y este chaleco de protección es sumamente incómodo. ¿Alguna vez llevaste uno? Me pareció ofensivo que hablara de forma tan trivial de un objeto que lo había ayudado en la labor del secuestro. El tipo frente a mi estaba demente y por lo bien que manejó la situación en el tiroteo, también resultaba ser altamente peligroso. El auto se estacionó en una autopista grande libre de edificios o construcciones, bastó con mirar por la ventana para saber que nos encontrábamos en una pista de despegue. La puerta del lado se abrió. El hombre que nos acompañaba, al que llamaban Alonzo, salió primero para luego ayudarme a quitar el cinturón. Tan solo esperé paciente, cuando el hombre adoptó una posición incómoda y poco apta para reaccionar, golpeé su mandíbula con la rodilla, provocando que se alejara presa del dolor. Angelo y la mujer anónima conversaban fuera del vehículo, cerca a las escaleras que los subían al jet. Ambos se alertaron cuando escucharon maldecir a Alonzo para luego detectarme corriendo lejos. –Maldita sea… –susurró Angelo antes de que su acompañante se pusiera en alerta, tras de mi– No divisé una salida cercana, por lo que tan solo atiné a buscar un lugar que pudiera esconderme con éxito. El aeropuerto parecía privado, no era muy grande y tampoco público, apenas un par de personas se encontraban cerca, pero por alguna razón todas ignoraron mi existencia. Los malditos tacones jugaban en contra, sin embargo no fueron suficientes para detenerme. –¡Basta! ¡No corras! Gritaba la mujer de seguridad pese a que no obedecí. La huida estuvo a punto de ser exitosa de no ser por la inoportuna presencia del tal Alonzo, quien trató de sujetarme pero sorteé todos sus intentos cambiando de dirección. Todo iba bien hasta que Sofía por poco me alcanzó la marcha. Mi mente estaba tan centrada en mirar cuál sería su siguiente movimiento que gracias a eso no noté uno de los carritos con cajas enormes de equipaje. El hombre que empujaba los paquetes no fue capaz de darse cuenta de lo que sucedía a su alrededor, tan solo impactó contra mi cuerpo golpeando mi cabeza con una de las superficies duras. Caí inconsciente al suelo en un mal momento.
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