Erika Intriago; de diecisiete años contemplaba su cuerpo frente al espejo, el cual se había deformado al transcurrir los nueve meses, pero eso a ella no le importaba, lo único que anhelaba era conocer el rostro de su pequeño bebé que crecía dentro de su vientre.
Con una sonrisa dibujada en sus labios recorrió sus manos alrededor de su panza, en ese mismo tiempo imaginaba el rostro de su pequeño.
A su memoria llegaron recuerdos del pasado, ese pasado que en su momento dolió, pero ahora la había llevado a sentir, la sensación más bonita que en el mundo podía existir; los movimientos de su bebé.
Lo único que la ponía triste era saber que su bebé no tendría papá, al pensar en aquello dejo rodar una solitaria lágrimas por su mejilla y reprimió las demás con esfuerzo.
Hace meses atrás se enamoró por primera vez, tan grande era su amor por ese hombre que se entregó en cuerpo y alma. Él juró amarla sobre todas las cosas y convertirla en su esposa. No obstante, después de haber pasado la tarde con ella desapareció de su vida sin previo aviso, sin despedirse, sin decir adiós. Desde aquel día su vida se volvió un h********o, penurias y desdicha, más aún cuando supo la existencia del fruto que quedó después de aquel momento apasionante que había vivido.
No saber nada de Adrián la mató por dentro, su único consuelo era aquel pequeño que crecía en su vientre.
Erika Intriago; sollozó y con el dorsal de su mano limpió las rebeldes lágrimas que se escaparon. Al abrirse la puerta escuchó la voz de una mujer, quien caminó a pasos firmes hasta llegar a ella, y seguido reprochó —Mi niña, ¡otra vez llorando!
Piedad, la mujer que acababa de ingresar colocó la charola de comida sobre la cama, para luego inclinarse frente a Erika y con sutileza limpiar el delicado rostro de la joven. Mientras lo hacía sonrió.
—Ven, te traje algo de Cenar. —Erika, intentó levantarse, pero la enorme barriga no la dejó— No te levantes cariño. — Solicitó Piedad al tiempo que tomaba la charola de comida y la llevaba hasta la adolescente.
Erika Intriago llevaba siete meses encerrada en la oscura habitación de la enorme mansión Intriago. En la planta baja, de la misma mansión, se encontraba una mujer y su esposo de edad media. El silencio perduraba en las cuatro paredes.
Diego Intriago, sin ganas de llevar nada a la boca revolvía la cuchara en el plato, aquel sonido estaba colmando la paciencia de Gisela, madre de Erika. Esta última era una mujer de carácter fuerte, difícil de dominar. Entre ellos, existía ese tipo de relación donde no se dirigen la palabra, tenían discusiones como toda pareja, sin embargo, las de ellos incrementó cuando su hija de solo dieciséis años quedó embarazada.
Para ellos era una aberración que una niña de esa edad estuviera embarazada, y sin haberse casado. Aquella situación afectó su matrimonio, llevándolos a culparse uno al otro.
Después de unos minutos, Diego decidió irse, agarró el saco, las llaves del auto y salió del comedor sin despedirse de su esposa, antes de que sucediera lo de Erika la relación entre ellos no estaba del todo bien, lo sucedido terminó por romper el hogar que habían formado hace ya dieciocho años. Antes de salir, Diego Intriago soltó un suspiro y dirigió la mirada hacia arriba, en el cuarto más oscuro de aquella mansión se encontraba su adorada hija, aunque le dolía verla ahí no podía hacer nada para ayudarla. Tanto para su esposa como para él, era una vergüenza que su pequeña hija saliera embarazada.
Mientras tanto, en la oscura habitación, Erika intentaba probar el primer bocado de su comida, su nana Piedad se deleitaba viendo su hermoso rostro. Erika, era la niña de sus ojos, la hija que nunca tuvo, perdida en su mirada estaba, cuando su querida Erika se quejó, y eso, alertó su corazón.
—¡Nani's me duele! —. El rostro de Erika se tornó pálido—¡Nana ayúdame! —. Solicitó apretando con fuerza la mano de su nana.
De apoco los dolores se iban incrementando.
—La hora llegó—. Especuló Piedad y corrió escaleras abajo, llegando hasta él comedor.
—Señora, la hora de que nazca el bebé a llegado—. Gisela sintió como si le templaron los pelos de su parte íntima. Puso los ojos en blanco a la misma vez que replicó.
—Al fin llegó el día de que nazca el engendro.
Subieron rápidamente hasta llegar a la habitación, para ese entonces el agua de fuente ya se había roto, los gritos de Erika retumbaban las paredes de aquella habitación.
—¡Cierra la boca! —Bramó Gisela —¿Oh quieres que toda la servidumbre te escuche?
—¡No me importa! — Replicó la adolescente, antes de volver a gritar
Rápidamente la acomodaron y empezaron la labor de parto, dentro de unas horas el bebé nació, dejando a su madre desmayada, y a las demás con preocupación.
El pequeño era un niño calvo, con unos ojitos verdes y la piel suave como la misma seda. Sonrió sin saber lo que la vida le deparaba.
Piedad lo tomó en sus brazos y se acercó a Gisela, intentó mostrarle al pequeño para ver si cambiaba de opinión y optaba por quedárselo, no obstante, la mujer se giró sin ganas de conocer a su nieto. De espaldas a su empleada resopló.
—Ya sabes lo que tienes que hacer
—¡Pero señora! —, exclamó con su voz quebrada
—Vete, no quiero verlo.
Piedad, miró hacia la cama donde se encontraba Erika desmayada, quiso gritar por qué no le parecía justo apartarla de su hijo, sin embargo, no tuvo otra opción. Divagaba en lejanos pensamientos, gritando en la cara de su jefa que no apartara a el niño de Erika, cuando la feroz voz de esta, la trajo de vuelta.
—¡¿Qué esperas para marcharte junto a ese bastardo?!
Las lágrimas corrían por sus mejillas, salió de la mansión en medio de una tormenta, colocó al niño en una canasta y se dirigió al auto. Mientras manejaba lloraba sin parar, llegó hasta la ciudad y se parqueó frente a un orfanato, tomó la canasta donde se encontraba el bebé y lloró al palmarle un beso en su diminuta frente. Tocó la puerta del antes nombrado, dejó al recién nacido y se fue.
Aunque ella no quería hacerlo, tuvo que cumplir con la orden que su patrona le dio.
Con el alma rota en mil pedazos regresó a la mansión, no sabía cómo iba a mirarle a los ojos a Erika, al abrir la puerta escuchó los gritos desgarradores que provenían desde la habitación de esta.
—¡Devuélveme a mi hijo! —Gritó Erika mientras se paraba de la cama, Gisela la fulminó con la mirada.
—Tú hijo está muerto, acabamos de enterrarlo—. Soltó sin más.
—¡Mientes! —, gruñó Erika —Yo lo escuché llorar. No creo en lo que dices porque eres cruel y despiadada—. Resopló con lágrimas en sus ojos.
—¡Tras de ser una suelta! Ahora alucinas. Debes estar agradecida porque ese engendro se murió —refutó la mujer ajustando sus dientes.
La joven no tenía fuerzas para llorar, pero sintió ganas de ahorcar a su madre por decir esas cosas de su bebé, al darse cuenta de que su madre no le iba a dar explicaciones claras de donde estaba su hijo, optó por llamar a su nana.
—¡Nana! ¡Nana! ¡Nana! —. Con la mano en el pecho y un nudo atascado en su garganta, Piedad subió al llamado de su niña. Al verla entrar, Erika se dirigió hasta ella,
—¿Dónde está mi hijo? ¡Dime que es mentira! ¡dime que está mujer miente! —, con su rostro empapado de lágrimas, tomó las manos de su nana, y le suplicó que le trajera a su hijo. Tragando grueso y evitando llorar, Piedad asintió que era verdad. Aquello desgarró el corazón de ambas mujeres, ya que mentirle a Erika era un dolor fuerte para Piedad.
Aun estando débil por el parto reciente, Erika se dejó caer, arrodillada frente a su nana suplicó que no la engañara.
—¡Tú no Nani's!, ¡tú no puedes mentirme! —Erika no aceptaba lo que decían, ella recordaba claramente el llanto de su hijo. Piedad reprimió las ganas que le producía llorar y gritar. Deseaba con toda su fuerza decirle la verdad, decirle que aquel niño estaba vivo. Dejo escapar unas cuantas lágrimas, miró a su jefa quién la fulminaba con la mirada.
—¡Lo siento mi niña, pero es la verdad! —, sintió su estómago revolverse, y a la misma vez, sintió ganas de arrojar por lastimar el corazón de Erika.
Gisela se sintió satisfecha con la respuesta de Piedad. Luego al fijarse en su hija y el bochorno que estaba haciendo, se sintió fastidiada.
—¡Ya basta de teatros! Vuelve a la cama o te desangrarás —agarró a su hija por el brazo y esta se rehusó a ir.
—¡Suéltame!, ¡qué más da si muero! — gruñó la adolescente
—Eres una mocosa grosera.
—¡No, me toques! , ¡te odio con toda mi Alma! ¡No quiero que me vuelvas a tocar! — gritó con fuerzas, provocando que los oídos de su madre se sintieran adoloridos.
—¡Eres una mal agradecida! —resopló Gisela mientras golpeaba el delicado rostro de su hija. Con su cachete enrojecido, Erika miró a su madre con odio. La mujer le había encerrado por siete meses en una oscura habitación, donde solo entraba su nana y nadie más, quería tapar la vergüenza que según ella producía Erika con su embarazo.
Ante la mirada penetrante de su hija, Gisela sintió escalofríos, ella era una mujer fría y calculadora, pero esa mirada de odio que ardía en los ojos de su hija, la hizo estremecerse, se retiró de la habitación sin ganas de continuar peleando con ella.
Una vez solas, piedad la abrazó.
—¡Quiero a mi bebé! —ante esa súplica el corazón de la mujer se arrugó, se sentía la mujer más despreciable del mundo por arrebatarle el hijo a su niña.
Cuando se dio cuenta de la sangre caída en el suelo, se preocupó por Erika y la recostó sobre la cama, luego se dirigió a la puerta para llamar a su jefa, Erika le tomó de la mano antes que saliera
—¡Déjame morir!, ya no tengo fuerzas para vivir, Adrián me abandonó y mi hijo murió. No le digas nada a mi madre, ella me odia desde el día que se enteró de mi embarazo, si muero o vivo, le daría igual porque no me quiere.
—Claro que te quiere, no dejaré que mueras, exclamó con angustia Piedad—, jamás permitiría que algo malo le ocurriera a Erika.