Sara Ferreira

1448 Words
Sara Ferreira dio inicio a su rutina como cada mañana. Debía comenzar el día tendiendo su cama, no era capaz de abandonar el cuarto hasta no ver las sábanas en su lugar. Luego se desnudó, como hacía calor esa noche había dormido solo con una bombacha blanca y una remera vieja. No se sentía cómoda usando pijama, ni siquiera en invierno. Una ducha fresca la ayudó a despejar su mente, aún adormilada. Cuando procedió a lavarse los dientes insultó por lo bajo a João, su novio, quien una vez más se había olvidado de tapar el dentífrico. —Ahora está seco… claro, como este pelotudo no tiene que usarlo todos los días… Le encanta que su novio se quede a dormir; pero le gustaría que fuera más considerado con esos detalles que para ella eran importantes. Luchó con la punta reseca del dentífrico y al fin pudo sacar un poco de pasta utilizable. Se lavó los dientes con más rapidez de lo habitual porque sentía que había perdido preciosos segundos. Aún tenía que vestirse para ir a trabajar. Al desayuno lo consumiría en su oficina, de esa forma no perdería el tiempo preparándolo. En cuatro años de trabajo aprendió a amigarse con la rutina, le brinda seguridad y estabilidad. La rutina es su amiga. Su uniforme de oficina consiste en una sencilla camisa blanca, una pollera gris ceñida al cuerpo y tacos. No le gusta la forma en que los tacos le levantan la cola, piensa que la hace parecer vulgar y atrae demasiadas miradas, más de las que a ella le gusta recibir; pero es “política de la empresa” que las mujeres usen tacos en la oficina… quién sabe por qué. A Sara le parece una medida arcaica… y un tanto sexista. Aunque por lo buena que es la paga, ninguna empleada se queja, ni siquiera ella. Al salir del edificio tuvo que aguantar las miradas inquisitivas del portero, un tipo regordete y pelado que era consciente de la belleza de Sara. Una mujer de tez morena “Tengo un bronceado natural —solía decir ella—. No necesito tomar sol”; de impactantes ojos verdes “Herencia de mi abuela Brigitte”; antes de bajar por el ascensor tuvo que pasar varios minutos secando su melena negra, la cual se niega a cortar, porque le gusta sentirse como una leona, piensa que eso intimida a los hombres; además cuenta con unas curvas sutiles, pero llamativas “A veces demasiado llamativas”; y esas piernas… el portero acompañó con la mirada cada paso que dio Sara. Tenía puestas medias de nylon y ella ya podía sentir que el pelado se estaba imaginando cómo se vería ella sin esa pollera. —¿Pasa algo que mira tanto, Gabriel? —Em… disculpe señorita Ferreira… —las mejillas del tipo se pusieron rojas—. Sus medias están rotas. —¿Qué? —Miró su pantorrilla y efectivamente…—. La puta madre, se me corrieron las medias. La concha de mi hermana. Voy a llegar tarde. Tuvo que subir otra vez por el ascensor, cambiarse las medias y someterse una vez más al escrutinio minucioso de Gabriel. Sí, el portero le molesta; pero incluso él es parte de su rutina. Prefiere verlo ahí cada mañana antes que no verlo. Por extraño que parezca, si Gabriel no está allí, ella sale a la calle con la incómoda sensación de que algo malo va a pasar. Y aunque nunca ocurra algo malo, la sensación la acompaña durante el resto del día. A pesar de los pequeños imprevistos con el dentífrico y las medias, Sara consiguió llegar a tiempo a su trabajo. Eso le brindó un poco de tranquilidad. En la oficina no suele haber sorpresas, el trabajo es el mismo todos los días… y eso está bien. * * * * * * * * * * Luego de una larga y monótona jornada de trabajo, regresó a su casa. Con años de esfuerzo y el nuevo cargo en la oficina, Sara había podido comprar un Fiat Cronos color gris, era uno de los modelos más económicos del mercado; pero ella estaba orgullosa de ese auto, porque había podido comprarlo cero kilómetros. Estaba harta de hacer el trayecto desde Belgrano (donde estaba ubicada la oficina) hasta Caballito (donde vivía ella) usando el transporte público. Y sí, las calles de Buenos Aires son un infierno para conducir en hora pico, pero estar dentro de su auto ya la hacía sentir como en casa. Subió por el ascensor, el trayecto de diecinueve pisos hasta su departamento ya no le resultaba tan tedioso como antes. Se dio una rápida ducha, se puso ropa deportiva y bajó otra vez. Parte de la rutina diaria de Sara incluye salir a correr durante unos minutos todos los días al regresar del trabajo, y no tiene excusas para no hacerlo (a menos que esté lloviendo) porque vive a tan solo media cuadra del Parque Rivadavia. Al salir le resultó raro no ver a Gabriel, él casi nunca se perdía el espectáculo que brindaba Sara usando un escotado top deportivo y calzas tan ajustadas que parecían pintadas. “Al menos zafé esta vez —pensó—. Pero a la vuelta me lo voy a encontrar. Eso sí que no se lo pierde nunca”. Sara era consciente de que uno de los pasatiempos predilectos de Gabriel era desnudarla con la mirada, algo a lo que, extrañamente, también se estaba acostumbrando. Le molestaba, sí… pero no tanto como antes. Ya se había resignado. No podía hacer nada para evitar que el portero del edificio se deleitara con su figura, al fin y al cabo el tipo siempre está ahí, en el hall de entrada. Tal y como ella se lo había imaginado, al regresar vio a Gabriel de pie en la vereda del edificio y como de costumbre miró con mal disimulo cómo los redondos y macizos pechos de Sara subían y bajaban al compás de la agitada respiración. Además por ellos corrían pequeñas perlitas de sudor, haciendo el espectáculo aún más llamativo. Sin embargo esta vez, junto a Gabriel, se encontró con una escena poco habitual, pero no la alarmó demasiado. Un camión de mudanza no es algo tan extraño, la gente viene y se va del edificio con cierta frecuencia. Como los muebles estaban entrando, supo que se trataba de algún nuevo inquilino. —¿Gente nueva en el edificio? —Le preguntó a Gabriel, que estaba barriendo la vereda como hacía, religiosamente, al mismo horario que Sara, casualmente, volvía de correr. —Así es, señorita Ferreira. Va a tener un nuevo vecino —esto sí la puso en alerta. —¿Yo? —Sí. Es un nuevo inquilino del piso diecinueve. Va a ocupar el departamento junto al suyo. Ese departamento estuvo vacío durante meses y creyó que se quedaría así por lo menos un año más. —Espero que no sea una familia con perro y chicos molestos. —Ah, no… este no es el caso —los ojos de Gabriel recorrieron toda la silueta de Sara, deteniéndose en sus pronunciadas caderas. Ella sabía que al pasar, el portero le miraría fijamente el culo durante una fracción de segundo. Nunca lo había sorprendido haciéndolo, pero estaba segura de que él lo hacía. Podía sentirlo. En esta ocasión Gabriel la miró con más de descaro de lo habitual y hasta se permitió levantar las cejas mientras sonreía. Sara se aguantó la bronca solo porque quería saber más sobre su nuevo vecino—. Por lo que escuché se trata de un hombre soltero, sin mascota. —Ah, bueno… eso me deja un poco más tranquila. En el ascensor se encontró con un pendejo retacón de espalda ancha que tenía un par de cajas. Ella se quejó diciéndole: “La mudanza se hace por el ascensor de servicio”, y el pibe se excusó diciendo que eran cosas frágiles y el otro ascensor ya estaba lleno, le dieron órdenes de subirlo por ahí. A Sara le molestó mucho que no se respetaran las normas del edificio pero lo que más le molestó es que este pendejo se paró detrás de ella y estuvo mirándole el culo durante todo el trayecto hasta el piso diecinueve. Ella pudo ver claramente, por los espejos laterales, que el pibe no le sacó los ojos de encima ni por un segundo. Se lamentó de tener puesta una calza tan ajustada. Cuando esta incómoda situación terminó y por fin pudo volver a su departamento, se duchó, por tercera vez en el día. Se sentía sucia, sudada y pegajosa. Era algo que simplemente no podía soportar.
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