Capítulo 16

2113 Words
Estuvo puntual en la puerta de aquel edificio, nadie lo podía culpar, realmente estaba ansioso por volver a verla. En cuanto vio a Guadalupe salir por esas puertas de vidrio, con la mochila colgando de un hombro, se sintió el infeliz más afortunado del mundo. Sonrió más amplio en cuanto la vio abrir la puerta y casi que no llega a reaccionar cuando ella, en vez de sentarse en el asiento que le correspondía, pasó por encima del freno de mano y se ubicó sobre su regazo, al mismo tiempo que sus manitos sujetaban con suave fuerza las mejillas y esos labios tan bonitos comenzaban a devorar las suyos. —Muero de tanto que te extrañé — susurró ella contra su boca. —Igual — respondió y la volvió a besar con más ganas, casi dejándose llevar, siendo interrumpidos por un suave golpecito en la ventanilla del auto. Casi como enfadados, se desprendieron para contemplar tan molesta interrupción, a ese hombre de sonrisa tímida que los observaba al otro lado del vidrio. —Hola, cuñado — saludó Emanuel y Pedro sonrió más amplio —. Guada, mamá dice que no te olvides de avisarle a qué hora volvés y si vas a cenar en casa — dijo el castaño. —Yo le mando un mensaje — aseguró bajando de las piernas de su novio para ubicarse en el lugar que le correspondía —.¿Vos qué hacés acá afuera?— indagó. —Martín está por llegar — confesó y la sonrisa boba no pasó desapercibida a ninguno de los otros dos. —Mis saludos a él. Que tengan lindo domingo. Vamos — escupió casi sin respirar la castaña, sintiendo la urgencia de estar a solas con su precioso morocho. —Nos vemos, Ema — saludó Pedro y puso su vehículo en marcha, después de todo él también necesitaba de aquel tiempo a solas. Ema se quedó observando el vehículo perderse en las calles de la ciudad, hasta que una camioneta, increíblemente cómoda, se paró delante de él. En cuanto sus ojos avellanas contemplaron al rubiecito hermoso, una tonta sonrisa de lado se abrió paso en su rostro. Bueno, Martín podía asegurar que estaba demasiado estúpido para siquiera pensar en un saludo decente. —Buenas — dijo Ema subiendo al vehículo. —¿Hay algún momento del día en el que te veas mal? Porque para mí que sos hermoso todo el tiempo, pero quiero confirmarlo — respondió embobado. Emanuel sonrió un tanto tímido y se acercó por encima del asiento de su compañero para besar suavemente esos labios que lo tenían delirando hacía varios días. —Vamos que muero de hambre — dijo sabiendo que poco había comido ya que no quería arruinar su apetito, por más que Majo poseía una enorme bandeja repleta de cosas a probar. No, él casi no comió nada y aguardó pacientemente a que se hiciera la hora de reencontrarse con el rubio hermoso. —Vamos— respondió sonriendo bien amplio mientras sacaba la camioneta del lugar donde había estacionado. Casi sin hablar demasiado, disfrutando de un cómodo silencio, llegaron al enorme hogar de ese rubiecito precioso, hogar que desbordaba lujo en cada detalle exterior, con ese gris oscuro pintando sus gigantescas paredes junto a esos detalles en blanco. Sí, Emanuel podía casi sentir la indigencia en su vida al lado de tanta guita. —¿Vos me estás jodiendo?— preguntó sorprendido —. Si llegás a tener un mayordomo me voy — amenazó con seriedad pero Martín rió ante tanta cosa bonita desplegada frente a su nariz. Hermoso, eso era Emanuel para él. —No seas boludo — dijo caminando hacia la entrada de su hogar, llevando al castaño de la mano. —En serio, ¿cuánta guita tienen?— indagó pasando por aquel garaje abierto donde podía contemplar tres vehículos bien de alta gama, en extremo caros. —Algo — respondió escueto, es que no le gustaba ni un poquito hablar de ese asunto, tema que a todos parecía importarle más que su propia persona. —Algo tiene, no sé, Marco, pero vos… Y ahí Ema, sin necesitar más que una rápida mirada por parte de Martín, entendió todo, porque sí, no podía explicar cómo, pero lo entendía sin necesidad de hablar. Emanuel supo, con increíble claridad, que aquel tema le molestaba, no, lo ¿avergonzaba?¿Acaso alguien podía sentir vergüenza de tener mucha guita? Bueno, la mirada esquiva de Martín le daba una buena pista de que así podía ser. —No te voy a juzgar de niño mimado — le susurró al rubiecito con bastante humor. —Tan tonto— rió apenas negando con la cabeza, sintiendo ese enorme alivio de saber que Emanuel, sin necesitar ni una sola explicación de nada, ya lo sabía todo —. Bienvenido — dijo dando paso a un enorme salón donde podía apreciar tres gigantescos juegos de sillones, una enorme mesa de vidrio rodeada de sillas de un gris tan oscuro como el de las paredes exteriores, además del esperable televisor de dimensiones ridículas y cientos de adornitos desparramados por allí. —Amo que tu casa esté tan limpia— murmuró dejando escapar ese ser extraño que habitaba en su interior, ese que adoraba la limpieza y el orden casi de manera obsesiva. —Tan lindo — dijo llevándolo al interior de la cocina, aquella que bien podía haber sido sacada por completo de una revista de decoración. ¡Hasta las frutas parecían irreales! —. Hoy vas a tener el honor de comer los mejores capelettis de Mendoza — explicó caminando directo a la barra de la cocina. —Es trampa — respondió el castaño entrecerrando sus ojitos —, los compraste hechos — agregó acercándose al rubio que sacaba varios recipientes del interior de una enorme bolsa. —Yo dije que íbamos a comer, jamás prometí ser quien cocinara— rebatió con seguridad. —Mmm… Bien, te doy la derecha en esa, pero la próxima vez yo me encargo de la comida — dijo solo para asegurarse que no siempre comieran aquellos platos que él difícilmente podía pagar, porque sí, toda Mendoza conocía ese caro restaurante de donde habían salido aquellos preparados. Realmente Emanuel había dicho aquello solo pensando en el gasto económico, no intentando provocar esa linda reacción en el rubiecito hermoso, ese mismo que ahora le comía la boca con demasiadas ganas de todo. —Vamos a comer el postre antes — ordenó Martín y en cuanto clavó sus ojos en los de Emanuel entendió que a ese chaboncito le encantaba su faceta dominante, ahora la pregunta era ¿hasta dónde podía ir con aquello? Bueno, no esperaría mucho para saberlo, ya que, apenas se separó de él, lo llevó escaleras arriba hasta su habitación, la misma que había tenido desde que nació, la misma que miraba hacia las montañas imponentes que custodiaban a la provincia. Emanuel se dejó guiar y en cuanto Martín lo ubicó al borde de la cama, solo para luego separarse varios pasos, los suficientes para que no pudiera tocarlo ni aún estirara sus brazos, sintió el corazón bombear demasiado fuerte en el interior de su pecho. —Sacate la ropa — ordenó Martín con la voz firme y sus oscuros ojos clavados en él, casi traspasándolo con ese brillo de autoridad que destilaban. ¿En serio harían aquello? Emanuel jadeó impactado pero comenzó a obedecer sin rechistar, notando la sangre caliente recorrer todo su cuerpo a una velocidad increíble, casi elevándolo de ese piso tan limpiecito. Con prisa quitó cada prenda dejándolas acomodadas sobre el final de aquella amplia cama. De pie, desnudo, excitado, se enfrentó otra vez a Martín, a ese flaco que lo observaba con demasiada concentración desde la cómoda silla de su escritorio. El rubio se mantuvo en un extraño silencio por unos cuantos segundos, detallando con sus ojos cada pequeña parte de aquel castaño que lo volvía loco sin siquiera hacer nada más que estar allí, de pie, desnudo, solo para él. Aguantó el gemido que quiso abandonar su garganta y con la voz engrosada por tanta cuestión que se desarrollaba frente a él, dió su siguiente indicación: —Tocate — dijo sin una pizca de amabilidad. Emanuel tragó pesado y comenzó a masturbarse con tranquilidad, completamente incapaz de despegar sus enormes ojos de ese rubio que no apartaba la mirada de su pene envuelto entre sus dedos, de ese m*****o erguido, completamente hinchado, todo gracias a ese mismo rubiecito que no lo había tocado ni una sola vez. — Acostate en la cama — ordenó Martín. Casi acaba en el preciso momento que aquella orden llegó a sus oídos, cuando esa voz, firme, le indicó lo siguiente que podía hacer, porque sí, se sentía incapaz de realizar cualquier acción que Martín no le hubiese indicado, como si ese rubio hubiese extendido una cadena invisible de sumisión hasta su cuerpo, volviéndolo completamente obediente a él y solo a él. Emanuel se recostó con la espalda pegada al cómodo colchón y continuó con su tarea de satisfacción, sintiendo aquella mirada recorrerlo sin pudor, acariciarlo desde la distancia. Cerró los ojos y se dejó envolver por esa sensación que lo estaba llenando hasta arriba, que le estaba gustando demasiado, tan lindo… —Preparate porque te voy a coger fuerte y no quiero perder tiempo en dilatarte — explicó Martín dejando un pequeño pomo de lubricante sobre su cuerpo. Emanuel abrió los ojos y contempló a ese rubio que lo observaba desde toda su altura, plantado al lado de la cama, con sus ojos más oscuros que nunca clavados directamente en él. Con su mano libre destapó el lubricante y se untó bien sus dedos, comenzando a introducir el primero al mismo tiempo que notaba cómo Martín se alejaba de él y volvía a la misma silla que había ocupado desde que ingresaron a esa enorme habitación. Gimió con fuerza cuando pudo meter su segundo dedo mientras seguía bombeando en su pene sin descanso. Se dilató a conciencia, queriendo satisfacer a ese pendejito mandón que tanto le gustaba. Escuchó la ropa de Martín golpear el piso y abrió los ojos solo para quedarse sin aliento. El pene de Martín se veía brillante, enorme, erecto como nunca, mientras se acercaba con ese paso seguro, aplastante, que a él lo congeló en dos segundos. Lo que Emanuel no podía dimensionar era la montaña de voluntad que estaba poniendo aquel rubio solo para no tocarse, solo para no masturbarse al mismo tiempo que él. No, Emanuel jamás comprendería que su imagen, bañada de transpiración, con sus músculos tensos, ese pene delicioso y aquellos jadeos que abandonaban su garganta de vez en cuando, llevaban a Martín demasiado al límite. —No vas a acabar sin mí — ordenó Martín sosteniendo la mano de Emanuel, ubicándose sobre él al mismo tiempo que lo ataba a su ser con solo aquella mirada firme. —Por favor… — susurró Emanuel sintiendo que ante el mínimo tacto acabaría como nunca antes lo había hecho. —Fuiste muy obediente — halagó el rubio con cariño —. Ahora yo me encargo — dijo y comenzó a hundirse en él, necesitando apretar las muelas para aguantar las ganas de dejarse ir. Mierda, había sido demasiado ese juego, lo había encantado en extremo, pero no iría más allá de eso, no se sentía cómodo fuera de solo algunas indicaciones bien dadas, porque sí, no se veía ni un poquito golpeando ni atando a Emanuel, no le gustaba pensarlo en esas condiciones, pero así, tan sometido a sus órdenes, mierda, eso le había encantado. —No voy a poder… — jadeó Emanuel apretando los hombros del rubio, sintiendo ese pene ingresar una y otra vez dentro de cuerpo, tocando ese punto exacto en su interior, elevándolo un poquito más. —Dejate ir — susurró Martín bien bajito en el oído del castaño, bien suavecito, casi como una caricia dada solo con palabras. Listo, no necesitó nada más, eso era lo poco que necesitaba Emanuel para dejarse ir con ganas, gimiendo fuerte mientras se aferraba al rubio precioso, mientras su semen ensuciaba sus cuerpos, mientras todo perdía sentido y solo existía él y Martín, quien iba en igual camino que su orgásmica realidad. —Ema — susurró Martín y se apretó más a él, se aferró con ganas mientras temblaba al ritmo del final de su propio orgasmo. —Tan perfecto — suspiró Emanuel sintiendo cómo era liberado de tan apretado agarre, notando esos oscuros ojos de nuevo enlazarse con los suyos, transportándolo a un mundo que solo Martín podía crear. —Vos sos perfecto — susurró el rubio y lo besó con suavidad en los labios.
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