Narrado por Michel
¿Qué se supone que es el amor hacia una mujer? ¿Es afecto e inclinación hacia tu pareja? ¿Es atracción s****l y emocional? ¿Es ver un futuro juntos a pesar de las dificultades? Eso era todo lo que pensaba acerca del amor cuando le pedí en un viaje estudiantil que fuese mi novia, a mi tierna Ana.
Antes de conocerla, no era particularmente un hombre comprometido y serio con las relaciones que tenía. Porque yo tenía una sola meta en la vida, graduarme como oncólogo clínico. Estudiar medicina no dejaba tiempo algunas veces ni siquiera para ser un humano, sino más bien una especie de robot.
Desde que entre en la facultad con sueños infantiles sobre “salvar a todos del cáncer” hasta enfrentarme con la realidad de que me había embarcado en una profesión con millones de limitaciones, y que la curación total y absoluta era un escenario utópico. Una máquina alimentada a base de desmotivaciones me llegué a sentir alguna vez.
Las desmotivaciones eran el pan del día a día desde que era un niño. Ellas iniciaron a tocar a mi puerta a los 10 años, con la muerte de mi madre por la enfermedad que sería el centro de mi vida: el cáncer. Cualquier niño que pierde a su madre en la agonía de ese padecimiento, quedará trastocado, pero el soporte de mi padre Diego y de mi hermana mayor Elle, ayudaron cubrir rostros mojados de una que otra sonrisa. Las mías y las de mi melliza Carol.
Aun así, solo bastaron cinco años para que la desgracia volviese a azotarnos con la muerte de nuestro padre. Nuestro todo. Quizás estaría muerto si no fuese por el ímpetu de Elle, ella tuvo fuerzas por los tres, y hasta el día de mi muerte probablemente estaré agradeciéndole.
En una mezcla de pequeñas victorias con mis altas calificaciones, de peleas incesantes ante la rebeldía de Carol y de ojeras de cansancio de Elle, los años fueron pasando. Fui afrontando las primeras recuperaciones parciales y las primeras muertes de mis pacientes. Y en ese tranvía de mezcolanza estaba Ana.
Como había mencionado, no me tomaba en serio a las mujeres, suficientes compromisos tenía. Hasta que la timidez y buen corazón de Ana me llenaron de una manera que no sabía necesitaba ser llenada. Ella tenía ideales intactos, creía en la vida, creía en el futuro, creía en la capacidad del ser humano de superar las adversidades genéticas. Fue la primera mujer que amé de esa forma, de una forma pasional y protectora. Ella no podía cometer errores frente a mis ojos, porque era perfecta.
Tuvimos una relación estable por casi seis años. Se incorporó en mi ruidosa familia por el tiempo en el que mis sobrinos Caroline, Adrián, Diego y Gabo se juntaron en un mismo país para enloquecernos. Y también en un tiempo en donde se incorporó a la familia al hombre que quise lejos de mi hermana mayor por más de diez años. Sin embargo, funcionamos en un revoltijo de incomodidad que fue siendo superada con base en el amor. El amor de familia, tal cual nuestros padres hubiesen querido.
Con una profesión en la que cada vez ganaba más logros, niños por doquier pidiendo por más compañeros de juegos y el confort económico por el que tanto luche, era tiempo. Tiempo de darle una gran boda, una casa con un amplio jardín e hijos a la mujer que amaba.
No escatimamos gastos, Ana era una mujer modesta pero la modestia se le olvidó al proponerle matrimonio. Más grande mejor, en lo referente a invitados, y en lo referente a la luna de miel. Grecia, Santorini. Mis hermanas no hacían más que burlarse de la boda gitana que pretendía tener, del dinero que planeábamos gastar, y del hecho de que de los tres hermanos yo fuese el que tuviese la boda más extravagante. Cuando Carol vivía en una unión de hecho, y Elle tenía planes de una boda simple sin muchas complicaciones.
Nada de eso importaba porque daría todo por Ana. Pero ella no era capaz de darme algo esencial en un matrimonio. Fidelidad.
Se suponía que la esperaría en el departamento una hora antes de la boda de Elle, esta sería en el hotel Montenegro. Ese departamento que compartíamos desde hacia unos tres años. Ella saldría de una guardia de 12 horas del hospital y conduciría a nuestro hogar por sí misma para arreglarse. No me quería molestar. Yo tampoco quería hacerlo cuando era mi hermana la que se casaba. Por lo que sin decirle llegue al hospital en una sorpresa que esperaba fuese bien recibida. No quería que condujese trasnochada.
Y en una de las habitaciones de descanso, a unos tres meses de la boda de miles y miles de dólares, vi algo que me hizo cuestionar acerca del significado no solo del amor romántico, sino de comprometerse a tal punto con una mujer. Ella estaba con otro hombre, teniendo sexo con otro hombre. Unos cuantos golpes a este que ni conocía, una discusión acalorada con Ana, y una huida a un bar, resumió todo.
Lo que no es fácil de deducir fue la locura que cometí en ese bar, olvidándome de donde debía estar. Entre trago y trago una mujer hermosa, se sentó a unos puestos de mí. Pidió tequila, casi se ahoga con la bebida, y un comentario jocoso que no tenía intensión de coqueteo dio resultados que no deseaba, se acercó a mí. Yo que tenía años sin seducir a una nueva mujer capté sus intenciones con rapidez, quería acostarse conmigo sí o sí. Y yo con ella, sí o sí. ¿Por qué no? Vi a la mujer que amaba de rodillas frente a otro tipo, a mi inocente y angelical Ana.
En esa habitación de hotel me olvidé de lo que eran las palabras de amor, las caricias de amor y la lógica del amor. Fue sexo duro, sucio, perverso, sin sentimientos, sin besos, sin excusas. Esa morena gozó tanto o más que yo. La noche se hizo eterna entre la intoxicación del tequila, la sal, el limón y la calidez de su interior.
La sentí tan desinhiba y sin ganas de detenerse, que hice sus deseos y los míos realidad. A la mañana siguiente después del sexo, ninguno de los dos estaba arrepentido de lo que hicimos y lo repetimos. Una vez, dos veces y a la tercera, esa sensual mujer me quería matar hasta exprimirme con seguridad, me montó con su culo.
Es que no me reconocía, era como si el diablo me hubiese poseído. Como si tuviese algo que demostrar a alguien o algo. Nada me dolía, la ira no existía, ni la tristeza, ni el dolor, era solo un animal fornicando. Caída la tarde y estando los dos conscientes de que nuestros cuerpos no resistirían más semejante actividad, nos despedimos.
Literalmente nos despedimos. Sin dramas, sin presentaciones innecesarias o promesas falsas de volvernos a encontrar. Nos vestimos en silencio, bajamos en el mismo ascensor y al salir de este, la mujer me guiño un ojo y desapareció en la masa de autos del estacionamiento. No volví a saber de ella más.
No me hacía falta. Había sido una aventura de despecho, yo igual para ella.
En cambio sí había mucho que hacer al regresar al departamento. De por sí en la mañana había tenido una llamada con Elle rompiendo los tímpanos sobre que no me presentase en su boda. Le mentí diciendo sobre una emergencia con un paciente, a quien no le podía mentir era a Ana, que por algún motivo me estaba esperando en la sala del departamento.
Sus ojos estaban hinchados y sus mejillas rojas, se colocaba así después de llorar. Llevaba una pijama desarreglada. Ella se quedó mirándome por un largo rato, era como si una tormenta se apoderase de sus pensamientos. Antes de que hablase los ladridos de Zeus, mi perro, resonaron en las paredes. Él me dio la bienvenida con sus lametazos y mientras le daba algunas caricias para calmarle, fue que Ana salió de su trance.
—¿Dónde estabas Michel? ¿No sabes lo preocupadas que estábamos por ti? — me reclama temblorosa. Yo le ignoró, dejó de tocar a Zeus y voy a nuestra habitación. Ella me sigue — ¿No me piensas hablar?
—No es tu problema donde estaba yo Ana. Hablé con Elle temprano.
—¿Qué hablaste con ella? ¿La mentira de que estabas en una emergencia? Ni en el hospital o en la clínica sabían de ti. ¡Mírame cuando te hablo! — me grita. Entro en la habitación y abro el armario para sacar una maleta.
—Te daré tres días para que busques a donde irte Ana — le comunico metiendo algo de ropa y otras pertenencias esenciales. El departamento era mío — me quedaré en un hotel en eso.
Ingreso en el baño para buscar mi cepillo de dientes y máquina de afeitar, pero al salir Ana está sacando todo lo que metí en la maleta. Y me ve con una rabia que no contiene, sus lágrimas me lo demuestran.
—¿Ya te desquitaste no es así? ¿Con cuántas te acostaste ayer? ¡¿Con cuántas te has acostado todos estos años y yo te las he perdonado?!
Celos. Ana me celaba constantemente en nuestra relación. En los últimos meses habíamos tenido varias peleas por ese motivo, la pelea más reciente fue tan grande que no fuimos al viaje familiar a Bora Bora. No sabía en esos momentos que era una hipócrita consagrada, pero creía que se debía a mi pasado con las mujeres. Antes de ella las mujeres iban y venían, después de ella, ella solo existió para mí. Me había enamorado y entregado todo lo que tenía ¿para qué?
—No necesito tu perdón en algo que nunca hice — le reclamó metiendo de nuevo todo en la maleta.
—¿AH SI Y ANOCHE? — se me acerca y jala el cuello de mi camisa, alejo su mano de mí — ¡NO ME MIENTAS! ¿QUIÉN TE HIZO ESOS MORETONES?
Esto era increíble. Quería tomar mis cosas, ser razonable y darle tiempo para que buscase donde vivir. Por el contrario, ella quería pelear y pelear, cuando quien tenía motivos para pelear era yo. No lo deseo, tomo la maleta, la cierro y salgo de la habitación con Ana siguiéndome.
—¡NOS VAMOS A CASAR MICHEL! ¡TIENES QUE ESCUCHARME! FUE UN DESLIZ, ESTABA TAN ESTRESADA QUE… ¿Cómo vamos a perder seis años por un encuentro casual?
La mención de la boda me molesta mucho más. Y le doy el frente para dejarle todo en claro a esa mujer.
—La boda se cancela Ana. No me casaré contigo — digo sepulcral — tus excusas no me sirven de nada. Porque si doy fidelidad, quiero fidelidad a cambio. ¿Es tan difícil e injusto de entender? Cuida a Zeus por mí estos días.
—Michel… yo … — sus lágrimas cubren sus mejillas — fue solo sexo, caí en la tentación de las guardias yo… yo…
—No hay boda Ana. Tres días.
Me marcho sin mirar atrás.