Un secreto entre los dos
La pequeña casa de Hugo estaba lejos de ser lujosa, pero para Sofía, ese modesto espacio se sentía como el único refugio verdadero en el que podía ser ella misma. Las paredes sencillas, la cocina cálida con el aroma de café recién hecho y las luces tenues al atardecer creaban una atmósfera acogedora que la hacía sentirse en casa, mucho más que la mansión que compartía con sus padres. A pesar de la humilde apariencia, para Sofía, estar ahí, junto a Hugo, era el verdadero lujo.
Esa tarde, Hugo se encontraba cerca de ella, acariciando suavemente su cabello mientras ambos se encontraban acurrucados en el sofá. Sus ojos brillaban con un amor que, aunque a veces parecía demasiado grande para lo que el mundo esperaba de ellos, era real. Era un amor puro, sin barreras, algo que no podían negar, aunque lo intentaran.
Hugo, con una delicadeza que Sofía jamás había experimentado, la miraba con una mezcla de ternura y deseo. Sabía lo mucho que ella significaba para él y sentía que no podía dejar pasar la oportunidad de demostrarle cuánto la amaba.
—Sofía... —murmuró él, su voz suave, como si cada palabra fuera un suspiro—. Eres todo para mí. No quiero que nada nos separe, no quiero que me dejes nunca.
Sofía lo miró, sintiendo cómo su corazón latía más rápido. ¿Cómo había llegado a amar a este hombre con tal profundidad? La respuesta era simple. Era Hugo, su refugio en medio de un mundo que no entendía su amor.
Sin embargo, un nudo en el estómago la inquietaba. El amor que sentían el uno por el otro debía permanecer en secreto. Cada tarde, mentía a sus padres, diciendo que tenía que estudiar o que saldría con amigas para poder robar esos momentos a escondidas con él. Cada abrazo, cada beso robado, era una victoria en un campo de batalla que ellos no entendían.
Esta tarde, como tantas otras, Hugo la abrazó con la misma devoción que siempre le ofrecía, y sus labios se encontraron en un beso lleno de promesas y de anhelos. Un beso que no necesitaba ser explicado, porque en ese momento, con él, Sofía no necesitaba nada más. Nada más que este amor tan puro y tan secreto.
Ambos se perdían en el otro, sumidos en una pasión que no podían dejar escapar, sin importar lo que la sociedad pensara de ellos. Pero al final, algo siempre los detenía. La realidad. Y la realidad era que, aunque se amaban con todo su ser, vivían en mundos diferentes.
De repente, el sonido del teléfono de Sofía interrumpió la calma del momento. Hugo se apartó ligeramente, y ella contestó el llamado. No era común que la llamaran a esa hora, y al ver el nombre de su madre en la pantalla, un sentimiento de inquietud se apoderó de ella.
—¿Hola? —dijo con tono tranquilo, pero sabía que algo no estaba bien.
Al otro lado de la línea, la voz de Martha, su madre, estaba temblorosa.
—Sofía, ¿dónde estás? —preguntó con un tono que denotaba preocupación, pero también algo más. Algo que Sofía no pudo identificar al principio.
—Estoy... estoy fuera, mamá. ¿Por qué? ¿Pasa algo?
—Ven ahora mismo a casa. Tu padre está mal. —La voz de Martha se quebró, y Sofía notó la tensión que la envolvía—. No quiero que me hagas esperar más.
El corazón de Sofía dio un vuelco. Se levantó rápidamente, dejándose llevar por el miedo. Sin dar explicaciones a Hugo, salió corriendo de la casa, con las manos temblorosas, el rostro pálido y una angustia que se apoderaba de cada paso que daba.
Cuando llegó a la mansión, la puerta estaba abierta, lo que solo aumentó la sensación de alarma. Al entrar, se encontró con toda la familia reunida en la sala. La primera imagen que vio fue la de su madre, Martha, llorando desconsolada en el sofá, algo completamente fuera de lugar para una mujer como ella, que siempre mantenía una fachada de control absoluto.
Sofía corrió hacia ella.
—Mamá, ¿qué está pasando? —preguntó, preocupada, tomando las manos de su madre entre las suyas.
Martha la miró con un aire de tristeza, pero sus lágrimas no eran las de una madre preocupada por la salud de su esposo. Sofía podía ver la diferencia. Las lágrimas de Martha eran por algo más, por algo que no tenía que ver con el bienestar de Héctor.
—Tu padre... —empezó, su voz quebrada—. Ha tenido un pre-infarto. Se desmayó al enterarse de que la empresa está en bancarrota. Todo está perdido, Sofía... todo.
Sofía se quedó paralizada, incapaz de asimilar la información. La empresa. Todo perdido. Un nudo se formó en su garganta, pero aún así, la prioridad para ella era su padre. Sin pensarlo, se dirigió rápidamente hacia su habitación, donde su padre descansaba, con la respiración entrecortada.
Lo encontró acostado en la cama, pálido y cansado. Su madre no lo había dejado ni un momento, pero Sofía lo sabía, lo intuía: para Martha, la empresa estaba por encima de la vida de su marido. Para ella, la caída de la empresa significaba perder la distinción social que tanto le importaba.
Sofía se acercó a su padre, le acarició la frente y susurró:
—Papá, por favor, recupérate. Yo estaré aquí. No te preocupes por nada más, solo por ti.
A pesar de la gravedad de la situación, en su corazón Sofía se sentía dividida. Sabía que lo de la empresa era importante, pero no podría esperar más para hacer lo que realmente le preocupaba: cuidar a su padre, quien la había criado con amor y sacrificio, a pesar de las presiones de su madre.
Mientras la angustia llenaba el aire, Sofía se preguntaba cómo iba a poder enfrentar todo lo que venía: el futuro incierto de la empresa, la posible recaída de su padre, y el amor que sentía por Hugo, que cada vez se volvía más prohibido.
El amor no se entiende por razones, solo por sentimientos. Y, mientras su madre seguía lamentando la pérdida de estatus, Sofía no podía dejar de pensar en lo único que verdaderamente importaba para ella: Hugo y su padre.