Doña Estela, madre de Estefanía Alarcón, convenció a su hija, sin mucho esfuerzo, para que se quedara en su casa durante el primer mes del posparto.
—Antonio está de acuerdo y me ha dicho que si tu lo estás, no ve ningún problema en que te pases ese primer mes con nosotros. En casa tendrás todos los cuidados y tu padre ha hablado ya con dos enfermeras privadas para que te asistan en la recuperación.
Después del desmayo, Estefanía se recuperaba con satisfacción. Esperaba el alta del médico al día siguiente. Por su estado, no había podido amamantar a los gemelos, que debían ser alimentados con fórmula por una enfermera. Eso sí, desde esa noche dormirían en la habitación de su madre, junto con su abuela Estela, a quien habían adaptado un sofá cama después de que insistiera en que sería lo mejor para sus nietos, a los que paseaba por la habitación con frecuencia.
—Es el primer caso de gemelos en la familia. Todos quedamos sorprendidos cuando se nos dijo que eran dos niños y mucho más cuando los vimos.
Si doña Estela se sorprendió al verlos, Estefanía la superó con méritos. Cuando las enfermeras le pasaron a sus dos hijos, creyó ver la réplica exacta de Antonio y de Sergio en cada uno. No daba crédito a lo que tenía ante sus ojos: uno de los niños era blanco y de pelo claro; el otro era moreno, de cabello espeso y oscuro. Aunque les seguían diciendo “los gemelos”, en realidad eran mellizos, porque eran tan diferentes como una gota de agua y una de aceite.
—¿Sabes algo de la madre de Antonio?
—Aún no, querida, pero creo que si va a venir a conocer a sus nietos, será dentro de unos días más. Antonio no la ha vuelto a mencionar después de que nos avisara que ya no venía.
La suegra de Estefanía era una mujer extraña y no era raro que, de un momento para otro, cancelara una cita, incluso cuando decía estar de camino. Fue una suerte que hubiese asistido a la boda de su único hijo varón, aunque lo hiciera cuando la fiesta estaba terminando.
—Quisiera hablar con Marcela. ¿Me pasarías el celular?
—¿A esta hora, hija? Son casi las dos de la tarde, seguro está en el trabajo y no podrá contestar.
—¿Y Sergio?
De inmediato se arrepintió de lo que había dicho, pero su madre pareció no darle importancia y siguió arreglando la ropa de los bebés.
—Estuvo con Marcela esta mañana, preguntó por ti y creo que los dos entraron a la habitación, pero estabas dormida.
Por una razón que no lograba comprender, quería ver a Sergio y que él estuviera con ella mientras sostenía a los niños. Intentó disimular su repentino deseo.
—Entonces llamaré a Antonio.
La verdad era que no deseaba hablar con él. Después de que se hubiera recuperado del desmayo, tras ver a los mellizos, hablaron sin decirse nada realmente. Aunque él preguntó por todo y se interesó por su estado, lo sintió ausente, como un mal actor que debe representar el papel de un padre y un esposo interesado. Antes de salir, le preguntó qué hacía en el apartamento de Sergio cuando empezó la labor de parto.
—Íbamos a ir a almorzar.
Pareció que iba a preguntarle algo más, pero sonó su teléfono y se despidió con un beso al aire antes de salir y contestar.
Después de que timbrara dos veces, cortó la llamada y esperó un poco más antes de decirle a su mamá que seguro andaba ocupado. Le devolvió la llamaba cuando ya dejaba el teléfono a un lado.
—¿Vas a pasar más tarde? —le preguntó luego de un saludo que hubiera sido más cariñoso entre dos enemigos.
—Sí, quiero ver a los niños. Pasaré sobre las seis.
Estefanía no supo qué más decirle, o más bien era que no quería decirle nada. Se hizo un silencio incómodo y simuló que escuchaba para que su madre no lo notara. Entonces pensó que Antonio había mencionado querer ver a los niños, pero no dijo lo mismo de ella. Una lágrima traicionó la cara de póker que deseaba aparentar.
—Entonces, nos vemos esta tarde, ¿bueno? —dijo Antonio, incómodo.
—Sí. Nos vemos. Adiós.
Colgó.
—¿Está todo bien, hija?
—Sí, sí, es solo que pensé que Antonio vendría antes, pero pasará esta tarde, cuando termine. Deben ser las hormonas, que las tengo alborotadas. Pero no es nada, mamá. Tranquila.
Aunque su madre era, por regla general, inescrutable, Estefanía supo que no se lo había creído.
—Les vendrá bien este tiempo, a todos, incluidos tus hijos.
—No sé. Ya no estoy segura de querer pasar un mes contigo.
—Lo dices ahora, que extrañas a tu marido. Es normal. Pero él igual nos estará visitando a diario y ya verás cómo te sientes en unos días, más descansada y recompuesta.
No valía la pena discutir con su madre y mucho menos en el estado en que estaba. Deseaba hablar con Antonio, pero de verdad, ojalá y solo los dos en un café, con toda la tarde por delante. Pero al mismo tiempo lo aborrecía y pensaba en Sergio, con quien hubiera querido estarse tomando un vodka en su apartamento, con toda la noche para ellos dos solos. Uno de los bebés se despertó y no tardó en despertar a su hermano. Cuando los vio, se aborreció por lo que estaba pensando.
Era la quinta llamada de Sergio que dejaba pasar. Sabía que era una cobarde, pero no se atrevía a averiguar lo que fuera que Antonio le hubiera dicho a su (¿todavía?) mejor amigo. Los mensajes en w******p también eran varios, algunos de él, otros de remitente desconocido, pero no se atrevía a abrir la aplicación por miedo a saber lo que decían. Volvió a sonar el tono de llamada.
—Si tienes que contestar, hazlo ahora —dijo Olga.
—No es nada, señora. Ya mismo lo apago.
Se prometió que, llegada a su apartamento y después de dos manzanillas tomaría el teléfono y devolvería la llamada, pero estaba tan nerviosa que, en vez de rechazar la llamada, la aceptó. No tuvo otra opción que saludar a Sergio.
—Sí, sí, lo siento, estaba ocupada. Dime.
Le tomó la palabra a su jefe y con una sonrisa, salió de la zona de servicio hacia la parte de atrás del establecimiento.
—La embarré, Marce, la embarré.
Con el corazón a un latido de salírsele del pecho, Marcela se sentó, sin darse cuenta, sobre una caneca.
—¿Ya lo sabe?
Sentía que las lágrimas acudirían en cualquier momento, casi las sentía presionando sus ojos.
—No, Marce, tranquila, no es eso.
—¿Qué?
—Que creo que no lo sabe.
—Lo crees o estás seguro.
—Lo creo, pero sé que la embarré y si no me ayudas, ahora, lo va a descubrir.
—No, ¿pero cómo así? ¿Qué te dijo? ¿Para qué quería hablar contigo?
—Por eso te llamo, Marce, para contarte lo que hablamos y que me ayudes.
Estaba por preguntarle lo que le atormentaba cuando sintió un fuerte olor debajo de ella. Miró y descubrió que estaba aplastando la caneca y un residuo de sánduche le había manchado una gran parte del trasero, formando un mapa del tamaño de Canadá. Maldijo.
—¿Qué dices?
—No, no es contigo. Es que me ensucié.
—¡¿Cómo?!
—Tampoco es eso. Mejor dicho, ¿sabes qué? ¿Puedes pasar esta noche a mi apartamento?
—Eh, sí, perfecto. Pero llegaré tarde, tengo una cena con unos clientes.
—No importa. Llega cuando puedas.
«Que igual estaré viendo una película hasta casi las dos de la mañana, sola, metida en la cama desde las nueve».
—Bien. Nos vemos esta noche.
Se metió al baño y descubrió que la mancha se había propagado, ahora alcanzaba las dimensiones de Rusia y le habían crecido dos cordilleras laterales de mostaza y un lago de café latte. Bregó un rato con papelitos húmedos, pero después de un rato descubrió que solo había extendido las cordilleras hasta casi hacerlas pasar por un océano.
—¿Está todo bien allí adentro?
Era Olga. Seguro le había contabilizado el tiempo y ahora se lo añadiría a la jornada del sábado.
—Sí, sí, ya salgo.
Salió para ver la cara de su jefe admirando su pantalón.
—Así no puede salir a atender a los clientes. Debe cambiarse y traer ese pantalón limpio mañana.
—Sí señora.
—¿Es mostaza?
—Sí.
—Tendrá que llevarlo a una tintorería y traerme el recibo, o me veré en la obligación de descontárselo.
—Sí señora.
—Marcela, no sé qué le pasa hoy, si es por todo eso de su amiga en el hospital, pero está reduciendo su productividad de manera significativa. De seguir así, me temo que tendré que recomendar su desvinculación inmediata, ¿me entiende?
—Sí señora.
—Por favor, que no siga. Por hoy solo lo pasaré como un memorando. Vaya y cámbiese. Ahora.
—Sí señora.
De vuelta a la máquina de lattes, pensó en lo sencilla que debía ser la vida para alguien como Estefanía. Nacida en una familia acaudalada, enseñada a no trabajar, pese a que su padre le pagó el mejor colegio y una carrera en una de las mejores universidades “para que estuviese a la altura de su marido”, como ella misma alguna vez le había dicho. No debía preocuparse por dinero, incluso en el caso de que su esposo no pudiera cumplir sus necesidades y caprichos, siempre estaba la abultada billetera de papá y la tarjeta de crédito ilimitada (patrocinada por él) y que, aunque Estefanía lo negara, Marcela sabía que todavía tenía “para casos de emergencia” (que se presentaban no menos de una vez a la semana y siempre cuando pasaba frente a una boutique o tienda de zapatos).
Una mujer como su amiga no tenía que servir café a desconocidos, ensuciarse la ropa con la basura de otros y soportar a una jefe que desahogaba sus frustraciones emocionales con sus subalternos, todo ello para completar lo de una renta en un pequeño apartamento por el que tocaba andar de costado y decidir entre poner una cama o un escritorio que soportara el laptop, de casi ya cinco años de uso, que empezaba a hacerse a cada día más lento con las actualizaciones de software y sistema operativo, en el que tenía una copia pirata del procesador de texto con el que escribía las ficciones “que la sacarían de pobre”, aunque después de casi diez años, todavía no daban para la más nimia consignación en su cuenta bancaria. Por cuarta vez en el día, suspiró. Cómo era posible, se preguntó, que Estefanía no apreciara todo lo que tenía y fuera feliz. No, tenía que arreglárselas para crearse problemas, debía sufrir de alguna manera y, aunque llevase la vida de una princesa, buscar la manera de ser la víctima y aquella por quienes otros sufrían, la causa de que su amiga temiera responder a su propio celular y tuviera que verse, tarde en la noche, para arreglar también los problemas de su amante.