Capítulo V
—Oh, sí. Asistí a la investigación —solía decir—, y hasta hoy no dejé de preguntarme por qué fui. Estoy dispuesto a creer que cada uno de nosotros tiene un ángel guardián, si ustedes me conceden que cada uno también tiene un demonio familiar. Quiero que lo admitan, porque no me siento excepcional de ninguna manera y sé que lo tengo; el demonio, quiero decir. Es claro que no lo he visto, pero me baso en pruebas circunstanciales. Está aquí, y como es malicioso me deja meterme en ese tipo de cosas, ¿qué tipo de cosas, me preguntan? Pues lo de la investigación, lo del perro amarillo —nadie creería que un sarnoso gozque nativo pudiese hacer tropezar a la gente en la galería del tribunal de un magistrado, ¿no?—, el tipo de cosas que por caminos indirectos, inesperados, realmente diabólicos, me hace toparme con hombres con puntos blandos, puntos duros, puntos de peste oculta, ¡caramba!, y les afloja la lengua, con sólo verme, para sus infernales confidencias.
Como si, en verdad, no tuviese que hacerme confidencias yo mismo, como si —¡Dios me ampare!— no tuviera suficiente información confidencial acerca de mí para torturarme el alma hasta el final del plazo que se me ha acordado. ¿Y qué Hice para ser favorecido de ese modo? Quiero saberlo.
Declaro que estoy tan repleto de mis propias preocupaciones como cualquiera, y poseo tanta memoria como el peregrino común de este valle, de modo que ya ven que no tengo mucha competencia para ser un receptáculo de confesiones. ¿Y por qué, entonces? No sé… salvo que sea para pasar el rato después de la cena. Charley, mi querido amigo, tu cena fue muy buena, y en consecuencia estos hombres consideran que una tranquila partida de bridge sería una ocupación tumultuosa. Se regodean en tus sillones y piensan: «Al diablo con los esfuerzos. Que hable Marlow».
¡Hablar! Sea. Y es fácil hablar del señor Jim después de un buen festín, a sesenta metros sobre el nivel del mar, con una caja de cigarros decentes a mano, en una bendita noche de frescura y estrellas que haría que los mejores de nosotros olvidásemos que sólo estamos aquí porque se tolera que estemos, y nos dedicáramos a buscar nuestros caminos con luces cruzadas, vigilando cada uno de los preciosos minutos y de los irremediables pasos, seguros de que en definitiva conseguiremos llegar hasta el final con decencia —pero en fin de cuentas no tan seguros—, y con muy poca ayuda que esperar de aquellos cuyos codos rozamos a derecha e izquierda. Es claro que existen hombres, aquí y allá, para quienes el conjunto de la vida es como una hora de sobremesa con un cigarro: fácil, agradable, vacía, tal vez animada por cierta narración de luchas, que se puede olvidar antes que llegue el final del relato… Antes que llegue el final del relato, aunque no tenga final.
Mis ojos lo vieron por primera vez en esa investigación.
Tienen que saber que todos los relacionados de alguna manera con el mar se encontraban presentes, porque el asunto se había vuelto famoso desde hacía varios días, desde que el misterioso cable llegó de Aden y nos puso a cacarear. Digo misterioso, porque en cierto sentido lo era, aunque contenía un hecho desnudo, un hecho tan desnudo y desagradable como pueda existir. La costa entera no hablaba de otra cosa. Por la mañana, mientras me vestía en mi camarote, oí a través del mamparo que mi parsi Dubash parloteaba acerca del Patna con el camarero, mientras bebía una taza de té, de favor, en la cocina. En cuanto bajaba a tierra, me tropezaba con algún conocido, y la primera frase era «¿Alguna vez oíste hablar de algo que superase a esto?», y según su índole, el hombre lanzaba una sonrisa cínica, o se mostraba triste, o emitía uno o dos juramentos. Los desconocidos se abordaban con familiaridad, nada más que para descargarse el alma del peso del tema. Todos los malditos holgazanes del pueblo aprovechaban para beberse unos tragos a costa del asunto. Se oía hablar de él en la oficina del puerto, en lo de todos los corredores de buques, en lo del agente de uno, en boca de los blancos, los nativos, los mestizos; hasta del botero, sentado, semidesnudo, en los escalones de piedra, cuando uno subía, ¡caramba! Existía cierta indignación, no pocas bromas, e interminables discusiones en cuanto a lo que había sido de ellos ¿saben? Eso siguió así durante un par de semanas, o más, y comenzó a predominar la opinión de que lo que había de misterioso en todo eso resultaría ser también trágico, cuando un buen día, mientras me encontraba a la sombra de los escalones de la oficina de puerto vi que cuatro hombres caminaban hacia mí por el muelle. Me pregunté durante un momento de dónde había salido ese grupo tan extraño, y de pronto, puedo decir, grité para mis adentros: «¡Aquí vienen!». Y venían, no cabía duda alguna —tres de ellos grandes, y uno más grande de perímetro de lo que ningún hombre viviente tiene derecho a ser—, recién desembarcados, con un buen desayuno adentro, de un vapor de la línea Dale que había llegado una hora antes de la salida del sol. Imposible equivocarse; a la primera mirada distinguí al alegre capitán del Patna: el hombre más gordo de todo el bendito cinturón tropical que envuelve esta buena y vieja tierra nuestra. Lo que es más, unos nueve meses antes me había encontrado con él en Samarang. Su vapor cargaba en el puerto, y él maldecía a las tiránicas instituciones del Imperio alemán, y se remojaba en cerveza todo el día, un día tras otro, en la trastienda de De Jongh, hasta que De Jongh, quien cobraba un guilder por cada botella sin siquiera mover un párpado, me llamó aparte y, con la carita correosa toda arrugada, me dijo, en confidencia:
—Negocios son negocios, pero este hombre, capitán, me enferma. ¡Uf! Yo lo miraba desde la sombra. Se apresuraba un poco, adelantado, y el sol que caía sobre él destacaba su masa en forma asombrosa. Me hizo pensar en un elefantito adiestrado que caminase sobre las patas traseras. Y además estaba esplendoroso, de una manera extravagante, ataviado con un sucio traje de dormir, de rayas verticales color verde intenso y anaranjado, con un par de raídas pantuflas de paja en los pies desnudos y un sombrero de corcho abandonado por alguien muy mugriento y que le iba dos números más chico, atado en la cima de la cabeza con una cuerda de manila. Fíjense que un hombre como ese no tiene la menor posibilidad cuando se trata de conseguir ropa prestada. Muy bien. Llegó, acalorado y deprisa, sin mirar a derecha ni izquierda, pasó a un metro de mí, y en la inocencia de su corazón corrió escaleras arriba, a la oficina del puerto, para presentar su declaración, o informe, o como se llame.
Parece que se dirigió ante todo al enganchador principal. Archie Ruthvel acababa de llegar, y según lo cuenta él, estaba a punto de comenzar su arduo día de trabajo dándole una buena jabonada a su empleado de más alto rango. Algunos de ustedes tienen que haberlo conocido: un sumiso y pequeño mestizo portugués, de ínfimo cuello flaco, y siempre preparado para conseguir de los enganchadores algo comestible, un trozo de cerdo salado, un bolso de galletas, unas papas o qué sé yo. Recuerdo que en un viaje le di como propina un cordero vivo de los restos de carga marítima. No es que quisiese que hiciera algo por mí —era incapaz, ¿saben?—, sino porque su creencia infantil en el sagrado derecho a las propinas me conmovía el corazón. Era tan fuerte, que casi resultaba bella. La r**a —o más bien las dos razas— y el clima… Pero no importa. Sé dónde tengo un amigo para toda la vida.
Bueno, Ruthvel dice que le estaba dando un serio sermón —supongo que vinculado con la moral oficial— cuando oyó a sus espaldas una especie de conmoción atenuada, volvió la cabeza y vio, según sus propias palabras, algo redondo y enorme, parecido a una barrica de azúcar de dieciséis quintales, envuelta en franeleta rayada, de pie en el centro de la vasta superficie del piso de la oficina. Declara que se sintió pasmado durante tanto tiempo, que no se dio cuenta de que la cosa tenía vida, y permaneció sentado, inmóvil, preguntándose con qué fin y por qué medios se había transportado el objeto para dejarlo delante de su escritorio. La arcada de la antesala estaba repleta de manipuladores de punkahs, barrenderos, policías, el contramaestre y la tripulación de la lancha de vapor del puerto, y todos estiraban el cuello y casi trepaban unos encima de otros. Todo un motín. Para entonces el sujeto había conseguido quitarse el casco a fuerza de tirones y sacudidas, y avanzaba hacia Ruthvel con leves inclinaciones de cabeza. Ruthvel me dijo que la visión era tan desconcertante, que durante un tiempo escuchó sin entender qué quería la aparición. Hablaba con voz ronca y lúgubre, pero intrépida, y poco a poco Archie entendió que se trataba de un aspecto del caso del Patna. Dice que en cuanto se dio cuenta de quién era el que tenía ante sí se sintió muy enfermo —Archie es tan simpático, y se conmueve con facilidad—, pero se recuperó y gritó:
—¡Espere! No puedo escucharlo. Tiene que ir a ver al jefe ayudante. No puedo atenderlo. El hombre que tiene que ver es el capitán Elliot. Por aquí, por aquí.
Se puso de pie de un salto, corrió en torno del largo mostrador, tiró, empujó; el otro se lo permitió, sorprendido pero obediente al comienzo, y sólo ante la puerta de la oficina privada cierto instinto animal lo hizo retroceder y bufar como un buey asustado:
—¡Oiga! ¿Qué pasa? ¡Suelte! ¡Vamos! —Archie abrió la puerta sin golpear.
—El capitán del Patna, señor —grita—. Entre, capitán.
Vio que el viejo levantaba la cabeza de unos papeles, con tanta energía que las gafas se le cayeron; cerró con un portazo y huyó rumbo a su escritorio, donde algunos documentos aguardaban su firma. Pero dice que el estrépito que estalló allí fue tan horrendo, que no pudo recobrar el dominio de sus sentidos lo suficiente para recordar cómo se escribía su nombre. Archie es el enganchador más sensible de los dos hemisferios. Declara que sintió como si hubiese arrojado un hombre a un león hambriento. No cabe duda de que el ruido era grande. Yo lo escuché abajo, y tengo todos los motivos para creer que se lo oyó al otro lado de la explanada, hasta el palco de la orquesta. El viejo Elliot tiene un gran acopio de palabras, y sabe gritar; y no le importa a quién le grita. Le habría gritado al propio virrey. Como solía decirme:
—He llegado tan alto como es posible; mi pensión está segura. Tengo ahorradas unas libras, y si no les gustan mis ideas sobre el deber, prefiero irme a casa. Soy un hombre viejo, y siempre dije lo que pensaba. Lo único que me interesa ahora es ver casadas a mis hijas antes de morir.
En ese sentido estaba un poco chiflado. Sus tres hijas eran encantadoras, se parecían sorprendentemente a él, y por la mañana despertaba con una torva visión de las perspectivas matrimoniales de ellas; entonces la oficina se lo leía en la mirada y temblaba, porque, decían, sin duda aplastaría a alguien antes del desayuno. Pero esa mañana no se devoró al renegado, sino que, si se me permite seguir con mi metáfora, lo mascó en trocitos diminutos, por decirlo así y, ¡ah!, lo escupió de vuelta.
Así, pocos minutos después vi que su monstruoso corpachón descendía a toda prisa y se quedaba inmóvil en los escalones exteriores. Se había detenido cerca de mí para dedicarse a una profunda meditación; le temblaban las amplias mejillas purpúreas.
Se mordía el pulgar, y al cabo de un rato me miró con irritación de reojo. Los otros tres tipos que habían desembarcado con él lo esperaban en un grupito, a cierta distancia. Había un hombrecito de rostro cetrino, pequeño, con un brazo en cabestrillo, y un individuo alto, de chaqueta de franela azul, seco como una piedra y no más fornido que un palo de escoba, de caídos bigotes grises, que miraba en torno con aspecto de airosa imbecilidad. El tercero era un joven erguido, de anchos hombros, las manos en los bolsillos la espalda vuelta a los otros dos, que parecían conversar con animación. Miró a través de la explanada desierta. Un destartalado gharry [5] , todo polvo y celosías, se detuvo frente al grupo, y el conductor, levantando el pie derecho sobre la rodilla se dedicó al examen crítico de los dedos de los pies. El joven no hizo movimiento alguno, ni siquiera con la cabeza, y siguió mirando el sol. Esa fue la primera vez que vi a Jim. Parecía tan despreocupado e inabordable como sólo pueden parecerlo los jóvenes. Ahí estaba, esbelto de miembros, rostro limpio, firme sobre los pies, un joven tan promisorio como ninguno sobre los que haya brillado el sol; y al mirarlo, sabiendo todo lo que sabía él, y un poco más, me enojé como si lo hubiera sorprendido tratando de arrancarme algo con falsedades. No tenía derecho a exhibir un aspecto tan sano. Pensé para mí: bueno, si un hombre así puede andar tan mal… Y entonces sentí que podía arrojar mi sombrero al suelo y bailar sobre él de pura mortificación, como una vez vi que lo hacía el capitán de una barca italiana, porque el imbécil de su primer oficial había fabricado un embrollo con las anclas cuando hacía un amarre volante en un puerto repleto de barcos. Y me pregunté, mientras lo veía ahí, en apariencia tan a sus anchas: ¿es tonto, es insensible? Parecía dispuesto a silbar una melodía.