Desde que Amber Reynolds abrió los ojos al mundo, supo lo qué quería en su vida. Con los berrinches de niña, las urgencias por contestar las preguntas del profesor, la incesante necesidad de aprender cosas nuevas, la evolución de su vocabulario a medida que las velas aumentaban sobre su pastel de cumpleaños y la dedicación en la escuela, su familia sabía que no tratarían con una simple niña berrinchuda; tratarían con una líder. Y así fue como se enarboló sobre el resto de la clase. Era la preferida del profesor, aunque por encima de los lentes veía los atributos naturales de la joven.
Graduándose dos años antes que los demás, entró a la universidad más prestigiosa de Estados Unidos: Harvard. Sin mirar atrás, Amber dejó un barrio de Inglaterra para mudarse a Cambridge, Massachusetts. Para ella Harvard era su nirvana. Le emocionaba saber que era la número dos en Estados Unidos por su prestigio, según el ranking de “US News” y m*****o de la “Ivy League”. No solo era una universidad, era su futuro, uno que marcó en una lista de cuaderno desde que tenía diez. Amber no solo consiguió su lugar en ella, sino su posición en el mundo.
Cuando se graduó, entró a trabajar en un pequeño bufete que apenas comenzaba a rumorearse en las calles de Massachusetts. Colocó su mayor empeño, fe y conocimientos en unas personas que quizá no lo verían cuando su bufete se reconociera. Lo que ella no sabía, era que los socios veían en ella una fiereza que destrozaría a cualquiera que se colocara en su camino. La vieron aguerrida, calculadora, manipuladora hasta cierto punto, con un futuro brillante como socia menor en un plazo de tres años. Pero ahí no se detuvo. Continuó escalando como si se tratase de una montaña.
Siete años después de su graduación, su inicial adornaba la entrada del bufete, junto con la de sus socios. Su apellido era temido y su presencia enmudecía a cualquiera. En el plazo que se propuso, destruyó a sus enemigos, se elevó como una bandera en un asta y alcanzó la fama nacional al ganar un caso ligado con el presidente Crimson. Después de ganarle al abogado Burton, jamás volvió a ser vista como una mujer en la que se podía confiar. Sus métodos no siempre eran limpios, pero bastaban para ganar.
Su socio mayor, Alexander King, colocó la mano sobre su hombro en la última reunión de socios, indicando así que contaba con su total apoyo para lo que decidiera. Con tanto poder en sus pequeñas manos, la ambición la cegó. Lo que una vez la motivó a convertirse en abogada, cambió con los ceros en su cuenta bancaria. No la motivaba ayudar al indefenso, ni preservar los derechos de aquellos que no podían pagar sus conocimientos.
La Amber Reynolds que su madre despidió en el aeropuerto, no era la misma que llamaba a casa una vez al año para navidad, la que jamás regresó para un cumpleaños, aquella que salía a fiestas en un lamborghini murciélago y tenía la mitad de un edificio en Boston. El dinero, poder y deseo de tener más, la llevó a equivocarse demasiadas veces. Los socios comenzaban a hablar, desconfiaban de sus métodos, pero siempre los calló con una simple oración: el poder lo tienen quienes controlan sus vidas.
Aun con todo el dinero que poseía, Amber recordaba su primer caso: un niño que fue embestido por un autobús cuando cruzaba la calle. El traumatismo cráneo encefálico severo lo dejó parapléjico: solo movería la parte superior de su cuerpo el resto de su vida. Al momento del impacto el chofer de la camioneta se fugó, pero la policía lo encontró por una cámara de seguridad en un semáforo. El hombre lo negó hasta morir, pero después dejó una g****a por la que Amber entró, sin embargo no fue lo suficientemente maliciosa para ejercer la justicia.
Durante meses, después de escuchar el veredicto que tardó dos meses en ejecutarse, recordó el rostro de satisfacción del culpable al promulgarlo inocente por imprudencia del niño. La sangre brotó de sus labios cada noche al reprimir las ansias de gritar. Después de ese día, Amber juró jamás volver a ser la mujer que se dejaría vencer. Usaría su veneno, enterraría las garras, mostraría los dientes, pero jamás volvería a perder un caso. Y así sucedió en el lapso de diez años. Con cada caso resuelto en la televisión, Amber se convirtió en una mujer imponente, temida; alguien que caminaría con sus Gucci sobre la sangre de su enemigo.