CAPÍTULO UNO-1

2074 Words
CAPÍTULO UNO Caitlin Paine siempre tuvo miedo del primer día de clases en una escuela nueva. Ocurrían situaciones relevantes, como conocer nuevos amigos, los nuevos maestros o aprender adónde llevan los pasillos. Pero también habían situaciones más triviales, como conseguir un casillero nuevo, el olor de un lugar diferente y sus sonidos. Pero más que cualquier cosa, le aterrorizaban esas descaradas miradas. Cada vez que llegaba a un sitio que no conocía, sentía que la gente la observaba. Todo lo que ella quería era el anonimato, y sin embargo, nunca lo conseguía. Caitlin no entendía qué la hacía tan llamativa. Con apenas metro y medio, no era particularmente alta; su cabello y ojos cafés, sumados a un peso promedio, la hacían verse común y corriente. Ciertamente no se sentía hermosa como se veían las otras chicas. Tenía dieciocho años pero lucía algo mayor, aunque no lo suficiente como para hacerla sobresalir. Había algo más. Había algo en ella que siempre provocaba que la gente volteara más de una vez a mirarla. En el fondo sabía que era diferente, solo que no estaba segura del por qué. Si acaso existía algo peor que el primer día, era empezar el curso a mitad del período, cuando todos ya había tenido el tiempo para hacer amistades. Hoy, este primer día, a mediados de marzo, iba a ser el más terrible de todos, podía presentirlo. No obstante, ni siquiera en sus peores pesadillas imaginó que sería así de malo. Nada de lo que había visto —y vaya que había visto bastante— la pudo preparar para algo así. Caitlin estaba parada frente a su nueva escuela, la preparatoria pública de Nueva York. En esa helada mañana de marzo se preguntaba: “¿Por qué yo?” Su ropa no era apropiada para el frío: sólo un suéter y una calza. Tampoco estaba preparada en lo absoluto para el ruidoso caos que le dio la bienvenida, había cientos de chicos allí, gritando, vociferando y empujándose unos con otros. Parecía el patio de una prisión. Todo era ruido. Todos allí reían escandalosamente, maldecían y se empujaban con rudeza. De no haber detectado algunas sonrisas y risitas burlonas, habría pensado que se trataba de una refriega masiva. Ellos tenían tanta energía y Caitlin, por el contrario, exhausta, con frío y desvelada no podía entender de dónde provenía ésta. Cerró los ojos y deseó que todo desaparezca. Buscó en sus bolsillos y sintió algo: su iPod. “Sí.” Se colocó los audífonos, los encendió. Necesitaba ahogar todo el barullo exterior. Pero no escuchó nada. Miró y se percató de que la batería se había agotado. “Perfecto.” Revisó su celular con la esperanza de encontrar algo que la distrajera, cualquier cosa. “No hay mensajes nuevos.” Cuando volvió a alzar la vista, vio un mar de rostros nuevos, y se sintió sola. Pero no porque ella fuera la única chica blanca, de hecho, lo prefería así. Algunos de sus amigos más cercanos en las otras escuelas eran negros, latinos, asiáticos e hindúes, en tanto que varios de sus enemigos más acérrimos habían sido blancos. No, no se trataba de eso. Se sentía sola porque el entorno era urbano. Estaba parada sobre concreto. Cuando entró a la zona recreativa se escuchó un ruidoso timbre y Caitlin tuvo que atravesar unos grandes portones de metal. Ahora estaba encerrada, enjaulada tras las gigantescas puertas coronadas con alambre de púas. La sensación era la de estar en una cárcel. Ver esa enorme infraestructura y los barrotes en todas las ventanas, cual celdas, no mejoró su ánimo.. Generalmente ella se adaptaba con facilidad a cada nueva escuela, sin importar su tamaño. Pero en todos los casos, se trató de colegios en las afueras de la ciudad. En todas ellas había césped, árboles y cielo. Aquí sin embargo, todo era ciudad. Sentía que no podía respirar. La aterraba. Un segundo timbrazo y arrastró los pies hacia la entrada junto a los otros cientos de chicos. Una muchacha, más bien gorda la empujó con brusquedad e hizo que se le cayera su diario. Se agachó a levantarlo (desordenando su cabello), alzó la mirada buscando a la chica que se disculpaba, pero no vio a nadie, no la vio más, se había ido con el resto del enjambre. Escuchó risas, pero le fue imposible determinar si eran por ella.. Se aferró a su diario, la única cosa que la hacía sentir real. La había acompañado a todas partes. Lo usaba para hacer notas y dibujos de todos los lugares que visitaba; era el mapa de su niñez. Por fin llegó a la entrada. Ahí tuvo que apretujarse entre los otros para poder ingresar. Aquello era como subir al metro en hora pico. Creyó que adentro sentiría un poco de calor, pero las puertas que se quedaron abiertas tras ella, dejaban pasar una corriente de aire helado que le llegaba directamente a la espalda, y el frío lo sentía aún peor. Un par de enormes guardias de seguridad estaban parados en la entrada, y los flanqueaban dos policías de la ciudad de Nueva York, vestían uniforme completo y portaban ostentosamente sus armas. —¡No se detengan! —ordenó uno de ellos. Caitlin no podía imaginar por qué dos policías armados habrían de cuidar la entrada de una preparatoria. El temor que sentía creció se acrecentó cuando levantó la vista y se percató de que tendría que pasar por un detector de metales, iguales a los que se usan para la seguridad en los aeropuertos. A cada lado del detector, otros cuatro policías armados, y dos guardias de seguridad más. —¡Vacíen sus bolsillos! —gritó con brusquedad uno de ellos. Caitlin notó que todos sacaban los objetos de sus bolsillos y los depositaban en pequeñas charolas de plástico. Los imitó de inmediato y entregó su iPod, la billetera y las llaves. Pasó por el detector, arrastrando los pies, y se activó la alarma. —¡Tú!—le gritó un guardia—. ¡Colócate a un lado! “Por supuesto.” Los demás se le quedaron viendo mientras levantaba los brazos y el guardia pasaba el detector manual a lo largo de todo su cuerpo. —¿Llevas puesto alguna joya? Caitlin se palpó las muñecas y el cuello. De pronto recordó: su cruz. —¡Quítatela! —le dijo el guardia groseramente. Era el collar que le había dado su abuela antes de morir; una pequeña cruz de plata que tenía grabada una frase en latín que nunca tradujo. Su abuela le dijo que a ella se la había dado su propia abuela. Caitlin no era religiosa, y en realidad no entendía bien el significado de todo eso, lo que si sabía, es que la joya tenía cientos de años; de hecho, era el objeto más valioso que poseía. Sacó la cruz de su blusa y la mantuvo arriba, pero no se la quitó. —Preferiría no hacerlo —respondió. El guardia la miró con una frialdad parecida al hielo mismo. De pronto una conmoción. Todo mundo gritó cuando un policía sujetó a un muchacho alto y delgado, lo empujó contra el muro y lo despojó de una navaja que traía en el bolsillo. El guardia de seguridad fue a ayudar al policía y Caitlin aprovechó para deslizarse entre la multitud que caminaba por el pasillo. “Bienvenida a la escuela pública de Nueva York”, pensó Caitlin. “Genial.” Y comenzó a contar los días que faltaban para graduarse. Aquellos corredores eran los más amplios que había visto. Parecía imposible imaginar que alguna vez podrían llenarse, y sin embargo, estaban repletos de chicos que caminaban hombro contra hombro. Debían ser miles de personas caminando en esos pasillos; el mar de rostros se extendía y parecía no tener fin. Aquí, el ruido era mucho peor; rebotaba en los muros y se concentraba. Quería cubrirse las orejas, pero ni siquiera había espacio para levantar los brazos. De pronto, sintió claustrofobia. Sonó la campana y la energía se incrementó. “Ya voy retrasada.” Revisó una vez más la tarjeta de su clase y finalmente, vio a lo lejos el salón que le correspondía. Trató de atravesar el mar de cuerpos, pero no lograba avanzar. Después de varios intentos, se dio cuenta de que tenía que ser agresiva. Comenzó a golpear a los otros con los codos y a avanzar a empellones, empujando cuando la empujaban. Uno a uno los dejó atrás. Caitlin logró pasar por entre los jóvenes que llenaban el amplio pasillo y empujó la pesada puerta del salón de clases. Se preparó para enfrentar todas las miradas dirigidas a ella, la chica nueva que había llegado tarde. Imaginó que el maestro la regañaría por interrumpir en el silencio del salón. Pero quedó atónita al descubrir que no sería así en lo absoluto. Aunque la sala estaba diseñada para albergar treinta alumnos, había cincuenta, estaba repleto. Algunos de los chicos ya estaban en sus asientos, otros caminaban por entre los bancos gritándose. La escena era muy violenta. A pesar de que la campana había sonado hacía cinco minutos, el maestro, despeinado y con el traje arrugado, ni siquiera había comenzado la clase. De hecho, estaba sentado con los pies sobre el escritorio, leyendo el periódico e ignorando a todos. Caitlin se acercó a él y colocó su nueva credencial de identificación sobre el escritorio. Se mantuvo de pie ahí y esperó a que el maestro la mirara, pero él no lo hizo. Finalmente, aclaró la garganta. —Disculpe. El maestro bajó su periódico de mala gana. —Soy Caitlin Paine. Soy nueva. Creo que tengo que entregarle esto. —Yo solo soy un suplente —le contestó y levantó de nuevo el periódico, ignorándola. Ella permaneció ahí confundida. —Entonces —preguntó—, ¿usted no registra la asistencia? —Tu maestro va a regresar el lunes —contestó con brusquedad—. Él se encargará de eso. Al darse cuenta de que la conversación había terminado, Caitlin recogió su credencial. Volteó y miró el salón. El caos continuaba. Si acaso había algo bueno en esta situación, era que, por lo menos, nadie la había notado. Parecía no importarles lo que sucedía, ni reparar en su presencia. Por otro lado, mirar desde allí el salón repleto era muy angustiante pues no había ningún lugar vacío para sentarse. Se puso fuerte, y apretando contra ella su diario, caminó con vacilación por uno de los corredores. Por momentos se estremecía al avanzar entre los chicos que se gritaban entre sí con cinismo. Cuando llegó al fondo del salón pudo ver el panorama completo. No había un solo asiento vacío. Se quedó ahí de pie, sintiéndose estúpida. Entonces, se dio cuenta de que los otros chicos comenzaron a notarla. No sabía qué hacer. Por supuesto, no iba a permanecer en ese lugar de pie toda la clase, y al maestro sustituto no parecía importarle. Volteó y volvió a revisar el salón, sin éxito. A unos pasillos de distancia, escuchó risitas y estuvo segura de que se burlaban de ella. No vestía como los demás y tampoco lucía como ellos. Se ruborizó y sintió que estaba llamando demasiado la atención. Cuando estaba a punto de abandonar el salón, y tal vez, incluso la escuela, escuchó una voz. —Aquí. Caitlin volteó. En la última hilera, junto a la ventana, había un chico alto parado junto a banco. —Siéntate —dijo—. Por favor. Se hizo un silencio momentáneo en el salón mientras los otros esperaban ver cómo reaccionaría ella. Caminó hacia él. Trató de no mirarlo directamente a los ojos —a sus grandes y brillantes ojos verdes—, pero no pudo evitarlo. Era encantador. Tenía una piel suave y aceitunada que hacía imposible saber si era n***o, latino, blanco o alguna especie de combinación. Jamás había visto una piel tan tersa y una mandíbula tan bien definida. Era delgado, de cabello corto y castaño. Había algo en él que estaba tan fuera de lugar… Parecía frágil, como un artista, tal vez. Era realmente difícil que un chico le impactara tanto. Había visto a sus amigas enloquecer por alguien, pero era algo que ella en realidad no comprendía bien. Hasta ahora. —¿Y dónde te vas a sentar tú? —preguntó Caitlin. Trató de controlar su voz, pero no sonaba convincente. Esperaba que él no advirtiera lo nerviosa que estaba.
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