Prefacio
La gente se movía de un lado al otro tratando de atender a cada uno de los pacientes, es un trabajo arduo dónde las enfermeras tienen un papel fundamental, ya que sin ellas, nuestro trabajo sería en vano.
Por mi parte era lo que se podía considerar un pequeño ciervo recién nacido, estaba en proceso de acostumbrarme, manejando los nuevos horarios, intentando dar con las rutinas de todos, adaptándome a cada doctor.
Era algo que llevaba un tiempo, cualquier persona normal tardaría un tiempo en hacerlo, pero yo no era “normal”, no dentro de lo que se conoce como normalidad.
Lo era a mi manera, de una que solo algunos conocían y comprendían. No obstante, para ser que no llevaba tanto tiempo haciendo esto, me sentía como si fueran años.
Me gustaba lo que hacía, la satisfacción que producía en mí con cada día que pasaba, esa mezcla de adrenalina y felicidad que consumía mí cuerpo por completo.
Estaba segura de que había nacido para esto. Qué era lo mío. La medicina era sin lugar a duda mi cable a tierra, lo que me motivaba a más.
Mi lugar seguro.
Repaso una vez más a todos los pacientes, llevaba media hora atendiendo a un hombre que habían sido trasladado del asilo. Si mis abuelos lo vieran sentirían vergüenza de sus hijos.
El hombre estaba completamente abandonado, se notaba que no lo bañaban, apenas tenía limpia la cara. Sabía que no era tratado como debía por sus uñas.
Sus dedos largos y callosos se encontraban llenos de arrugas, las uñas amarillentas tenían grietas y mugre bajo estas. Sus ojos marrones escondidos tras unas cejas pobladas con tintes blancos. Se notaban apagados, tristes, rotos.
— No entiendo cómo puedo pasar esto —seguí pidiendo estudios mientras la mujer se quejaba de nuevo.
— Falta de cuidado —murmuré y ella colocó sus manos en las caderas.
— ¿Disculpé? —levanté mi vista.
— No, no lo hago —deje la planilla y mire a otra de las chicas —. Por favor, Betty, toma una muestra de sangre, pide control con neurología y trae al neumólogo.
— Claro —me miró —, ahora lo hago doctora Hamilton.
Mire de nuevo al hombre que luchaba por respirar, ya le había colocado antibióticos, estábamos en invierno, listos para las fiestas, se suponía que viajaría a Seattle en unos días, pero al final, ellos vendrían acá.
— Usted no puede decir eso —la voz chillona volvió.
— Puedo —miré a la mujer y su marido —, el paciente presenta deshidratación, tiene las uñas largas y sucias, pero usted no vio eso —miró las manos —, además presenta dificultad respiratoria y huele a orina, lo que indica que se ha pasado su pañal y nadie lo ha cambiado desde entonces —mire al hombre —, dudo que lo hagan más de dos veces al día.
El sonido de la ambulancia llega y mis ojos van al reloj que descansa en la pared blanca. Estoy en el área de emergencia, me tocó la guardia del viernes por la noche. Uno diría que es malo, pero para mí es uno de los días donde más aprendo.
Es sabido dentro del ambiente que los fines de semanas el lugar se llena, los accidentes de tránsito, reuniones familiares fallidas o con accidentes domésticos, son algo de lo que puedes ver a diario.
El día de acción de gracias está a solo semanas, ahí esto explota con casos para traumatología o cirugía general, pocas veces venía alguien con golpes en la cabeza. Todavía el invierno no llegaba completamente, pero cuando lo hacía esto explotaba.
Salgo y me remuevo por el frío, la ambulancia se frena abriendo la puerta de golpe y los médicos bajan mientras dan el estado general del paciente que trae a su mujer llorando.
— Señora, buenas noches —le sonrió —, soy la doctora Hamilton, atenderé a su marido, pero necesito que espere en la sala.
Una de las enfermeras se la lleva y pasamos a una camilla, comienzo a revisarlo. Mis manos se mueven mientras pido que llamen a los médicos que están de guardias, en este caso. Mi jefe.
Escucho el nombre del doctor de mis pesadillas por los parlantes y me contengo de rodar los ojos, no podía hacer eso delante de toda esta gente, aunque quisiera.
Este era el lugar ideal para las serpientes.
Las enfermeras podían pensar que era un agrio, pero todas lo amaban, lo que era ilógico porque el sujeto era insufrible.
Me concentro en el olor, el leve aroma de etanol, cloruro de sodio y desodorante de piso. Las voces de mis compañeros pidiendo estudios o dando indicaciones a los pacientes o enfermeras, el ruido de los instrumentos contra las bandejas, la voz en el parlante y luego el sonido del corazón de mí paciente. Cada una de esas cosas marcando el ritmo de lo que seguirá.
— ¿Qué tenemos aquí?
Su voz ronca mando las señales a mi cuerpo, el sujeto que me hace la vida imposible, el mismo que se encarga de torturarme día sí y día también, al que insulte un par de veces. Bueno tal vez cinco o más, es que no las contaba. Se encontraba justo a mi lado.
— Hombre caucásico, cuarenta y cinco años, presenta dolor de pecho, disnea, sudoración excesiva y jaqueca —comienzo a hablar —el electro se elevado, se le ha pedido un examen químico.
Comienza a revisarlo mientras los demás nos movemos a su alrededor, las enfermeras van de un lado al otro dando indicaciones, algunas personas esperan en las camillas tosiendo o con aspecto demacrado.
Estoy esperando al neurólogo, neumólogo y los estudios que faltan, cuando el llanto de un bebé me distrae un momento, parece que le falta el aire un poco, el sonido sale ronco, quizás por el tiempo que lleva llorando, pero no lo sabría al menos que lo revisara.
— Doctora Hamilton —vuelvo la vista al hombre de mis pesadillas —inyecte un…
El estruendo de las cosas de metal cayendo al suelo nos exalta, mi rostro gira en dirección al sonido para observar al hombre que entra seguido de una enfermera.
Su tez blanca está llena de sudor, tiene la mirada desorbitada y el cabello oscuro como la noche. Mira a todos lados mientras Knight toma una jeringa e inyecta al paciente.
Se que me lo ha pedido, pero yo solo puedo ver al hombre y sentir mis alertas encenderse.
— Señor, no puede entrar —la enfermera grita aquello mientras lo persigue.
El brazo del hombre se movió golpeando su abdomen, algo que impulsa su cuerpo hacía tras directo al suelo. Trató de acercarme a ella para ayudarla cuando levanta la mano y un arma aparece apuntando directamente a mi cabeza.
Elevó mis manos instintivamente mientras me concentro en todo lo que me han enseñado en la familia. Mi hermana da clases de esto, mí guardaespaldas están afuera, solo tenía que tocar mi celular y entraría.
— Tranquilo —hablo despacio —, solo tiene que calmarse.
— No —grita y me sobresalto —, no hable.
— Britney.
Su voz ronca suena llena de pánico mientras el sujeto se me acerca y pone el arma en mi cabeza. No me muevo, no puedo, solo siento el sudor frío recorriéndome el cuerpo desde la nuca hasta los pies.
El metal que se implanta en mi hueso frontal está frío, pero aun así parece que me quemara, había visto armas, Aarón tiene, Ron también, incluso los Rossi, pero ahora tenía la sensación de que mi vida pendía de un hilo.
Me estremezco cuando se me acerca más, sus ojos ahora estaban llenos de frío y determinación, una que me dejaba en claro que las cosas se podrían peores.
— Tú te vas a quedar quieta y me vas a ayudar.
Trago despacio sintiendo como todos mis músculos se convierten en roca, el lugar se queda en completo silencio o quizás yo no escucho nada, porque lo único que oigo en mi corazón desenfrenado, mi respiración errática y la forma en que me quema.
— Yo lo ayudó, solo dejé que ella se vaya —Knight habla y lo miró.
No podía creer que estuviera haciendo eso, demonios, él estaba ofreciéndose como tributo. El hombre niega repetidas veces con los ojos llenos de lágrimas.
— No, no —lo miró —, ella me tiene que ayudar.
— Déjala ir, ella solamente es una pasante —volvió a hablar.
— No, ella lo hará —Alexander se movió—, no te muevas o la mató
Solo escuché el clic del arma y cerré los ojos. Luego la detonación llegó.