7 de marzo de 2003
Una risa dulce y suave como la miel burbujeó desde la garganta de Annice cuando un pequeño grito estridente brotó de Amira.
-¡Deja de reírte! -se quejó la joven apartando su taza a un lado-. ¡No tiene ninguna gracia! Desde ayer por la noche no paro de andar preocupada; además, creo que me he resfriado.
Annice volvió a reír, más suavemente, lo que le ganó una mirada de reproche de la morena.
-Lo siento -se disculpó, sin sentirlo realmente-. Sé que no debería reírme, pero admite que ha sido gracioso.
-¡Solo para ti! -bramó-. Soy yo quien se ha quemado la lengua. Si fuera el caso contrario, no estarías riéndote.
Annice le sonrió, en silencio. A veces, era mejor guardar silencio.
Amira le dedicó una última mirada antes de inclinarse sobre su asiento. No pudo evitar s
