La lluvia golpeaba con insistencia la ventana del consultorio mientras yo me quedaba absorta, mirando a través del vidrio empañado. Una sensación de vacío y agotamiento me invadía, una mezcla de desesperanza y monotonía que me acompañaba día tras día. Cada rostro, cada pregunta repetida, me sumergía más en mi propio abismo. Hoy no era la excepción. Mis pensamientos me atormentaban, el cansancio de doce horas de turno me agobiaba y, aunque sabía que en casa solo me esperaría mi perrita Lulú, no podía evitar sentirme sola.
Finalmente, la voz temblorosa de la señora Wistons me sacó de mi ensimismamiento.
—Doctora, dígame, ¿me voy a morir? —La expresión de la señora Wistons era de pánico, pero ya había visto esa imagen antes, varias veces.
—¡No!, no se va a morir, solo necesita descansar unos cuantos días en casa, no se preocupe, todo saldrá bien —le ofrezco una sonrisa forzada. Todos los días la misma situación, y en este estado en el que me encuentro me gustaría decirle: sí, se va a morir, ¡todos nos vamos a morir!
—Es que me preocupa que las medicinas no me hagan efecto —sus manos temblaban al hablarme.
—Sí, señora Wistons , sí le harán efecto las medicinas. Ahora váyase confiada y tranquila, que a sus 70 años tendrá una vida larga y saludable —La señora Wistons me miraba con una sonrisa; siempre estaba enferma y casi todos los días iba al consultorio donde yo trabajaba, haciendo las mismas preguntas. Pero no era la única; mis pacientes parecían tener el mismo perfil, los veía continuamente, siempre con los mismos miedos, siempre hablando del temor a morir, como si yo fuera una salvadora. Simplemente soy una médica, y me pagan muy bien por serlo, pero me desesperan. No viven plenamente por estar preocupados por el temor de perder la vida. ¡Qué ridículo! Al final del camino, todos nos vamos a morir.
Aunque no era la persona más indicada para hablar de vivir plenamente, y no precisamente por mi temor a morir. Al fin y al cabo, ya estaba muerta en vida…
Después de doce largas horas de turno, me preparo para irme a casa. Allí solo me espera mi perrita Lulú. Mi esposo, desde que asumió el cargo como gerente de la sucursal de la empresa de transportes de su padre, no hace más que viajar. De todas formas, ni siquiera tenemos tiempo para vernos.
Al llegar a casa, me dejo caer en el sofá, sintiendo un agotamiento más profundo que de costumbre. Me levanto lentamente y me dirijo al espejo del baño. Mi reflejo me devuelve la imagen de alguien que apenas reconozco: pálida, con ojeras profundas, el cabello sin vida y ganando peso por una dieta descuidada y la falta de ejercicio. Ser médica y tener una buena situación económica no significan nada si me falta lo más importante: el amor propio.
De repente, suena mi teléfono. Es la videollamada diaria.
—¡Hola, cariño! ¿Cómo estás? ¿Me extrañaste? —la voz de mi esposo suena animada, pero se siente distante, como si no le importara de verdad.
—Hola, Gerö. Claro que te extrañé, te extraño todos los días. ¿Cuándo vas a volver a casa?
—Mi linda, aún no lo sé. Los negocios aquí se están complicando más de lo esperado. Ya sabes cómo es mi padre, todo tiene que ser perfecto, y bueno, parece que tendré que quedarme unas semanas más, quizás dos o tres. Espero que no te moleste.
Siempre era lo mismo: mi esposo viajando constantemente y nuestro matrimonio sin sentido. Nos veíamos dos veces al mes, si teníamos suerte. Lo amaba, me casé con él hace diez años, cuando era joven y estaba perdidamente enamorada. Los primeros años fueron maravillosos, pero ahora solo queda la rutina y la distancia entre nosotros.
—Sí me molesta, Gero. Creo que eso no te importa, ¿verdad? —digo, desviando la mirada de la cámara. Mis ojos están a punto de explotar, un nudo se forma en mi garganta. No solo mi piel está marchita, también mis ojos. ¡Siento unas ganas inmensas de llorar!
—Ay, pequeña, claro que me importa, pero ya verás, cuando esté allá me quedaré contigo unas tres semanas y te haré feliz. Programa tus vacaciones para esas fechas, pasaremos un buen tiempo juntos. Bueno, linda, tengo que irme, te quiero —mi esposo me manda un beso con su mano y ni siquiera me da tiempo para responder.
Me quedo mirando la pantalla del teléfono, sintiendo una mezcla de frustración y tristeza. Sus palabras suenan vacías, como promesas que ya he escuchado demasiadas veces. La soledad se apodera de mí, y me pregunto si realmente alguna vez volveremos a ser lo que fuimos.
Apago el teléfono y suspiro profundamente. La casa está en silencio, solo interrumpido por el suave ronroneo de mi perrita Lulú, que se acurruca a mis pies, brindándome el único consuelo que me queda. Las lágrimas comienzan a caer, liberando un poco del peso que llevo dentro.
Me levanto y me dirijo a la cocina, buscando algo para cenar. Mientras preparo una simple ensalada, mis pensamientos vuelven a la rutina diaria, a los pacientes que veo todos los días y a la monotonía que se ha apoderado de mi vida. Me pregunto si alguna vez encontraré la manera de salir de este ciclo interminable de trabajo y soledad, si alguna vez recuperaré el amor propio que tanto necesito.
Finalmente, me siento a la mesa con mi ensalada, sola una vez más, y empiezo a comer en silencio, mientras las sombras de la noche se cierran alrededor de mí.
Mientras tanto, al otro lado del telefono:
—¿Cuándo te vas a divorciar, Gerónimo? Estoy cansada de esta situación.
—Mi amor, es que entiéndeme. Tengo un gran patrimonio con Margaret. Si llego a divorciarme de ella, es posible que se quede con todo, ¿y sabes? Tú y yo no tendríamos nada para disfrutar. Debes darme tiempo, necesito pensar con claridad qué puedo hacer.
—Llevas casado con esa simplona diez años. Nosotros ya llevamos dos años juntos y, aunque sé que trabajas aquí y vives conmigo, no tolero que sigas casado. ¡Yo quiero ser tu mujer!
—Ay, mi amor, ahora no es tiempo para cantaletas. Ven, mejor dame, amor, que tengo un buen regalo para ti —Gerónimo saca de su bolsillo un hermoso collar y se lo muestra a su amante. La tenía convencida con lujosos detalles. Ella, una joven de 22 años a la que había conocido en uno de sus viajes se había enamorado perdidamente de él.
Mientras tanto, Margaret, lejos de imaginar la traición de su esposo, se dedicaba de manera abnegada a su trabajo. Siempre anhelaba el momento en que él llegara a casa y la hiciera sentir amada, pues se conservaba sólo para él.