Narra Fernanda
Erika me lanzó una mirada peor de lo habitual cuando entré a la oficina el lunes por la mañana.
Supuse que era escucharme con la mano en las bragas antes del fin de semana, pero aun así, supuse que ella ya me había odiado tanto como era humanamente posible antes de ese pequeño y vergonzoso encuentro.
Aún así, nada pudo borrar la sonrisa de mi rostro mientras me deslizó detrás de mi escritorio y esperé a que el señor Lenin viniera a recogerme. Me ocupé atendiendo llamadas telefónicas y haciendo ping a las respuestas a los correos electrónicos de consulta, tratando de no contar demasiado los minutos.
Eran casi las diez de la mañana cuando apareció frente a mi escritorio, con el abrigo colgado del brazo mientras esperaba que terminara de hablar por teléfono con la señora E
