¡Quiero el divorcio!

1824 Words
Después de un día agotador, Julia finalmente regresó a su hogar, sintiéndose completamente exhausta. Con un suspiro de alivio, se quitó los zapatos gastados y los lanzó descuidadamente a un lado, sin preocuparse por el desorden que estaba creando. A medida que sus pies descalzos tocaban el suelo de loza frío, una sensación de frescura se apoderaba de ella, penetrando en lo más profundo de su cansancio físico. Sin embargo, a pesar de este breve alivio físico, algo en su mirada había cambiado drásticamente desde hace dos años. Antes, al cruzar el umbral de su hogar, era recibida por la dulce imagen de su hijo pequeño corriendo hacia ella, llenándola de besos y abrazos llenos de alegría. Esos efusivos gestos de amor infantil solían ser un bálsamo para su agotamiento diario, disipando cualquier rastro de cansancio y envolviéndola en una cálida sensación de felicidad. Pero ahora, esa imagen reconfortante había desaparecido. La ausencia de su pequeño se hacía evidente en el aire, como un vacío palpable que se extendía por cada rincón de la casa. La tristeza se reflejaba claramente en su rostro, dibujando líneas de preocupación y añoranza. Sus ojos, una vez radiantes y llenos de vida, ahora parecían opacados por la sombra de la melancolía. Mientras recorría las habitaciones silenciosas y vacías de su hogar, los recuerdos acudían en tropel, abrumándola con su poder emotivo. Podía ver vívidamente las escenas del pasado, como si se desplegaran frente a ella en una proyección cinematográfica. Recordaba cómo solían jugar juntos en el jardín, riendo a carcajadas mientras el sol iluminaba sus rostros llenos de alegría. Los momentos compartidos en familia, las risas contagiosas y los abrazos reconfortantes, todo parecía tan vívido y cercano en su memoria. Pero ahora, esos momentos de felicidad parecían haberse desvanecido en la distancia. La rutina implacable, las responsabilidades abrumadoras y las circunstancias cambiantes habían dejado su huella en la vida de Julia y en la dinámica familiar. La vida se había vuelto más complicada y agotadora, y la inocencia y la alegría desenfrenada de aquellos días parecían pertenecer a una época lejana y casi irrecuperable. Julia continuó caminando por su hogar, dejando que los recuerdos fluyeran a través de ella, mezclándose con la tristeza y la añoranza. Sabía que las cosas habían cambiado y que nunca volverían a ser como antes. Era doloroso y triste haber perdido a su pequeño hijo, era como si hubiera perdido una parte fundamental de su vida. Su rayito de luz había tenido una vida muy corta, tres años, solo tres añitos, fue la fecha máxima que Dios le dio. Se había convertido en un pequeño y hermoso ángel, que desde el cielo los contemplaba. Durante esos dos años, se había sumergido en el trabajo, esperando que este cubriera aquella ausencia, olvidando que tenía un esposo, incluso una hija por la cual velar. Por más que se lo decían, que debía dejar de lado aquella pérdida, le era imposible olvidar a su hijo muerto. Soltando un suspiro se sentó en el salón, encendió la televisión y contempló el programa. El silencio que había minutos atrás desapareció, pues el volumen de la televisión llenó el espacio frío y vacío de aquella sala. La puerta se abrió, dejando ingresar aquella pequeña de nueve años que arrastraba una maleta escolar, rosada con grandes dibujos de Barbie, y provocando un sonido que se unió al de la televisión. Valentina o (Val) como solían llamarle sus padres, se acercó a Julia, la abrazó y dejó un beso en la mejilla. Se quedaron fundida en aquel abrazo por algunos segundos. —¿Qué tal la escuela? —Bien. Creamos una coreografía para presentar el siguiente mes. Yo seré un hada. —¡Qué lindo! Serás el hada más preciosa —la llenó de apapacho. —¿Estarás? Julia no recordaba la última vez que asistió a los programas de su hija. Trabajaba de lunes a sábado en un banco como cajera, el único día que tenía libre prefería pasar en el cementerio con su hijo o visitando lugares donde lo llevó algún día a pasear. Hay veces lo hacía en compañía de Val, otras veces sola. —Si, por supuesto que iré. El sonido de llaves acarreó la mirada de Julia. Centró la mirada en aquel hombre alto, de cuerpo bien definido, espesas cejas, arqueadas y tupidas pestañas, cabello ondulado, labios carnosos y una mirada profunda. —Ve a dejar las cosas en tu habitación —aconsejó a la niña, Julia. Julio le echó una rápida mirada mientras colgaba el maletín. Él, era un profesor de la universidad más importante de la capital. Desde la escuela fue un niño muy centrado en los estudios, recibiendo cada año los diplomas de honor. Llegando al colegio recibió una beca para estudiar en el mejor instituto pagado de la capital. Ahí tuvo un profesor muy amable, quien al ver lo esmerado que era, le prometió que cuando se graduara, le ayudaría a buscar un buen trabajo. Ahora ese licenciado, era decano de la universidad donde Julio daba clases, fue gracias a sus excelentes calificaciones y ayuda de aquel hombre, que pudo ingresar a compartir lo aprendido a los demás. Eran treinta y cinco años por los que cruzaba, al igual que Julia. Su amor venía desde la adolescencia. Se conocían desde que eran unos niños, se enamoraron de adolescente y llegado los veinticinco se casaron muy enamorados. Un amor, que ahora mismo no se asemejaba al principio. Julio era un hombre maravilloso, el príncipe azul que cualquier mujer deseaba tener. Aunque su mirada fría y el aura de su rostro reflejaba seriedad, era un encanto de padre y esposo. Pero desde hace dos años dejó de ser el esposo abnegado, para convertirse en un hombre distante, frío y sin pizca de interés en su esposa. —Hola —era una de las pocas palabras que se decían cada vez que llegaban del trabajo. Ya no había preguntas, ni interés de ambos en lo que fue su día laboral. Asentando con firmeza la suela de sus zapatos mientras subía las gradas, Julio dijo: —Mi madre envió la cena. Calienta, por favor. Después de salir de la escuela, Val se quedaba en casa de su abuela paterna, al salir de la universidad, Julio pasaba por ella. Solía quedarse algunas horas a conversar con su madre, ahí almorzaba, ayudaba a realizar la tarea a Val, y compartía momentos con su madre. —Si. Por supuesto —murmuró sobre bajo. La madre de Julio sabía lo agotador que era para una mujer que trabajaba, llegar a preparar la cena, por eso, aprovechaba para preparar comida de más, y enviarle a su nuera. Julia ingresó a la cocina, la cual brillaba de limpio. Todo estaba perfectamente ordenado en su lugar, a pesar de que trabajaba los seis días de la semana, su casa era la muestra de que trabajar, no era la excusa de tener un desastre en ella. Antes de ir a su trabajo, dejaba todo ordenado, porque cocinar con la cocina limpia, era su pasión. En cuanto a Julio, hizo la rutina diaria, se dio una ducha, colocó su pijama y bajó. Agarró los sobres que se encontraban en la mesa cuadrada entre la entrada a la puerta y al pie de las gradas. Mientras revisaba, la parte derecha de su quijada palpito, pues en uno de los tantos sobres, estaba uno del banco. Respirando profundo se dirigió a la cocina. —¿Por qué llevas dos meses de mora? —Julia centró la mirada en la olla que estregaba. —Lo pagaré este mes que viene. —¿Cómo? ¿Y el sueldo de los dos meses de mora? ¿Qué los has hecho? —Secando las manos se giró y centró su mirada en los ojos de él. —¿Vas a empezar a cuestionar que hago con mi dinero? ¿Tú me das extencias de que haces con el tuyo? —No, porque nunca me los preguntado, y es que motivos para que lo hagas no te he dado, porque yo p**o lo que tengo que pagar. Rodando los ojos, Julia se giró y continúo estregando los trastes en que llegó la comida. —Lo pagaré este mes. Julio suspiró y preguntó. —¿Sigues abonando dinero a esa fundación de niños con cáncer? Sobre el hombro le miró. —Nunca he dejado de hacerlo y nunca lo dejaré de hacer. —Ya —Julio miró la notificación—. Ju, yo no me molesto porque quieras ayudar a niños con ese problema, pero no somos millonarios para estar enviando cierta cantidad mes a mes. Nosotros tenemos deudas, si dejamos de pagarla, perderemos nuestra casa ¿entiendes? Julia se giró y lo enfrentó. —Tú tienes deudas, no yo. Por ser amable he decidido ayudar a pagarte, pero no olvides que son tus préstamos, que si p**o es porque quiero, no porque tenga obligación a hacerlo. —Es dinero que hemos ocupado para nuestro propio beneficio. Todo lo que hemos comprado está a nuestro nombre, es de los tres. —La casa que le compraste a tus padres no es beneficio nuestro. El yate que compraste no me beneficia en nada. Es más, ese maldito yate fue el culpable de lo que pasó hace dos años, si no lo hubieras comprado, Car estaría vivo. —¿Vas a echarme la culpa de la muerte de Car, cuando la única culpable fuiste tú por no llevarlo al médico a tiempo y descubrir esa maldita alergia? —Rugió con los dientes apretados. —¿¡Mi culpa!? ¡ES TUYA, IDIOTA! —lo empujó—. Tú lo descuidaste mientras yo estaba con Val. ¡ERA TÚ RESPONSABILIDAD! Suspirando, pidió. —¿Puedes bajar la voz? —¡NO! ¡NO LO HARÉ! ¡Estoy harta de que me digas que hacer y que no! —Julio apretó los puños, la fulminó con la mirada— ¡Es tu jodida deuda! ¡Si me da la gana no la p**o y te dejo que la pagues tú! —se apartó chocándole el hombro. —¡Quedamos en que lo harías tú porque yo p**o otras letras! —la siguió, al alcanzarla la agarró fuerte del brazo provocando que la piel de Julia se enrojeciera. Los dientes de Julia se ajustaron. —¡Suéltame! —exigió mientras clavaba sus uñas en el brazo de julio. Este la soltó, porque estaba muy enojado y si continuaba la discusión, podía hacer cosas que no quería, y es que, aunque él tratara de solucionar las cosas hablando, Julia siempre se alteraba y lo culpaba de la muerte de su propio hijo. —Ok, has lo que te dé la gana. Se iba a ir, pero se detuvo cuando escuchó decir. —¡Quiero el divorcio! —¡Papi! —Val los contemplaba desde lo alto de las gradas. Al escuchar lo que dijo Julia, se sintió muy triste.
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