El sutil sonido de las manecillas del reloj de pared comenzaba a causar en mí una sensación de ansiedad y zozobra, sabía qué era exactamente lo que me tenía en aquel estado. Poco a poco se acercaba la hora en la que Fernando, mi mejor amigo llegaría y yo, como buena amiga, debía ir a recibirlo a la estación del tren. Se lo había prometido desde que él había partido hace ya tiempo y no podía fallarle, sobre todo porque vivía recordándomelo con frecuencia. Había pasado mucho tiempo desde que se fue a estudiar a Alemania y solamente nos comunicábamos por medio de cartas; cartas que almacené en mi baúl con mucho recelo, ya que nadie debía saber la extrema confianza que él y yo nos profesábamos, tenía temor de que todos comenzaran a sospechar de mis verdades, incluyendo a Fernando, al que siem