Sergio caminaba de un lado a otro por el pasillo, observado por Marcela, sentada sobre una silla plástica, al costado de un garrafón de agua vacío. Por momentos intercambiaban una mirada, pero al instante se evadían, solo para volverse a encontrar unos minutos después. Vieron a las enfermeras entrar con los gemelos y entonces volvieron a unir sus miradas.
—¿Te parece si vamos por un café? —preguntó Sergio.
Marcela asintió y tomaron juntos el ascensor, en silencio.
La loción de Sergio impregnó el elevador. Era un hombre de casi dos metros, tan grueso que casi ocupaba la mitad del cubículo, reduciendo a su compañera a un costado, contra la pared. Mantenía la cabeza gacha, las manos juntas, el rostro de un niño que ha sido regañado por su padre después de una diablura. Marcela no sabía si compadecerlo o también reprocharle lo que estaba pasando, en lo que la había metido y lo que estaba por suceder. Las puertas se abrieron y todavía en silencio, caminaron hasta la cafetería del hospital. Pidieron dos capuccinos, el de ella descremado.
—¿Qué crees que va a pasar ahora? —preguntó él luego de que se hubieran sentado.
«Puede pasar de todo», pensó Marcela. «Cualquier cosa puede pasar».
—No lo sé —contestó mientras batía el café con la pajita—. Tal vez todo dependa de cómo expliques por qué Fani estaba en tu apartamento cuando se desmayó.
Sergio sopló la bebida. Sus manos eran tan grandes que el desechable parecía la tacita de un juego de niñas entre sus dedos.
—Creo que lo mejor es no darle importancia —dijo después del primer sorbo—. Actuar casual, ¿sabes? ¿Por qué estaba Fani en mi apartamento? —levantó lo hombros, contestándose a sí mismo como si le respondiera a Antonio— Vino porque necesitaba orinar, ya sabes, las embarazadas necesitan orinar a cada rato…
Marcela sacudió la cabeza.
—Es lo más idiota que he escuchado nunca.
—Es que, no sé, a ver, ayúdame.
—Primero, dime la verdad. ¿Iban a hacerlo?
—No sé, ella recién había llegado, acababa de llamarme porque quería que nos viéramos, pero era como si quisiera contarme algo.
—”Algo” que no podía decirte por teléfono —Marcela volvió a sacudir la cabeza y sonreía con ironía—. Ustedes dos, no sé…
Se callaron un momento, sin siquiera mirarse.
—Ibas a prestarle algo. Dime, ¿qué podrías querer prestarle a Fani?
Sergio suspiró y se pasó la mano por el cuello.
—Un libro.
Marcela contrajo el ceño.
—¿Tienes libros en tu apartamento?
Los labios torcidos de Sergio contestaron la pregunta.
—Ya sé —dijo después—. Unas mancuernas. Los dos hacemos ejercicio.
—Sí, eso está mejor. Aunque, una embarazada buscando unas pesas —Marcela arrugó el rostro.
—Para después del embarazo. Hablamos y me dijo que le preocupaba cómo iba a quedar después, le mencioné que debía hacer ejercicio, que no podía perder la rutina y bueno, ahí llegamos a lo de las mancuernas.
—No está mal. Creo que tendremos que quedarnos con eso.
Volvieron su atención sobre las bebidas.
—¿Sabías que iban a ser gemelos? —preguntó Marcela después del último sorbo a su capuccino.
—Creo que nadie lo sabía, ni el propio obstetra. Nunca apareció en las ecografías.
—Nos sorprendió a todos.
—¿Vas a subir, o…?
—Solo a despedirme. ¿Subes conmigo?
—Vamos. También debo irme ya.
Regresaron en el momento en que un médico entraba al cuarto con una brigada de enfermeras y practicantes detrás suyo. A un lado de la puerta, la madre de Estefanía lloraba sobre el hombro de su esposo.
—Se le ha vuelto a bajar la presión —dijo el padre de Estefanía cuando vio los rostros inquietos que lo cuestionaban.
—¿Antonio no ha regresado? —preguntó Marcela.
—Aún no y no creo que sea conveniente llamarlo ahora. Esperemos a que llegue.
Sergio y Marcela se miraron. No era prudente despedirse aún. Tendrían que esperar a que Antonio volviera. Aguardaron sentados en las bancas del corredor, mirando ocasionalmente hacia la habitación y a la madre de Estefanía, que no se había despegado del hombro de su marido.
—Hacen una bonita pareja —dijo Sergio.
Marcela lo miró sin guardarse el reproche.
El médico salió y mientras el pequeño batallón que lo había acompañado se desperdigaba por el pasillo, habló al padre de su paciente. Sergio y Marcela se acercaron. Al ver el rostro iluminado de los padres de Estefanía supieron que no había pasado nada grave.
—Debió ser la emoción al ver a los gemelos —dijo el medico—. Ya está estable. Volveré en una hora para un chequeo.
Antonio apareció por el pasillo cuando el doctor ya se alejaba. Saludó a sus suegros y a Marcela.
—Tengo que hablar contigo —dijo mirando a Sergio.
Marcela huyó, o así lo sintió. Tan pronto escuchó que Antonio llamaba a Sergio, se despidió de una forma más bien escueta, casi corriendo hacia el elevador. Cuando vio que se demoraba unos segundos más, enfiló sus pasos hacia la escalera y así bajó los cuatro pisos que la separaban de la calle. Tomó un taxi, el primero que vio, y cuando escuchó sonar el celular, dentro de su cartera, brincó de la silla con tanta fuerza que asustó al chófer.
—¿Está bien, señorita?
—Sí, sí, ha sido, es que, no esperaba, lo siento.
Sacó el teléfono como si agarrara una serpiente. El reflejo en la pantalla no le permitía ver quién la llamaba y cuando contestó, creyó haber reconocido el número de la madre de Estefanía.
—¿Aló? —contestó, sintiendo que el corazón comenzaba a brincar como si fuera un mono.
—Marcela, ¿cómo has estado? Buenos días. Hablas con Viviana, de la revista Bricolaje.
—Ay, sí, sí, yo, ay, es que, sí, sí, Viviana, claro, ya.
Estaba tan nerviosa que todavía no conseguía hilar una frase completa.
—Marcela, quiero hablarte sobre tu escrito, el que nos enviaste a la revista. ¿Ahora es un buen momento?
No recordaba de qué le hablaban. Apenas empezaba a comprender que no era la madre de Estefanía la que había llamado para preguntarle si había servido de celestina a su hija con Sergio. Demoró un momento en responder.
—¿Aló? ¿Marcela? ¿Me escuchas?
—Sí, sí, ya, lo siento. ¿Me decías?
Vio los ojos del taxista que la miraban con extrañeza, a través del retrovisor. Le devolvió una sonrisa con la intención de tranquilizarlo y que no creyese que había recogido a una loca.
—Marcela, nos gustaría publicar el relato que nos enviaste en nuestra próxima edición física.
—Es una excelente noticia, muchas gracias —miró por la ventana, hacia el día soleado, como si entre el cielo despejado pudiera encontrar la fuerza que requería para hacer la pregunta que necesitaba hacer—. ¿Hay algún tipo de compensación, o retribución económica, por la publicación?
—Marcela, lo sentimos mucho, pero no. La revista recibe cientos de propuesta de forma voluntaria, para ser publicadas sin que podamos dar un p**o a los escritores. Míralo como una oportunidad para dar a conocerte…
Conocía las palabras que venían a continuación y Viviana tenía razón, era una publicación amateur, un emprendimiento editorial que empezaba con los aportes voluntarios y no compensados de los autores. Solo pensó que quizá, tal vez, de pronto esta vez sí vería la primera consignación por su trabajo.
—Sí, entiendo, no te preocupes y tranquila que sigo interesada con la publicación. También, lo mismo, que tengas un excelente día. Adiós. Dos cuadras más adelante —dijo al taxista luego de colgar.
Pagó con el último billete que le quedaba en la cartera y recibió unas monedas que no harían sino ruido en su bolso. Suspiró frente al letrero de Starbucks.
—Marcela, buenos días. El permiso era hasta las 9,30.
—Lo siento, Olga, pero es que mi amiga se agravó por un momento y me tuve que quedar hasta que llegara su esposo.
—Me lo repones el sábado.
«¡Pero qué bruja! Fueron solo quince minutos. ¡Me hace venir el sábado por quince minutos!».
—Claro, Olga, no hay problema. ¿En la mañana?
—No, chica, sabes que la mañana está copada. Te necesito en el turno de la tarde.
—¿Llego quince antes?
—Son veinte, que repones en aseo, no te me hagas.
«Odio este trabajo, odio este trabajo, odio este trabajo».
—Sí, Olga.
El delantal era de una talla menos y pese a que cumplía su tercer mes en el puesto, “los de provisiones” no le habían enviado el adecuado. Estaba convencida de que Olga ni siquiera había pasado la petición. La camisa gris, en cambio, era de una talla superior y cuando combinada las dos prendas se sentía como un bebé gordo forrado con un pañal apretado. Volvió a suspirar frente a la máquina de lattes cuando vio, a través del reflejo plateado del expendedor, a un hombre atractivo que se aproximaba a hacer su pedido. Giró con una sonrisa en su rostro, tan grande y espontánea que, de habérsela visto, Olga la usaría como ejemplo de lo que debía ser el rostro con el que debía ser atendido cualquier cliente.
—Bienvenido a Starbucks. ¿Qué vas a tomar el día de hoy?
Lo normal era decir “¿Puedo tomar su orden?”, pero convencida de que debía sacar un mejor provecho a su trabajo que aquel dinero con el que apenas sobrevivía hasta final de mes, Marcela recibía con “sus palabras especiales” a aquellos clientes con los que fantaseaba dejar su número en el vaso.
—Un frappuccino de cookies and cream —contestó el hombre sobre el que se empezaban a derretir los ojos de Marcela, con una sonrisa que hubiera podido usarse en un comercial de servicios odontológicos.
—¿Te puedo incluir algo más? ¿Un pastel, una galleta, un sánduche, mi número, la dirección de mi apartamento?
Hubiera querido ser así se osada, pero desde luego la pregunta había terminado con la palabras sánduche.
—No, encanto, así está bien. Gracias. ¿Cuánto te debo?
“¿Encanto?”. ¿Debía tomarlo como un flirteo o solo una manera de ser amable?
«—¿Sabes, precioso? Te invito ese frappuccino a cambio de una foto de tu sonrisa de barba incipiente, ojos acaramelados y costoso corte».
Tampoco fue lo que dijo, solo lo que quiso decir. Se limitó a dar el precio con un sonrisa que hubiera sido ideal para enmarcar una campaña de donaciones a un centro de adultos con discapacidad cognitiva.
—Ya te preparo tu bebida.
Cuando tuvo el vaso de frappuccino en la mano, se sintió tentada a tomar el marcador que había en la orilla de la mesa. Decía la leyenda que se servía en el almuerzo, que una vez, en esa sucursal de la multinacional cafetera, una chica atravesó la línea del profesionalismo y garabateó su i********: en un vaso. El cliente no solo era un galán de gimnasio, sino también un exitoso abogado que, después de revisar la extraña inserción en el contenedor de su bebida, invitó a la intrépida dependienta a salir y ahora era ella la que llegaba conduciendo un jaguar a pedir su café. Aunque fuera una historia falsa -que debía serlo-, dejaba una extraordinaria moraleja: “Arriésgate o sigue con tu vida, sirviendo lattes”. Decidida, Marcela tomó el marcador y antes de pasarlo por la máquina, empezó a anotar su número.
—¡Amor! A mí también pídeme uno igual al tuyo.
Por el rabillo del ojo, Marcela vio que el hombre de sonrisa encantadora se apoyaba contra el mesón de la caja registradora.
—Oye, encanto. Mejor que sean dos frappuccinos de cookies and cream.
—Sí, enseguida.
Sobre el número celular al que le faltaban tres dígitos para completar, Marcela sobreescribió el nombre de la bebida. Cuando entregó el pedido, se fijó en la mujer que había llamado “Amor” al primor de manos suaves que ahora recibía la bandeja con los dos frappuccinos. Era una pelinegra alta, con las piernas de una cenicienta a la que están por probarle las zapatillas, el busto ideal de una revista de farándula y el rostro de una modelo de maquillaje.
—¿Estás viendo a la pelinegra? —escuchó que le susurraba alguien a su espalda y casi dio un grito— Es esa, la de la cuenta de i********:.
—¿Qué?
Se giró. Era Paola, una de las dependientas más antiguas.
—La que puso su cuenta en uno de los vasos. Es ella, la recuerdo.
—¿Entonces es verdad?
—Claro que es verdad. Él es el abogado. Se llama Víctor.
—No te creo —Marcela cruzó los brazos, aireada. No sabía si le daba más rabia la metida de pata que estuvo por cometer o el hecho de saber que esas historias eran todas irreales y solo pasaban en la películas.
—Ya te lo pruebo que es real. Señor Víctor —Paola llamó al cliente de los frappuccinos que, para sorpresa de Marcela, giró al escuchar su nombre—. ¿Está satisfecho con el servicio?
Antes de salir, el aludido volvió a sonreír como si lo hiciera para un publicista de cremas dentales y Marcela vio que la pelinegra saludaba, con un simple gesto de sus dedos, a Paola.
—¿Ahora lo crees?
Marcela no había podido ni cerrar la boca.
—No. Todavía no puedo convencerme de que sea cierto.
—Pero si te lo he mostrado. Viste que ella me saludaba.
—No me refiero a eso, que ya te creo —por tercera vez en la mañana, Marcela suspiró—. Lo que no puedo creer es que las historias de películas estén reservadas solo a las que son más bonitas.