Capítulo 1ILESA terminó de arreglar las flores y la iglesia y decidió que se veían muy hermosas. Corría el mes de mayo y era un gran placer disponer de tantas flores. Había no sólo flores características de la primavera, sino también de las que florecían al comienzo del verano.
Echó una última mirada al pequeño altar donde su padre la había bautizado y donde fuera confirmada.
Luego, caminó hacia la puerta.
Se detuvo para admirar de nuevo las azucenas y azaleas doradas que había cortado en el jardín. Sabía que la persona que más las hubiera apreciado habría sido su madre.
No recordaba una sola ocasión en que todas las estancias de la vicaría no estuviesen llenas de flores. Debido a que la gente de la aldea amaba tanto a su madre, siempre la obsequiaban con las primeras flores que brotaban en sus pequeños jardines.
Después de cerrar la puerta de la iglesia, Ilesa descendió del porche y cruzó por entre las antiguas tumbas hacía el portón que conducía al parque.
En la distancia, podía ver Harlestone Hall, la casa donde su padre había nacido y crecido.
El sexto Conde de Harlestone había seguido la tradición inglesa en lo que a sus hijos se refería.
Roland, el mayor, que habría de heredar el título, se había alistado en el regimiento de la familia.
Henry, su segundo hijo, ingresó en la marina real y, por méritos propios, se convirtió en el comandante de un destructor.
Y Mark, el tercero de los varones, siguiendo la tradición profesó en la iglesia, dándosele a escoger una entre las vicarías existentes en los terrenos de Harlestone Hall.
El honorable Mark Harle aceptó esta situación en tanto había sido educado para esperar que así fuera su futuro.
También, desafortunadamente, aceptó la decisión de su padre respecto a con quién debía casarse.
El Conde seleccionó para su hijo mayor a la esposa de un influyente aristócrata que disponía de dinero propio.
Su segundo hijo se negó a ser presionado hasta el matrimonio y permaneció soltero, perdiendo la vida en el curso de una batalla naval durante la cual su barco fue hundido.
Y Mark se casó cuando tenía sólo veintidós años.
Su padre le eligió como esposa a la hija de un hombre que se mostraba muy impresionado por Harlestone Hall y por el Conde mismo.
La joven pareja no tenía nada en común y fue muy desventurada desde un principio.
Aunque nadie lo expresara abiertamente, constituyó un alivio cuando, después de seis años de discusiones y pleitos entre ellos, la esposa de Mark, durante un invierno excepcionalmente frío, contrajo una pulmonía de la que no pudo recuperarse y murió.
Dejó una hija de cinco años que creció con un carácter muy similar al de su madre.
Una vez que Mark quedó libre y transcurrido el habitual año de luto, no perdió tiempo.
Para entonces era ya Vicario de Littlestone y contrajo nuevo matrimonio con la muchacha a la que siempre había amado, pero a la que nunca había podido acercarse. Se trataba de la hija de un terrateniente vecino y se conocieron en las fiestas que ofrecían frecuentemente sus respectivos padres.
Elizabeth era tan hermosa, que Mark creyó que jamás sería admitido por ella. Sin embargo, la realidad era que la muchacha lo amaba desde niña.
Elizabeth había permanecido soltera. Sus padres la querían demasiado como para obligarla a hacer algo que ella no deseara.
Mark y Elizabeth se casaron en forma muy íntima.
Después de una luna de miel de ensueño, se instalaron en Littlestone y se dedicaron a hacer felices a todos los habitantes de la aldea.
Su hija Ilesa nació un año después de su matrimonio. La única tristeza del matrimonio fue que Elizabeth quedó incapacitada para tener más hijos. No obstante, Ilesa los compensó.
Volviendo el recuerdo a su infancia, Ilesa no podía recordar un sólo día en que la vicaría no hubiera estado llena de amor y de felicidad.
Solamente cuando su hermanastra Doreen creció hubo algo que perturbara aquella atmósfera. A imitación de su madre, Doreen estaba siempre deseando cosas que no podía tener.
Constituyó un alivio, por lo tanto, el que su abuelo, el Conde, decidiera llevarla a Londres, a estudiar en un prestigioso internado para señoritas. Después fue enviada a otra escuela de más alta categoría en Florencia. Las dos instituciones, ciertamente, cambiaron por completo la vida de Doreen.
La muchacha siempre había considerado la vicaría como un lugar muy limitado.
No estaba interesada en los aldeanos, ni en nada que se refiriera al oficio de su padre.
Mientras vivió el viejo Conde, pasó la mayor parte de su tiempo en Harlestone Hall.
Le encantaban las amplias habitaciones y los altos techos. Siempre que le era posible, dormía en una de los dormitorios más elegantes, con sus enormes camas de cuatro postes.
—¡Me gusta la grandeza!— le decía a su pequeña hermanastra, que no entendía lo que quería decir con eso.
Por fin, a los diecisiete años, Doreen fue presentada en Londres como debutante en sociedad. Fue amadrinada, en el Palacio de Buckingham, por una de las hermanas del Conde que no tenía hijas. Al finalizar su primera temporada social, Doreen se casó con Lord Barker.
Tal hecho fue considerado como un excelente matrimonio, a pesar de que él era mucho mayor que ella.
Desde aquel momento, su padre, su madrastra y su hermanastra casi no la volvieron a ver. Sin embargo, tampoco, la echaron de menos, por la simple razón de que Doreen siempre fue ajena a cuanto acontecía en la vicaría.
Elizabeth Harle había tratado de todas las formas posibles de ser una madre para su hijastra. Pero sabía, en su interior, que ése constituyó el gran fracaso de su vida. Cuando murió, hacía ya dos años, Doreen ni siquiera acudió al funeral. Se limitó a enviar una corona de flores, un tanto exagerada por su tamaño. Resultaba inadecuada entre los más pequeños, pero amorosos tributos que habían sido enviados por la gente local. Había pequeños ramilletes de flores de los niños de la aldea, que a Ilesa le conmovieron.
Debido a que era de conocimiento público lo mucho que le gustaban las flores a Elizabeth Harle, toda la gente de los alrededores contribuyó con ramos. Desnudaron sus jardines de hojas y de capullos, como un homenaje a la fallecida.
Pero para Mark Harle aquello fue un golpe brutal. Le resultaba difícil creer que había perdido a la mujer a la que amaba tan profundamente.
Ilesa lo comprendía, pero era muy poco lo que podía hacer para consolarlo. Sólo trató, en todas las formas en que le fue posible, procurar ocupar el lugar de su madre.
Arreglaba las flores de la iglesia, visitaba a los enfermos del pueblo y consolaba a los más desdichados. También trató de encontrar algún empleo para los jóvenes que habían terminado la escuela.
Un año antes, el nuevo Conde Harlestone cerró la llamada Casa Grande.
Aquello supuso un desastre para la aldea. Pero era una decisión en cierto modo razonable, ya que Roland había sido nombrado gobernador de la Provincia de la Frontera Noroeste en la India. Esto significaba que había de vivir en aquel país los siguientes cinco años.
—Es inútil, Mark— le había dicho a su hermano—. No puedo permitirme el lujo de mantener la casa abierta y, al mismo tiempo, cubrir mis gastos en la India, que serán muy numerosos.
—Y qué va a ser de la gente que siempre ha trabajado aquí?— le preguntó Mark—. Algunos de ellos llevan más de treinta años a nuestro servicio.
—Lo sé, lo sé— replicó su hermano Roland con irritación—. ¡Pero no dispongo del dinero suficiente para mantenerlos!
Los dos hermanos se habían pasado toda la noche hablando.
Por fin, a insistencia del Vicario, el Conde aceptó retener a cuatro de los sirvientes más antiguos para que actuaran como cuidadores de la casa.
Watkins, el jefe de los jardineros, y Oakes, el jefe de los guardabosques, se quedarían en sus correspondientes casitas.
—Estoy seguro de que puedo encontrarles algún trabajo— dijo el Vicario—. Mientras tanto, yo les pagaré su pensión, lo cual evitará que se mueran de hambre.
—Tú sabes que no tienes dinero para hacer eso!— protestó Roland—. Lo mejor que podemos hacer es vender algo.
Su hermano lo miró lleno de consternación.
—¿Vender?— preguntó—. Pero si todo está protegido por ley para que pase a tu heredero.
—Debe haber algunas cosas que no le estén— insistió el Conde—. Y deben existir algunas parcelas de tierra remota, de las que podríamos deshacernos, aunque no obtendremos mucho por ellas.
Finalmente, de algún modo, el Conde encontró la manera de garantizar las pensiones de Watkins y de Oakes.
El Vicario alentó al jardinero a cultivar frutas y hortalizas que podría vender en el mercado local.
Oakes, por su parte, debía impedir que las alimañas invadieran los alrededores, y podría también vender los conejos, pichones y patos que pudiera cazar.
—No les producirá mucho dinero— le dijo Mark a su hermano—, pero tal vez sí lo suficiente para pagar a un joven ayudante. Cuando menos, eso los mantendrá ocupados.
Lanzó un profundo suspiro al añadir:
—No sé qué va a hacer el resto del pueblo. Como tú bien sabes, Roland, la gran ambición de los jóvenes ha sido siempre entrar a trabajar en la Casa Grande.
—¡Lo sé, lo sé!— asintió Roland—. Pero yo no puedo rechazar el cargo que se me ha ofrecido, lo cual es un gran honor, sólo porque el pueblo quiere que me quede en Inglaterra.
Trató de expresarse con naturalidad, pero había una nota de amargura en su voz.
—El verdadero problema— señaló Mark en tono apaciguador— es que los Harle nunca hemos sido muy ricos, que digamos. Y Papá fue un poco despilfarrador, sobre todo en lo que a caballos se refería.
—Eso es verdad— reconoció el Conde—. Yo sugiero que elijas los dos caballos que más te gusten y venderé los demás.
—Tienes que hacer eso realmente? Es una lástima, cuando hay una selección tan extraordinaria en la caballeriza en estos momentos.
El Conde hizo un gesto de impotencia y dijo:
—Lo sé, pero no me puedo llevar los caballos conmigo a la India, y ya estarán muy viejos cuando regrese.
Por fin, el Vicario se quedó con cuatro caballos y el resto fue vendido.
Ilesa lloró cuando vio que se los llevaban.
A la muchacha siempre le habían permitido que montara los caballos que quisiera de la caballeriza de su abuelo.
Había llegado a amar mucho a los animales y no había nada que no fuera capaz de hacer con ellos.
—La señorita Ilesa tiene una mano especial para los caballos— solían decir los mozos de cuadra.
No le impedían montar los más difíciles, y ni siquiera aquéllos que todavía no estaban completamente domados. Sabía que tenía, como los mozos comentaban, una mano muy especial con los animales. Los caballos la obedecían ciegamente. Sin duda alguna, Ilesa sabía tratarlos.
Lo único que se sacó en limpio al cierre de Harlestone Hall fue que, cuando menos, no se le rentó a un desconocido.
—Si no pudiera yo cabalgar por el parque, nadar en el lago y leer los libros de la biblioteca, creo que me quedaría ciega de tanto llorar— le dijo Ilesa a su padre en una ocasión.
—Lo sé, cariño— repuso el Vicario—, y debemos sentirnos agradecidos de que, aunque esté cerrada para todos los demás, la casa haya quedado abierta para nosotros.
Sin embargo, el paso de los años estaban dejando sus huellas en la construcción. Las puertas de madera y los marcos de las ventanas necesitaban repintarse. El jardín, sin nadie que lo atendiera, empezaba a verse como una viña. Los lechos de las flores, siempre tan hermosos, comenzaban a desaparecer entre la hierba mala.
Ilesa tenía que hurgar entre la maleza para cortar las flores que todavía lograban abrirse paso entre ella.
Por otra parte, dos de los invernaderos estaban en peligro de derrumbarse.
No venía al caso urgir a su padre que los hiciera reparar.
—Tu tío estará en la India, cuando menos, dos años más— solía decir el Vicario.
Ilesa continuaba yendo a la biblioteca en busca de los libros que quería leer.
Contemplaba los cuadros colgados en las paredes y pensaba en lo maravillosos que quedarían si los limpiara con asiduidad.