Las mañanas dentro del pent-house eran luminosas. Amber se removió sobre las sábanas de diez mil hilos y las almohadas de plumas. Se quitó la cinta de los ojos, estiró su pesado cuerpo sobre la cama y apagó la alarma antes de que sonara. Jamás dejaba que sonara. Su reloj biológico se encargaba de despertarla cada mañana, cuando el sol se proyectaba sobre los pies de su cama, a la altura de sus talones. No más, no menos, exacto.
La luz creaba colores cromáticos sobre el cristal de su mesa de noche, la lámpara de pie a la ventana, el espejo de dos metros en la pared frontal, las ventanas dentro de todo el apartamento y las puertas de vidrio. No existía privacidad. Lo único que impedía las fotos morbosas, eran las cortinas electrónicas y aplaudir para apagar las luces. El limpiador automático impactó contra sus zapatos, cuando colocó los pies en la alfombra importada. Amber no escatimaba en gastos, tampoco en lujos, extravagancias e innovaciones. Las llaves y las luces sensibles al movimiento, el refrigerador transparente, el armario movible, la cama que amortiguaba sus movimientos cada noche y las joyas importadas que portaba en su cuello, le demostraba al mundo que ella no era invisible.
Sus joyas la posicionaron como la tercera mujer más elegante en Vintage, Calisto y Zeus, las mejores revistas de moda en Estados Unidos. Vivía en un imponente edificio en Sky, la zona más segura de Boston. Su nombre se atribuía a la zona más elevada de la ciudad, donde las nubes bajas ocultaban parte de los edificios, las lluvias mantenían la brisa fresca entrando por las ventanas y el sol se proyectaba en su máximo esplendor cada mañana.
Su modesto apartamento de tres habitaciones amobladas, comedor, biblioteca de cuatro armarios, salón de reuniones, oficina recién equipada, baños, cocina empotrada con granito, una terraza desde la que se veía casi toda la ciudad y ventanales de dos metros de altura, le ofrecían a sus invitados un espectáculo de luces diamantinas en navidad. Su pent-house era el lugar predilecto de reuniones de sus tres amigas.
Después de veinte minutos en la caminadora y un vaso de su batido vitamínico preferido, Amber se sumergió en la bañera diez minutos antes que la tostada, el yogurt, la ensalada y fruta estuvieron colocados ante ella para su degustación matutina. Ni siquiera la reina de Inglaterra tenía una agenda tan apretada como ella. Cada minúsculo detalle estuvo trabajado desde su despacho, marcado en una agenda de Alaya y adherida a la cartelera electrónica colgada en la sala. Faltando diez minutos para las ocho, abandonó el pent-house, bajó el ascensor y entró a su auto, siendo lo único que manejaba además de las patéticas vidas de los demás.
Alexander le ofreció un excelente chofer personal que podría llevarla cada día al bufete, sin embargo Amber se negó, alegando que era su auto y que ella, como la mujer autosuficiente que era, podía manejarlo sin problema. Alexander se sintió ofendido por su respuesta, pero al llegar a casa y encontrar a su esposa horneando un espectacular brownie, el malestar cesó, olvidando por completo el comportamiento errático de su socia. En ocasiones lo sacaba de quicio, antes de recordar que era la mejor en su trabajo, su mano derecha y la única que se hundiría por él.
La blusa de seda holgada se llenaba de aire a medida que la distancia entre el edificio y el bufete se acortaba. Mientras tanto, Christopher Ferrer, el soltero más codiciado de Boston, se arreglaba la corbata en el espejo de su habitación. La sombra de las flores que el ama de llave colocaba cada día, se proyectó sobre la espalda desnuda de su última conquista. La mujer en su cama era la devota esposa de uno de sus socios en el bufete; uno de esos idiotas que se preocupaban más por los ceros en sus cheques que en complacer a sus mujeres. Y ese idiota era su mejor amigo. La mujer se comprometió cuando tenía veinte años, llevaba años casada, así que la pasión se extinguió cuando su amor llegaba cansado para complacerla.
Las intenciones de Christopher no eran volverse un amante potencial, sin embargo el hambre de la mujer lo llevó a seducirla de cincuenta maneras diferentes. La noche anterior no fue excepción, cuando en reiteradas ocasiones sollozó el nombre de Ferrer, con cada beso y cada mordisco de labios. La mañana siguiente era la parte más difícil de Cristopher, cuando debía despedirse, y no porque la amara o sintiera una leve sensación de cariño, sino porque ella se colgaba de su cuello, envolvía las piernas en su cadera y deslizaba la mano bajo su pantalón. La seducción eran las pocas cosas a las cuales no se resistía.
—Regresa a la cama —susurró Christina.
—Debo irme.
Ella extendió la mano para que él la sujetara, pero en lugar de sucumbir a los encantos de la mujer, se acercó para besar su mejilla.
—Madison te preparará el desayuno.
Christina se extendió sobre la cama, con los brazos sobre su cabeza. La tela traslúcida dejaba al descubierto el seductor cuerpo que Christopher besaba dos veces a la semana, cuando escapaba de su esposo al decirle una de las tantas mentiras que inventó por meses. El diablillo interior le susurró que podía esperar diez minutos más, sin embargo, Blade lo mataría si llegaba tarde a la reunión de socios. Suficiente soportó las malas críticas de Jackson, como para darle material suficiente para hundirlo frente a todos. Apretando su mandíbula y sintiendo la presión en el pantalón, respiró profundo para que la sensación disminuyera rápidamente.
—Te veré pronto —susurró Christina.
—Cuando quieras —se despidió Cristopher.
Christina tenía tanta resaca, que no podía sostenerse en pie cuando la luz golpeó sus ojos, así que apenas escuchó la respuesta de Ferrer. En lugar de hacer lo acostumbrado, se hizo un ovillo, corrió las cortinas eléctricas y se sumió en el mismo sueño que su esposo tenía al otro lado de la ciudad, cuando la sirvienta tocó su puerta para recordarle que llegaría tarde. Rozó el lado de la cama donde dormía su esposa y recordó el engaño, la infidelidad y el dolor que sintió cuando se enteró que su socio y ex mejor amigo era la persona que le quitó el cuerpo de su esposa. Sucedió dos meses atrás, sin embargo él les permitió seguir jugando con su ignorancia. Si creían que lo engañarían más tiempo, se equivocarían, y para Andrew era mejor que continuaran creyéndolo idiota, así no sabrían quien los mató.
Y la muerte era lo único que salvaría a Alaya de ser amonestada por Amber una vez más. Sabía que su ropa de indigente, como su jefe la llamaba, no era lo suficientemente elegante para olvidar que su trabajo era pésimo. Alaya intentaba ser lo más eficiente posible, no obstante, el montó de tareas extracurriculares que debía hacer por ella, le impedía cumplir las del bufete. Ir por su ropa a la tintorería, preparar su batido vitamínico, el café sin azúcar y una milanesa de pollo, ensalada baja en sal y la copa de vino blanco todas las tardes a las dos en punto, llevar su auto al autolavado, dividir sus correos, agendar sus reuniones, posponer las citas que veía fallidas, llamar a su madre una vez al mes para decirle que su cheque fue enviado, hablar por ella cuando no quería, reservar las sesiones en el spa cuatro veces por semana, recordarle los cumpleaños y los festivos de los socios, e infinidades de tareas que un ser humano no podía lograr.
Alaya sabía que Amber desayunaba en el restaurante de la parte baja del edificio algunas veces por la semana, recogía su cabello porque le molestaba para leer los contratos y hablar por teléfono, casi nunca se maquillaba extravagante para no trasmitirle al cliente el mensaje equivocado. Usaba perlas o diamantes en sus lóbulos, por ser alérgica a la fantasía, el oro falso o las piedras preciosas que no fuese el diamante. Para ella su jefa no solo era imponente, sino que transmitía miedo.
Con el miedo en la mirada del hombre que casi atropelló al estacionar en el subterráneo del bufete, Amber sujetó su bolsa gucci y arrojó la puerta del auto. Con los quince centímetros de tacón fino se dirigió al ascensor común. Como todos los días a las ocho de la mañana, el ascensor estaba repleto de personas angustiadas por llegar a sus puestos de trabajo. Corrían antes de cerrarse las puertas. Amber en su lugar, con elevar uno de sus dedos, cualquiera se apresuraba a detener el ascensor por ella.
Todos la conocían como una mujer fuerte, la clase que cuando quería algo lo obtenía. La mayoría la veía como un ejemplo del feminismo en su máximo esplendor, pero lo que Amber pensaba no era en ser feminista ni pisar el patriarcado, sino la igualdad, por algo era la primera mujer que aceptaron como socia en el bufete. Las leyes siempre fueron defendidas por hombres, los mismos que creían ridículo pelear un caso con una mujer. Por ello, cuando el nombre de Reynolds subió de posición comparándolo con otros abogados, se tragaron su machismo y admitieron que las mujeres eran tan fuertes como cualquier hombre, por ende debían ser tratadas igual.
Las personas que eran lo bastante osadas para compartir el ascensor con uno de sus jefes, la saludaban con temor. Amber los miraba de reojo, por debajo de sus lentes oscuros. Para Amber, el resto del mundo no existía, eran añadiduras necesarias para que el bufete se sostuviera. Ella creía que manejaba el lugar a su antojo porque todos le temían, y eso le encantaba.
La última vez que Amber desayunó en el restaurante de su edificio, tuvo que soportar a un mesonero tartamudo que apenas podía hablarle. Al muchacho le reiteraron que ella era un cliente VIP, que no podía derramar el café, tampoco tartamudear ni preguntar nada. Lo único que debía hacer era escribir su pedido de siempre, ser sumiso y silencioso. Cuando ella arribó al lugar, el muchacho temblaba. Su trabajo dependía de la aprobación de Amber. Fueron tantos sus nervios, que hizo todo lo contrario.
—Buenos días, señora Reynolds —saludó el mesonero—. ¿Qué desea?
Amber retiró los lentes tan lento que podían narrar un partido de futbol. La sonrisa de perro asustado no impactó a Amber. Estaba acostumbrada a ver esa clase de pollitos cada día, tanto en el trabajo como en el supermercado, los restaurantes, el spa, el gimnasio y cada lugar donde era conocida y admirada. Con la malicia que se incrustó en su sangre muchísimos años atrás, lo aniquiló con una simple pregunta.
—¿Necesitas preguntar?
La epifanía lo golpeó como un rayo. Recordó cada detalle que su jefe inmediato le comentó. Cerró los ojos, con el dolor del despido propagándose por su pecho. Nadie lo salvaría de la suspensión. La primera impresión que le dio a Reynolds no solo le costó su estabilidad laboral, sino el desprecio que aumentaría por él mismo. Después de eso, su confianza jamás regresó.
—Disculpe. —Intentó arreglarlo—. En seguida traigo su desayuno.
Amber sabía que siempre huían. Bastaba una mirada y una pregunta para tenerlo a sus pies como cachorritos heridos. Cada persona que la conocía la detestaba, pero no le importaba. Amber se bañaba con la sangre de las personas que hirió en el camino, se pintaba los labios con las heridas de los inocentes que pagaron los juicios comprados que liberaron asesinos, se maquillaba con el polvo que comían sus colegas en el ámbito laboral y se perfumaba con el aroma del miedo que reinaba en el aire cuando sus gucci cruzaban el umbral del ascensor y entraban al piso del despacho.
Los empleados que fueron educados, la saludaron al cruzar sus cubículos, pero ella los ignoró. Con la mirada al frente, entró a su espacioso, iluminado y mejor posicionada oficina de todo el bufete. Amber la apostó con Alexander, si lograba ganar el caso del presidente. Anteriormente Alexander, el socio mayor, dirigía el bufete desde esa oficina, no obstante, cuando su chica la apostó, él creyó que Amber jamás ganaría un caso multimillonario como ese. Cuando el fallo salió a favor de Amber, se maldijo por ser un idiota, mientras se aplaudía por contar con ella en el bufete. Alexander confiaba en todos sus socios, pero Amber era su favorita.
La plaza y el parque más concurrido por los turistas, se veía a través de los ventanales en la oficina de Amber. Las personas alimentaban las palomas en la plaza, les arrojaban comida a los patos y se tomaban fotografías en las estatuas. Cuando Amber se sentaba a almorzar, veía a las parejas arrojar monedas a la fuente, pidiendo deseos que jamás se cumplirían. Solo era agua estancada, sin esperanza alguna. Los deseos no saldrían convertidos en agua que los salpicaría cuando los peces saltaran.
Amber solía contemplarlas por minutos enteros, pensando en lo estúpido que era. Sin embargo, una parte de ella quería tener esa ilusión; ser tan tonta como para pedir un deseo o tan ignorante para confiar en agua sucia. No obstante, la Amber que podía creer en ello, se quedó en Inglaterra quince años atrás, cuando empacó su ropa, zapatos y una bola de nieve.
La nieve era lo que más amaba Alaya, pero si seguía llegando tarde al trabajo, no la vería desde la ventana de su oficina. Al entrar al bufete, las señales de sus compañeras le indicaron que su jefa llegó primero. Maldijo cinco veces mientras dejaba sus cosas sobre el escritorio, sacaba la tableta electrónica de la gaveta y alisaba su flequillo para que las críticas de ese día fuesen menores que las del anterior. Alaya no perdía la fe de ver a su jefa convertiría en una mujer diferente; alguien menos ególatra, egoísta, que pensara más en las personas que la rodeaban. Y aunque Amber la trataba como una escoria, Alaya rezaba por ella cada noche.
La noche anterior debió ser divertidísima. Eso era lo que Amber pensaba al no ver a Alaya en su escritorio. Si tan solo tuviera la oportunidad de encontrar una asistente eficiente, la despediría en ese momento. Las ultimas diez mujeres que pasaron por ese escritorio, eran peor que la anterior. Con Alaya se resignó, dejando que hiciera lo que quisiera, con sus reprimendas por supuesto. Amber tampoco entendía cómo una persona podía soportar un trabajo tan intenso como el suyo, en silencio, obediente como un esclavo siendo azotado, sin negarse a nada de lo que ella pidiera.
Mientras pensaba en ello, Alaya tocó su puerta y entró. De inmediato se disculpó, mintiendo al decirle que el autobús se accidentó veinte manzanas antes de llegar al bufete, por ende tuvo que caminar hasta la siguiente estación para subir al metro. Amber sabía que todo era mentira, pero no iba a molestarla esa mañana por su retraso. Tenía algo más en mente.
Los ojos de Amber viajaron de inmediato al horrendo atuendo de Alaya. Llevaba ropa de payaso, aunque Amber lo pensó mejor y se disculpó mentalmente con los payasos por ofenderlos de esa manera. La ropa de Alaya era mucho peor. Pantalones desgarrados azul intenso, blusa ajustada amarilla de flores púrpura con toques fucsia, zapatos café de tacón bajo y una espantosa coleta de caballo mal ajustada que se veía como una bolsa aglutinada. Amber trató de respirar profundo antes de hablarle en un tono suave para no asustarla, sin embargo, la impuntualidad era algo que no perdonaba, conjuntamente con el mal gusto para vestir.
—¿Algo más en que pueda servirla?
—Sí. —Amber soltó el aire que acumuló en sus pulmones—. Porque no me sirves arrojando esa espantosa ropa al fuego.
Alaya tardó cinco segundos en procesar las palabras.
—¿Disculpe?
—Lo que llevas puesto —señaló Amber—. Te ves horrenda, aunque estás perfecta para un circo de carretera donde arrojan monedas por lástima.
Amber la vio inclinarse para escanear su atuendo. Alaya no pensó su atuendo esa mañana. Las últimas semanas su jefa la molestó por su impuntualidad, por lo que su ropa pasaba desapercibida. Esa mañana fue todo lo contrario. No solo la avergonzó por su ropa maltrecha, sino por su impuntualidad. Alaya intentó disculparse en reiteradas ocasiones, pero una mano alzada de Reynolds bastó para silenciarla.
—Tu nulo gusto en ropa no me interesa, Alaya —articuló Amber con frivolidad—. Lo único que me importa es la primera impresión que les das a mis clientes. Nadie quiere que una indigente tome sus llamadas, atienda a sus colegas ni sea el primer rostro que vean al entrar. No solo eres grotesca, sino que no te importa avergonzarme ante los demás.
—Lo lamento mucho —susurró.
Otra cosa que Amber detestaba con su vida eran las lágrimas de cocodrilo, las disculpas entre dientes y las malas respuestas. Alaya llevaba un año trabajando para ella, así que la conocía lo suficiente para saber si mentía, y eso hacía. A Alaya no le importaba su forma de vestir, derramar salsa de tomate en su ropa, que sus cejas estuviesen tan pobladas que se unieran ni que sus uñas estuvieran tan horrendas como las de un mecánico. A ella únicamente le importaba complacer a Reynolds, mas no al punto de cambiar su forma de ser ni vestir por un empleo.
—¿Qué lugar crees que es este? ¿Un burdel de mala muerte? —Amber formuló dos sencillas preguntas—. Sé que pido demasiado, porque mírate, eres repulsiva. No tienes ni un cabello que conozca la elegancia ni el porte.
Alaya derramó lágrimas de dolor; amargas lágrimas que quedaron marcadas en su alma. Ella intentaba encerrar el dolor para que Amber no continuara mirándola de esa manera. Jamás se sintió más humillada ni herida, que cuando Reynolds la trató peor que a un indigente. Amber la vio derramar una lágrima tras otra, hasta verla convertida en un manojo de nervios que no paraba de temblar. A Amber le molestó que ella mirara sus horribles zapatos. Con rabia brotando de sus poros, se elevó de la silla, rodeó el escritorio, se acercó a ella y le elevó el rostro al tirar de su cabello.
El desgarbado flequillo quedó al descubierto, cuando los ojos de Amber la fusilaron como a un traidor. La obligó a mirarla a los ojos.
—Mírame —exigió, tirando duramente de su cabello—. Mírame bien, porque será la última vez que te presentes al trabajo como una piltrafa humana. Me importa poco si debes dejar de comer para vestirte bien. O te amoldas a mí, al porte que debes tener en este trabajo, o haré tu vida tan miserable que desearás no haberme conocido.
Con voz temblorosa y un mar de lágrimas detenido en su garganta, Alaya respondió que haría lo que fuese para conservar el trabajo, así tuviese que empeñar el anillo de matrimonio que su abuela le regaló en su lecho de muerte. Ya no le importaba si un auto la atropellaba al salir del trabajo. Cualquier cosa era mejor que vivir bajo el y**o de su maldita jefa.
—Le prometo que no volverá a suceder.
—Eso espero —afirmó Amber—. Por el bien de tu arruinada familia que dependen de tu sueldo miserable para comer todas las mañanas.
Amber la empujó, soltando su enmarañado cabello. Alaya se tambaleó hasta recuperar la compostura. Ni siquiera alisó su blusa ni aplacó su cabello. De esa manera le mostró al resto de los empleados que Reynolds era tan desgraciada como ellos pensaban. Sus compañeras se acercaron a ella, la consolaron, maldijeron a Reynolds y le aseguraron que pagaría con lágrimas de sangre todas las humillaciones y el dolor que Alaya sentía.
Sin embargo, el dolor era algo a lo que Amber no le temía. Encontraba glorioso cuando el dolor le consumía hasta la última célula feliz de su organismo. Buscó gel en la gaveta del escritorio y se colocó una generosa cantidad en las manos. Amber temía contraer alguna rara enfermedad por el asqueroso cabello de su empleada. Una vez que estuvo segura, se sentó en su silla ortopédica, respiró profundo y regresó al trabajo.