Capítulo I-1
CAPÍTULO I
1869
EL Archiduque de Wiedenstein se mantenía concentrado en la lectura del periódico, mientras que el resto de su familia, que desayunaba con él, guardaba silencio.
Siempre resultaba una comida algo intranquila, ya que nunca se podía asegurar el estado de ánimo del padre de familia.
El Príncipe Kendrick tomó la última tostada que había en el plato y después de cubrirla con mantequilla y mermelada, al estilo inglés, la comió a toda prisa, para luego retirar su silla.
En esos momentos su madre, la Archiduquesa, levantó la vista de la carta que estaba leyendo y tosió en forma significativa para mirar el periódico que ocultaba a su marido, aunque ní aun así obtuvo respuesta de éste.
—Leopold— dijo en una voz que sin duda alguna atraería su atención.
El Archiduque miró por encima de su periódico, demostrando irritación al ser interrumpido en su lectura. Su mirada se encontró con la de su esposa, por lo que se apresuró a decir:
—¡Sí, sí, por supuesto!
El Príncipe Kendrick y su hermana gemela, la Princesa Marie Thérese, llamada “Zena” por su familia, contemplaron a su padre con visible inquietud.
Tenían la impresión de que serían sermoneado una práctica bastante frecuente.
El Archiduque bajó el periódico con lentitud, lo colocó sobre la mesa y se quitó los lentes. Siempre que podía, evitaba usarlos en público por considerar que arruinaban su imagen.
Había sido, y seguía siendo, un hombre muy apuesto. En realidad, las monedas de Wiedenstein no le hacían justicia.
Toda su vida había sido adulado y admirado por las mujeres, un hecho que siempre había tratado de ocultar a su mujer, sin lograrlo.
—Su padre quiere hablar con ustedes murmuró la Archiduquesa en voz baja.
El Príncipe Kendrick se reprochó no haberse marchado antes, de la habitación; pero, aunque hubiera intentado hacerlo, estaba seguro que su madre le hubiera impedido escapar.
El Archiduque carraspeó.
He recibido dijo con lentitud y en tono severo, un informe de sus maestros, sobre los progresos logrados en su educación durante los últimos tres meses.
Se detuvo mirando a su hija y pensó que esa mañana se veía muy atractiva. Eso lo distrajo de su incipiente discurso.
En eso sus ojos se cruzaron con los de su hijo y la expresión del Archiduque se endureció.
—El informe sobre ti, Kendrick dijo, no es de modo alguno lo que yo esperaba. Todos tus maestros están de acuerdo en que podrías avanzar mucho más si te lo propusieras, y no alcanzo a comprender por qué no haces ese esfuerzo.
Lo hago, papá afirmó el Príncipe Kendrick con aire desafiante—, pero para ser franco, sus métodos de enseñanza me resultan anticuados y aburridos.
Aquella franqueza hizo que la Archiduquesa contuviera la respiración y que Zena contemplara con nerviosidad a su hermano. Es un mal trabajador el que se queja de sus herramientas— sentenció el Archiduque con agudeza.
—Si me hubieras permitido ir a la universidad...— empezó Kendrick.
Este era un viejo argumento y el Archiduque lo interrumpió:
—Entrarás al ejército. Es de fundamental necesidad que cuando ocupes mi lugar sepas cómo comandar tus tropas. ¡Y, sin duda, la disciplina militar te hará muy bien!
Se produjo un silencio que evidenciaba que el Príncipe Kendrick se esforzaba por mantener calladas sus opiniones. Mientras padre e hijo se miraban irritados, la Archiduquesa intervino:
—Continúa diciendo a los niños cuáles son tus planes, Leopold. Eso es lo que deben saber.
Como si le hubieran formulado una llamada de atención, el Archiduque continuó:
—Vuestra madre y yo hemos discutido los informes comunicados por los maestros. Los tuyos, Zena, no son mejores que los de Kendrick, sobre todo en lo que se refiere al alemán.
—Me resulta muy difícil la gramática alemana, padre— contestó la princesa—, y el señor Waldshutz es, como dice Kendrick, tan aburrido que es casi imposible dejar de dormirse en su clase.
—Muy bien, comprendo las razones— dijo el Archiduque—, es por eso que hemos decidido enviarlos, tanto a Kendrick, como a ti, a Ettengen.
—¡A Ettengen, padre!— exclamó Zena asombrada.
Es esencial que mejore el alemán de Kendrick, antes que vaya a Dusseldorf— aseguró el Archiduque.
Se escuchó la ahogada exclamación de Kendrick y su voz se tornó aguda al preguntar:
—¿Por qué debo ir a Dusseldorf y para qué?
Eso es lo que pretendo explicarte continuó el Archiduque.
Tu cuñado ha sugerido, y me parece una idea excelente, que pases un año en el cuartel de allí, para recibir el intensivo entrenamiento que se imparte a los futuros oficiales del ejército prusiano.
—¿Un año con esos fanáticos de la guerra y del derramamiento de sangre?— exclamó el Príncipe Kendrick. ¡Nada puede ser más parecido a los terrores del infierno, que eso!
Opino que será muy edificante para ti y que harás lo que se te manda contestó el Archiduque.
—¡ Me niego! ¡ Me niego de manera rotunda!— murmuró el Príncipe Kendrick. A pesar de su desafío, había una nota de desolada derrota en su voz.
—En cuanto a ti, Zena— observó el Archiduque, volviéndose a su hija—, ya que ambos hacen tanta alharaca cuando los separamos, viajarás con Kendrick a Ettengen a mejorar tu alemán, y cuando Kendrick se vaya a Dusseldorf, te casarás como lo hemos planeado tu madre y yo.
Si Kendrick había recibido la sorpresa de su vida, ahora había llegado el turno a Zena.
—¿Casarme, padre?— preguntó la Princesa mientras sus ojos reflejaban el horror que le causaba tal posibilidad.
—Ya has cumplido dieciocho años y desde hace algún tiempo estamos buscando un esposo adecuado para ti continuó el Archiduque—. En lo personal, deseaba que fuera uno de los Príncipe s de alguna nación vecina, pero, por desgracia, son ya casados o demasiado jóvenes.
Zena lanzó un leve suspiro de alivio y su padre continuó:
—Fue tu madre quien pensó entonces, que sería buena idea que te casaras con uno de sus paisanos. Después de todo, yo he sido muy afortunado al casarme con una parienta de la Reina de Inglaterra.
El cumplido hizo que la Archiduquesa inclinara la cabeza en señal de agradecimiento, y no resistiendo la tentación de participar en la conversación, comentó:
—Debes comprender, Zena, que siendo tú, hija segunda, se dificulta el encontrarte un Príncipe de sangre real para esposo y mucho menos un soberano Reinante, como hubiera preferido.
—¡ Pero yo no quiero casarme con… nadie, madre!
La Archiduquesa frunció el ceño.
—¡No seas ridícula!— respondió con voz aguda. Por supuesto que tienes que casarte y con Kendrick en Dusseldorf, lejos tuyo, cuanto más pronto, mejor. Yo sé lo insoportable que te pones cuando te separas de tu hermano.
Sabiendo que eran verdad las palabras de su madre, Zena miró su hermano gemelo, para descubrir que éste permanecía con el ceño fruncido, contemplando absorto a un tarro de plata, que tenía frente a él. Sin duda, estaba concentrado en sus propios problemas.
—Le escribí a mi hermana Margaret— continuó la Archiduquesa—, que como sabes es dama de honor de la Reina Victoria y disfruta de la confianza de Su Majestad. En realidad, hemos sido muy afortunados y me siento muy agradecida de contar con su consejo.
—¿Y qué te aconsejó ella, madre?— preguntó Zena, sintiendo que sus labios estaban resecos como para permitir que las palabras brotaran de ellos.
—Mí hermana Margaret contestó que, puesto que no hay Príncipe s de sangre real de la edad adecuada para ti, había sugerido a la Reina, que te casaras con un Duque inglés, recibiendo la aprobación de esta.
La Archiduquesa se detuvo, y para que Zena no dijera nada, continuó:
—Por el momento, hay dos Duques disponibles, cuyas familias por vía materna tienen alguna relación con la familia real. Tanto mi hermana como la Reina consideraron que un casamiento de este tipo constituiría una alianza ventajosa para ambos países.
—Pero... yo no quiero casarme con un... inglés, madre.
—¿Qué objeción posible podrías tener tú contra un inglés?— preguntó la Archiduquesa enfadada.
Zena pensó que, sin importar lo que contestara significaría una grosería para su madre. Por lo tanto, se limitó a bajar la vista a su plato.
—Olvidaré que hiciste un comentario tan pueril— observó la Archiduquesa muy seria.
—Termina tu explicación, querida mía— intervino el Archiduque, impaciente—. No podemos pasarnos aquí todo el día.
—Eso es lo que trato de hacer, Leopold— dijo su esposa con una cierta frialdad—, pero los chicos no dejan de interrumpir.
—Ahora están muy callados— comentó el Archiduque.
—Volviendo a lo que decía— continuó la Archiduquesa sin prisa—, mi hermana me informó que hay dos Duques que podríamos considerar como probables esposos para ti. El Duque de Gatesford es demasiado viejo y enviudó hace poco tiempo.
La Duquesa esperó, pensando que Zena preguntaría su edad; pero como no lo hizo, continuó:
El Duque tiene más de sesenta años, y aunque es un hombre muy importante, y tiene un carácter excelente, tu padre y yo hemos acordado con la opinión de mi hermana y hemos decidido descartar-lo.
—¿Cómo podría yo casarme con un hombre mucho más viejo que mi padre?— preguntó Zena.
—Te casarás con quien nosotros decidamos contestó la Archiduquesa en tono de reprensión—. Por lo tanto, hemos seleccionado, aunque no del todo convencidos, al Duque de Faverstone que sólo tiene treinta y tres años. Su madre es prima segunda de la Reina, además él es pariente lejano del tío de Su Majestad, el Duque de Cambridge.
—Los antecedentes del Duque no podían ser mejores— comentó el Archiduque.
—Por supuesto que tienes razón, Leopold afirmó la Archiduquesa. Al mismo tiempo, me gustaría que Zena se casara con un hombre de más edad, que no sólo controlara las inclinaciones frívolas de su personalidad, sino que además le diera un mayor sentido de la responsabilidad a su posición en la sociedad.
—Aprenderá eso tarde o temprano— gruñó el Archiduque.
Él tenía especial predilección por su segunda hija y pensaba que era la más parecida a él que el resto de sus hijos, por lo que siempre procuraba defenderla de las críticas de su madre.
La Archiduquesa se inclinaba más hacia su hijo mayor, aunque su favorito era, sin duda, su hijo más pequeño, que aún no cumplía catorce años.
Había algo en el Príncipe Louis que lo mostraba más inglés que el resto de sus hijos y, por lo tanto, era natural que la Archiduquesa lo sintiera más cercano a su corazón.
Ella era una mujer fría, educada con austeridad en Inglaterra, donde era considerado vulgar y de mala educación demostrar las emociones.
Al ser casada por sus padres con el soberano de Wiedenstein, se había enamorado a primera vista de su apuesto marido, pero nunca le fue posible expresar sus sentimientos.
En esos tiempos el Archiduque era un romántico donjuán a quien le gustaban todas las mujeres bonitas. Había vivido varios apasionados idilios, antes de casarse.
El no comprendía a su esposa, sin embargo, siempre la trataba con el mayor respeto, hasta llegar a prodigarle cierto cariño por sus indudables cualidades.
Se hubiera quedado atónito de saber los callados y locos celos que ella sentía de cuanta mujer se le acercaba a su esposo y lo mucho que sufría conociendo que él no admiraba su tipo físico, imponente pero frío como el de una estatua.
Sin embargo, entre ambos habían procreado hijos de extraordinaria belleza.
La Duquesa pensaba, sin embargo, que era una pena que sus tres hijas se parecieran a su padre, tanto en lo físico como en temperamento. Su hijo mayor, el Príncipe Kendrick, también se inclinaba más hacía las características paternas que a las de ella.
Por lo tanto, esperaba que sus dos hijos menores fueran diferentes. Hasta el momento, el Príncipe Louis parecía el que satisfaría sus secretas esperanzas.
Zena estaba meditando sobre lo que había dicho su madre y aunque pensaba que el Duque de Faverstone parecía un poco más prometedor que el otro candidato, no la entusiasmaba el casarse con un inglés.
Jamás había recibido, ni siquiera cuando pequeña, un ápice de ternura de su madre, que la hiciera sentir amada y protegida.
En realidad, las continuas reprimendas de la Archiduquesa, los severos castigos que había recibido de niña, y la forma en que sus opiniones eran siempre desechadas, habían creado en su mente un concepto de la r**a inglesa como arrogante, dictatorial y sin corazón. Cuando pensaba en casarse, soñaba y oraba porque fuera un francés el elegido.
El pequeño reino de Wiedenstein estaba situado al occidente de Bavaria, con la que colindaba una de sus fronteras.