Dos días antes
SHADIA
Tic-tac, tic-tac.
Lub-dub, lub-dub.
El sonido del reloj de pared en aquella sala de espera se mezclaba con el latido de mi corazón; mi cuerpo se escuchaba a sí mismo en tiempo real. Solo el ruido de la puerta al abrir y cerrarse, interrumpían de manera intermitente aquel silencio sepulcral.
Una ola de pensamientos invadía mi mente. Múltiples sensaciones recorrían mi cuerpo de pies a cabeza. Sentía náuseas y unas ganas enormes de salir corriendo.
La recepcionista me miraba tras el mostrador; cerré los ojos y repasé mi inglés. Ni siquiera en los tres vuelos que abordé para llegar hasta acá me había sentido tan nerviosa, y ni qué decir de mis manos y pies que transpiraban sin cesar.
—Señorita Shadia —me llamó la recepcionista en un perfecto inglés con tradicional acento británico—. Siga por esa puerta, el Decano Finley le espera.
Sentí un vacío en mi pecho.
¿Por qué estaba tan nerviosa?
Le dirigí una sonrisa y un gracias casi imperceptible. Caminé con paso tembloroso y toqué la puerta. Una voz masculina me indicó que pasara.
—Señorita Michelsen. —Asentí—. Tome asiento. James Finley, un placer.
—Shadia Michelsen, el placer es mío.
El Decano Finley resultó ser más joven y guapo de lo que pensé, pero fácilmente podría ser mi padre. Me hizo una pequeña entrevista dado que venía recomendada por la fundación Bright Futures. Todo fue muy nuevo y tensionante para mí, sinceramente no logré relajarme en lo que tardó.
—El trabajo es suyo, pero recuerde que su nivel de exigencia es mayor, tendrá que esforzarse al doble para lidiar con sus estudios y lo que acarrea trabajar para mí. No se confíe, conmigo nada es a medias.
—Por supuesto que sí, no tendrá queja alguna de mi trabajo.
—Eso espero. Ahora si me disculpa, debo atender algunas cosas importantes. Margaret le entregará los documentos que quiero que revise y le dará las indicaciones pertinentes. —Se puso de pie y me abrió la puerta para que saliese, nuestros ojos se miraron fijamente cuando me dispuse a salir.
Eran verdes con un rastro leve de un fuego de antaño, pero había desconfianza y superioridad en ellos.
Que incómodo.
—Aquí tienes todo lo que necesitas para empezar —especificó Margaret, la recepcionista, entregándome unos documentos—. Sobra decir que debes llegar temprano, al decano no le gusta la impuntualidad y es un hombre muy ocupado; este es mi número por si te surge alguna duda. —Me entregó una tarjeta.
La recepcionista era bella. No del tipo despampanante pero si con rasgos finos afianzados en muchas de sus formas. Podría afirmar que era incluso de menor estatura comparada con la mía aunque lo simulase al estar ocupando una silla alta detrás del mostrador.
—Si el Decano necesita algo te lo hará saber, ya tiene todos tus datos —puntualizó.
—Muchas gracias.
Vaya que eran un montón de papeles. No sabía ni como cargar todo eso y encima tenía clases dentro de dos horas. Intenté abrir la puerta con el pie, pero no pude; solté un suspiro poco agraciado, giré e intenté hacer lo mismo con mi espalda y boom. Alguien venia entrando al mismo tiempo en que me dispuse a salir. Todos los papeles terminaron en el suelo junto a mí.
¡Auch!
Margaret me miró de manera displicente mientras yo yacía de rodillas rodeada de papeles y con una vergüenza sofocante.
—Lo siento mucho, no la vi salir —su voz invadió mis oídos con aires de conquistador, sin duda no tenía acento británico.
Recorrí el espacio desde las palmas abiertas de mis manos sobre el montón de papeles hasta encontrarme con los ojos azules más bellos del mundo que me observaban disculpándose. El hombre me ofreció una mano para que me pudiese levantar. Me quedé totalmente muda y absorta en otra dimensión por una fracción de segundo, tanto que tuvo que retirar su mano y a cambio se dispuso a recoger los papeles sin dejar de decir lo siento.
—Tranquilo, realmente no me fijé al salir, no vi que usted iba a entrando. —Recogí los papeles junto a él. Alguien lo llamó, pero estaba tan ensimismada que no pude captar su nombre.
—De verdad lo siento. —Se disculpó por enésima vez y caminó hacia la puerta contigua a la oficina del Decano Finley.
—Tendrás que arreglártelas sola para ordenarlos —exclamó Margaret sin compasión.
¡Ahhhh!
¿Cómo era posible que me sucediese aquello?
Ni siquiera había empezado y ya había hecho un desorden con la documentación.
¿Por qué a mí?
Les confieso que no tenía ni un atisbo de rabia sino una letal vergüenza, además ¿cómo podría haber insultado a esos ojos tan bellos? Prácticamente me quedé paralizada al verlos y si me preguntan por quién que los portaba, uhm, nada mal.
Salí a paso lento y seguro para evitar otro desastre. Los pasillos del University College of London me superaban, me sentía como lo que era en ese preciso instante: una completa extraña sumergida en un mar de gente de todas partes. Agilicé el paso porque no quería llegar tarde a clases y tener más motivos para arruinar mi día.
Realicé estudios de licenciatura en educación con énfasis en idioma inglés pero con las pocas oportunidades laborales que había en mi ciudad, me embarqué en una aventura a través de la fundación Bright Futures que ayuda a personas como yo a conseguir becas en el extranjero y cumplir sueños de vida. Después de luchar duro por esa beca y con ayuda de un ángel guardián, llegué a Londres hace aproximadamente dos meses para cursar estudios en Educación en la prestigiosa University College of London (UCL).
Pero no todo ha sido brillante para mí, no los voy a engañar; acabo de salir de un divorcio por infidelidad que me dejó con el corazón aplastado en la mano y arrastrando unas leves ganas de resurgir; lastimosamente, el principal motivo por el cual lo dejé todo y vine hasta acá.
Después de caminar una infinidad de cuadras por fin me adentré en el UCL Institute of Education (IOE), donde funciona el Department of Education, Practice and Society. Tenía clases y tuve que cargar con todos los papeles del Decano ya que no me daba tiempo para ir a los dormitorios del John Adams Hall, la residencia universitaria donde me hospedaba junto con otra chica más.
Aún no me había terminado de acostumbrar a la vida universitaria pero me había acoplado bien con algunos compañeros de clases. Pese a que nada de eso me daba tregua, necesitaba el trabajo con urgencia para cubrir los gastos necesarios pues con lo que me ofrecía mensualmente la fundación había tenido que hacer maravillas para no morir de hambre.
Londres definitivamente se sentía segura en mi corta estancia. Todavía continuaba memorizando sus calles y lugares más concurridos, especialmente los alrededores del UCL, con mucho agrado.