Las pupilas de Hadriel se ensancharon al oír la gravedad de los hechos. Si había sucedido algo terrible, su imagen estaría en las noticias y sus rivales aprovecharían, para quedarse con el control de la compañía. Algunos que decían ser sus amigos. Mas, solo buscaban su caída. Se quitó el cinturón de seguridad con increíble destreza. Se puso una mascarilla oscura, similar a las quirúrgicas; era prudente y cauteloso, pues así sería más complicado de obtener una toma limpia de su rostro. Bajó la manija de la puerta del coche y salió sin titubear; dudar de sus decisiones no era su estilo; si había pensado en ejecutar o realizar algo, lo haría hasta el final. Avanzaba con su mandíbula tensa y su semblante rígido. Estaba a la expectativa de observar lo que había ocurrido. Si salía huyendo e identificaban las placas del vehículo, sería mucho peor. No hacía nada, solo por hacerlo. Aunque no quería verse envuelto en un incidente de autos, tampoco le gustaba lastimar o herir a las demás personas, y menos a las mujeres. Guardaba el luto y la culpa en su corazón, de haber matado a su propia madre al haber nacido; ya que ella no había resistido el parto y había fallecido minutos después de darlo a luz. Había sido el causante del deceso de la mujer, que lo había estado cargando en el vientre por muchos meses, solo para quitarle la vida a ella. No había gozado de una figura materna, pero siempre deseó tener el calor de una mamá. Ni siquiera compartía con su padre, porque al llegar a la adolescencia, descubrió que él lloraba sin consuelo, cada noche, la terrible partida de la esposa que amaba y en la que se lamentaba de haber tenido a un hijo. Puesto que, en ese momento; justo cuando le había dado la sorpresa de que estaba embarazada, desde ese preciso instante, su madre ya había perecido ante el terrible desenlace que le esperaba en la sala de partos. Era un trauma silencioso, que nadie más conocía, pero era temeroso ante la idea de tener pareja, de cualquier tipo; porque si pudo dañar a la persona que le había traído al mundo, podría herir mucho más a alguien desconocido, con la que no tenía ningún tipo de vínculo y con la que nunca había tratado.
El tráfico se detuvo, debido a lo que había acontecido. La multitud observaba a detalle la escena, alzando sus celulares para grabar videos y tomar fotos.
Hadriel vio a la mujer que estaba sentada en el asfalto. No podría decirlo con certeza, si era de su edad o mayor. Se notaba joven y linda, aunque estaba un poco desarreglada. La ropa se evidenciaba desgastada y arrugada. Sin embargo, ella le transmitía honrades y calidez sin igual. Era difícil de explicar, pero desprendía un aura de inocencia, pureza y sinceridad. Además, era cubierta, por un encanto hogareño, apacible y agradable. Estaba pálida por la frente, ya que por la mascarilla blanca que llevaba puesta, no lograba apreciarla de manera clara todo el rostro. Mas, no podía objetar nada, pues estaban en la misma condición de incognito. La inspeccionó con rapidez, buscando si habría sangre producida por alguna cortadura, pero no parecía tener ningún golpe o herida. Debía acercarse y verla mejor. Entonces, se quedó inmóvil, cuando detalló que tenía los ojos pequeños, rojos y cristalizados, producidos por un llanto de desconsuelo irremediable. Por los siguientes segundos quedó perplejo, contemplándola. ¿Cómo era posible que una persona pudiera transmitir tanto dolor y tristeza? Los recuerdos de cuando había llorado cuando niño invadían sus pensamientos, como una pantalla de un televisor con imagen distorsionada, que poco a poco se iban aclarando. Era claro que algo malo le pasaba. Se notaba como atónita y con la mirada perdida. ¿Qué era lo que estaba haciendo? ¿Se había tratado de lastimar a ella misma? Muchas ideas pasaron por su cabeza. ¿La estaban persiguiendo? O, talvez, alguien le había roto el corazón. Las posibilidades eran diversas y no podía dar por hecho a ninguna.
—¿Está bien? —preguntó Hadriel, con tono ronco, pero tranquilo, para no asustarla más de lo que estaba—. ¿Está herida?
Hellen se había desplomado en el suelo, pero no por el golpe de carro, ya que no la había impactado, si no, por el susto de verlo que se aproximaba a ella. Divisó al desconocido, que tenía una mascarilla oscura. Intentó hablar, pero las palabras no salían de su garganta. La piel de su cara estaba descolorida, similar a un c*****r. Veía borroso y no entendía lo que ese hombre le estaba diciendo. Escuchaba un sonido distorsionado, como el de una radio. Solo pudo asentir con su cabeza y se puso de pie, como si nada hubiera pasado. Quiso caminar, pero al dar dos pasos, se tambaleó; sus piernas cedieron por segunda vez.
Hadriel se acercó hacia ella. El tiempo transcurría en cámara lenta. La sostuvo por la espalda y sus miradas se encontraron por primera vez. Sus ojos resplandecieron por un momento de forma invisible, como si hubieran reaccionado a la vista del otro. En ese instante, sus destinos se entrelazaron, como dos hilos rojos que se habían amarrado, y ya nunca más volverían a separar, ni por la distancia, ni por los años venideros.
—Déjeme ayudarla —dijo Hadriel y vio como ella asentía con la cabeza de nuevo.
Hadriel se acomodó detrás de la mujer. Se hincó para colocar su mano en la parte trasera de las rodillas y la otra en la espalda. Entonces, en mitad de la carretera, la cargó como a una princesa. En primera parte, este incidente había sido provocado por su chofer y debía responder por los actos de sus empleados. Pero, le sorprendía el peso de ella; era ligera y fácil de cargar. Además, que lo apretaba por el cuello, con mucha fuerza, como una persona que se aferraba a la vida. No entendía lo que quería. Podía estar fingiendo y todo haber sido preparado, pero se veía, en realidad, absorta, perdida y lejos.
Hellen, solo alcanzó a sostenerse del cuello extraño, pero amable caballero que la auxiliaba en su momento de agonía. A pesar de tenerlo tan cerca, ni siquiera podía obtener una imagen clara de él; todo estaba distorsionado, solo podía distinguir la mascarilla, porque nada más llegaba apreciar una pequeña zona del rostro, en la parte superior.
Hadriel la sostuvo por algunos segundos más. Ella era ligera y no le generaba ningún esfuerzo sostenerla. Se separó de ella. En verdad se veía mal, como si estuviera enferma.
—¿Se encuentra mejor? —preguntó Hadriel, con serenidad.
Hellen recordó que tenía que conseguir una exagerada cantidad de dinero lo antes posible. Entonces, asintió, por tercera vez, y comenzó caminar, sin haber emitido una sola palabra de su boca.
Hadriel no había escuchado la voz de la mujer, por lo que no podría reconocerla con el habla de ella. Se quedó observándola, mientras se alejaba. Al regresar a su auto, notó en el asfalto una pulsera trenzada de color negra con rojo, con una figura de acero inoxidable de una mariposa. La recogió y se dio media vuelta, para regresársela a la dueña. Sin embargo, ya no había rastro de ella. Dio un paso hacia adelante, para seguirla. Pero, su celular vibró y timbró en donde lo había dejado. Era una llamada de uno de sus amigos. No contestó. Al instante le llegó un mensaje del mismo contacto: ¿Dónde estás? La junta directiva ya está lista para empezar la reunión ejecutiva. Su padre te cederá el dominio de la compañía. Al leer el texto, abandonó cualquier posibilidad de entregarle la manilla a aquella mujer. La guardó en bolsillo interior de su saco y se subió al automóvil. Observó una última vez, a través del vidrio translúcido de la ventana del carro. Sin embargo, no volvió a divisar a aquella mujer, que debía estar sufriendo por algún motivo. Pero, ya no podía hacer más nada respecto a ello.
—Compensa tu falta —dijo Hadriel, molesto con su chofer—. Si no llegas a la hora acordada a la compañía, serás despedido.
El chofer sintió más miedo, que cuando había creído que había atropellado a Hellen. Encendió el vehículo, con dirección a la empresa que, en breve, le pertenecería a su joven señor.
Hellen vagaba por la ciudad, aturdida. ¿A dónde era que iba? Era como un muerto viviente, andante. ¿Qué estaba haciendo? Divisó una banqueta y se sentó. Sintió un alivio tremendo al poder descansar. El viento que le acariciaba su bella cara, poco a poco, le fue ayudando a recobrar la plenitud de sus sentidos. Se tocó el cuello, lo tenía frío y sudaba de gran manera. Entonces cayó en cuenta de casi es atropellada. ¿Quién era ese hombre, que la había ayudado? No pudo darle las gracias, por haberla auxiliado.
—¡Hellen! —dijo un chico veintiún años, que pronto cumpliría los veintidós. Era Howard Harper, el segundo de los hermanos—. ¿Por qué saliste sin decir nada? Nuestra madre está preguntando por ti.
—Lo siento —dijo Hellen, sintiéndose aliviada, porque su voz le había regresado—. Quise salir un momento. Ya me iba a regresar. —Al levantarse, observó que, en su brazo derecho, no estaba la pulsera tranzada de color n***o y rojo, con la mariposa, que le había regalado su madre en sus quince años. Era su regalo más preciado—. ¿Mi pulsera? —se preguntó a ella misma.
Entonces, las borrosas imágenes, de su casi accidente, vinieron a ella, como olas del mar que golpeaban su cabeza. Debió habérsele perdido, cuando cayó sentada en el asfalto al ser casi atropellada por aquel auto. Sin pensarlo dos veces, salió corriendo al lugar en donde habían sucedido los hechos, con la esperanza de poder hallar encontrar su regalo más preciado.
—¡Hellen! ¿A dónde vas? —dijo Howard, suspirando. Fue una odisea encontrarla y de nuevo se iba sin decir nada. La siguió.