Hellen encontró el peatón que buscaba. Miraba la figura de la señal de tránsito, esperando que se colocara en verde. Los segundos, se le hicieron una eternidad, hasta que por fin se cambió de color. Sí, aunque no fuera con nitidez, se acordaba del sitio exacto donde se había caído. Pero, por más que miraba, no la veía por ningún lado.
—No está —dijo Hellen, con preocupación—. No está. —Repetía, con apuro.
—¿Qué es lo que no está? —preguntó Howard, sin entender lo que estaba pasando.
—Mi pulsera de mariposa. —Hellen le mostró la muñeca, sin nada, y eso era la novedad, ya que desde que su madre se la dio, siempre la llevaba puesta—. Fue mi regalo de quince años y la he perdido.
—Muchas personas pasan por aquí. Es muy probable, que alguien la haya visto y la haya agarrado. Lo siento —dijo Howard, pasando cerca a su hermana—. Nuestra madre te espera. Quiere saber el resultado de los exámenes. Regresemos, la luz está por cambiar; no queremos que suceda un accidente.
Hellen, resignada, siguió a Howard; él tenía razón. Aunque fuera una manilla, al haberla extraviado, se sentía descompleta, como si le hubiera dejado caer un pedazo de su alma. Todos los males y las adversidades, se le habían juntado en solo día. Esa era su pulsera de la suerte. ¿Qué es lo que haría? ¿Dónde podía conseguir tanto dinero en el menor tiempo posible? Agachó la cabeza. La esperanza era lo último que se perdía, pero por más que trataba de encontrar una solución, no hallaba ninguna.
Hadriel se bajó del auto, que se había estacionado frente al edificio administrativo de la compañía minera. No era tan alto, como un rascacielos, si no, que se extendía a lo ancho. La arquitectura era fascinante y las ventanas azules, eran hechizantes ante la mirada.
—Hadriel —dijo uno de los tres chicos, que había asistido al encuentro con la Madame, el tercero, quien tenía los lentes y había cargado el maletín con el dinero, Jareth Davies. Estaba acompañado por el cuerpo de ejecutivos de confianza de Hadriel—. La reunión ya está por empezar.
—Buenos días, joven señor —dijeron los demás, al unísono, mientras realizaban una reverencia con la cabeza.
Hadriel pasó al lado de ellos, con su rostro inflexible. No había nada de buenos, sabiendo que se había retrasado por un descuido de su chofer o una imprudencia de la mujer mariposa.
—Aún podemos llegar a la hora exacta —comentó Jareth, con una sonrisa astuta—. Si tomamos las escaleras, por la reunión no hay trabajadores en ese nivel.
—Eso es lo que esperaba escuchar.
Hadriel lo miró y asintió, Jareth era su mano derecha y el más capaz de sus empleados. Sin necesidad de ordenárselo, era él quien siempre tenía una solución a los contratiempos que se le podían presentar.
Al llegar a la enorme y lujosa sala de juntas, se encontraron con dos chicos atractivos y elegantes, que custodiaban la entrada. Eran los dos restantes, que habían solicitado la dama de compañía. Eran amigos del círculo social, pero rivales por el dominio de la compañía. El primero era Arthur Walker, quien destacaba en aspecto e intelecto, mientras que el segundo era Dylan Lewis, la mano derecha de Arthur.
—El mismísimo Hadriel, llegando apresurado a la reunión ejecutiva, con la junta directiva. Es raro de ver en ti, mi buen amigo —dijo el primero, con una expresión de satisfacción en su expresión; cada mínimo error de Hadriel, era una extrema ganancia para él, y mucho más, si no había tenido que hacer nada. Sabía que era muy estricto y puntual; eso era una señal, de que iba por buen camino. Las jugadas maestras llevaban tiempo de preparación y hasta años de espera. Todavía estaba joven, no había prisa en derrocar al príncipe, que pronto se convertirá en rey. Era conocido que, debías tener a tus amigos cerca, pero a tus enemigos, aún más. No podía estar en el debate, porque todavía no tenía un lugar en esa gloriosa asamblea—. Adelante.
Dylan le abrió la puerta, de forma servicial, con una sonrisa fingida en su boca.
Arthur le dedicó una mirada de complicidad a Jareth, en tanto levantaba su cabeza, para mostrar su dominio.
—Vámonos —dijo Arthur, con voz seca—. Tenemos que preparar la celebración de hoy, antes de la graduación.
Hadriel entró al despacho, siendo acompañado solo por Jareth. Toda la atención de los socios e inversionistas, se posaron sobre él, como si hubiera llegado el mismo presidente del país.
—Buen día a todos —dijo Hadriel, mirando su reloj. Era la hora acordada, para dar comienzo a la reunión—. Director Drews. —Saludó a su padre, quien se encontraba ubicado en la cabeza de la larga mesa oscura, que brillaba de lo limpia que estaba.
Hadriel se dirigió a su puesto y Jareth se colocó detrás de él.
El tiempo pasaba y la reunión llegaba a su clímax. Las intervenciones de Hadriel, las hacía con voz diestra, dominio sobre hombres que eran mayor y más experimentados que él, y también un conocimiento general sobre el estado de la compañía minera.
—Eso ha sido todo —dijo Harvey Drews, sintiéndose orgulloso del hijo que tenía. A su espalda, lo acompañaba su hermosa secretaria—. Mi tiempo ya ha pasado. Ahora es tu turno, Hadriel. —Hizo una seña con su mano, para que ella le entregara un contrato—. Firmaré el poder, para ceder mis acciones a mi hijo. Él se estará encargando de la administración de la compañía. Se convertirá en el director general y yo continuare el cargo de presidente ejecutivo. ¿Alguna objeción?
—El joven Hadriel ha expuesto ser capaz de tomar el liderazgo. Sin duda, Sísifo estará en buenas manos —dijo Máximo Walker, padre de Arthur. No podía hacer nada, más que aceptar su derrota ante la increíble habilidad e inteligencia del hijo de Harvey. La compañía estaba dividida en dos bandos, en los cuales, los líderes eran los Drews y los Walker, siendo estos últimos, los segundos al mando, en poder y riqueza, después de los Drews—. No hay ninguna objeción.
Así, lo siguieron los aliados de los Walker y los asociados de los Drews. Cada uno firmó una constancia, donde reconocía a Hadriel, como el nuevo CEO de “SÍSIFO, compañía minera”, con una detallada cláusula, de que no podría verse involucrado en ninguna polémica o escándalo público, de pequeña, mediana o gran escala. Esto es porque la empresa no sería bien vista, si su mayor dirigente protagonizaba algún acto bochornoso. Pero, en todos los años que estuvo Harvey Drews en el poder, jamás hubo ni el más diminuto altercado, y su hijo, manifestaba que continuaría ese legado e imagen intachable, que no tenía mancha alguna.
Hadriel fue saludado por cada uno de los inversionistas, socios y miembros de la junta directiva. Su reinado, apenas iniciaba.
Hellen había regresado al hospital. Se reunió primero con el doctor. No había evidencia de llanto en su bello rostro, por lo que actuaba con naturalidad y como si nada pasaba.
El doctor la veía con atención. Se llamaba Joel Kent. Tenía treinta y seis años, y era un diestro y confiable médico del hospital. Era de clase media y muy servil.
Hellen estaba segura de que ella, le gustaba a él. Era de su tipo y podría aceptar salir en alguna cita, y hasta empezar una relación. Había quedado admirada con el doctor, pero solo habían hablado de su madre. Por lo que sus conversaciones, solo eran específicas de los síntomas, alimentos y medicamentos, que debía darle. Si él se lo hubiera propuesta, era seguro que hubiera aceptado. Pudieron haber sido pareja, pero jamás se tocó ese asunto o hubo algún avance de Joel, nada más, miradas y controladas sonrisas. Sin embargo, muy en el fundo, reconocía que se sentía atraída por el caballeroso hombre.
—Quisiera que no les contara nada de esto —dijo Hellen, con voz neutra—. No, hasta que yo consiga el dinero y esté segura de que podrá recibir el tratamiento.
—Lo entiendo —dijo Joel, mostrándose serio y comprensivo—. Sí, es lo que has decidido. Así será, puedes confiar en mí.
Hellen distinguió esa mirada profunda y distinta, de un médico hacia una paciente, era de un hombre a una mujer. Pero, eso nunca llegaron a ser más nada. Volvió al cuarto de su madre, Dahlia Harper; llevaban el apellido de su amada madre, y no del padre que las había abandonado. Le dio un beso en la frente y manifestó una excepcional sonrisa. Le agarró las manos.
—Todo está bien —dijo Hellen, con voz determinada y llena de confianza. Todavía no lo sabía, pero tenía que conseguir esa enorme y enloquecedora fortuna. Necesitaba un rayo de esperanza, para poder seguir creyendo. Un milagro, era que lo haría volver a vivir, porque si su madre moría, ella también lo haría. ¿Dónde estaban los príncipes, cuando la princesa más lo necesitaban? Aunque, no era un m*****o de la realeza, más bien, era la cenicienta. Pero, hasta ella, había encontrado a su héroe. Aunque, por su edad, lo que debía encontrar, era a un rey. Sus ojos celestes brillaron con tristeza y fe, y como un rayo de luz, la esbelta figura masculina de quien la había ayudado, llegó a su cabeza, como la grabación de una cámara de video. Pero, era posible, que nunca más lo volvería a ver—. ¿Quién eres, hombre del auto?