CAPÍTULO IV Zena habría de pensar, más adelante, que aquel almuerzo en el bosque con el Conde había sido la ocasión más encantadora que había vivido hasta entonces. El restaurante al que la llevó era pequeño. Se encontraba en una casita de un solo piso, rodeada de un jardín lleno de árboles frondosos. Había sólo una docena de mesas entre las flores. El propietario, que era también el cocinero, tomaba las órdenes él mismo y pasaba mucho tiempo explicando qué especialidad del día sería la mejor para sus clientes. Su esposa, una mujer de amplio busto, vestida de n***o, preparaba las cuentas y cobraba, mientras sus dos hijos servían como camareros. Había una atmósfera feliz en aquel lugar. Para Zena era algo que nunca antes había experimentado y presentía, con cierta desolación, que no vo