CAPÍTULO UNO
El Medio Oeste, 1875.
En esa última mañana, Charlie, como hacía la mayoría de los días, cavó en uno de los varios huertos que salpicaban los campos a los lados de la casa familiar. Pronto, si estos últimos cultivos resultaban tan exitosos como los anteriores, comenzaría a expandir el cultivo a campos enteros. Había traído consigo el arado que siempre había planeado usar en su pequeña propiedad en Kansas. La perspectiva de engancharlo a un equipo de caballos fuertes y hacer surcos en esta buena tierra fue por fin muy real. Cerrando los ojos, hizo una pausa en su trabajo y se permitió un momento para soñar un poco, saboreando la idea de establecer una buena granja. El trigo ya estaba bien y pronto habría patatas y cualquier número de Brasicáseas. El suyo no era un trabajo de amor, sino uno nacido por necesidad; sin estos cultivos, no habría comida para alimentar a su familia. El fracaso significaba que todos morirían. Esta tierra, virgen y sin cultivar, tenía que ser domesticada si quería renunciar a sus tesoros indudables. La vida en Kansas resultaba restrictiva, con una burocracia cada vez mayor que obstaculizaba las oportunidades de prosperar de verdad. Las oportunidades en el oeste continuaban atrayendo a aquellos que estaban dispuestos y eran capaces de esforzarse para tener éxito. Entonces, decidido a cumplir sus aspiraciones, Charlie hizo las maletas y se dirigió hacia el oeste, con su esposa Julia, sus dos hijos y su hija de catorce años. Era un viaje que deberían haber hecho años antes, pero ahora que estaban aquí, el futuro parecía brillante. Todo lo que tenía que hacer era continuar con su trabajo hasta que se completara y los campos estuvieran listos. Entonces, con los músculos ya gritando, hundió la pala profundamente en el suelo y la giró antes de caer de rodillas para a****r las malas hierbas con un tenedor de mango corto.
Desde el interior de una de las dos habitaciones recién construidas de la cabaña de troncos, que aún olía dulcemente a madera recién cortada, el sonido de su esposa cantando llegó hasta él. Él sonrió. De vuelta en Kansas, ella había cantado en el coro de la iglesia y él sabía cuánto extrañaba su tiempo allí. Pero ella siempre había apoyado sus ambiciones, su tranquila fortaleza le daba ánimos cada vez que dudaba de sí mismo.
Al otro lado del campo de trigo, sus dos hijos estaban ocupados levantando la cerca que separaba su tierra de las llanuras interminables más allá. Media docena de años antes, el miedo constante a los ataques de los Comanches merodeadores significaba que tales esfuerzos no serían posibles. Ahora, internados de forma segura en sus reservas, los Señores de las Llanuras del Sur, ya no representaban una amenaza. Recientemente se filtraron noticias de que los Apaches continuaban luchando contra las fuerzas gubernamentales en el sur de Texas, pero todos se sentían seguros de que en poco tiempo incluso ellos estarían encerrados a salvo. Los murmullos de problemas continuos en el extremo norte causaron poca impresión en los que se asentaron en la tierra que limita con Nuevo México. Quizás eso deberían tenerlo en cuenta.
El tenedor golpeó algo duro e inflexible, por lo que Charlie volvió a usar la pala, colocando la hoja debajo de una piedra obstinada y sacándola del abrazo del suelo. Se tomó un momento para pasar el brazo por la frente, pero no permitió que el cansancio le apagara el ánimo. Pronto toda la familia estaría trabajando en la cosecha, poniendo fin a su primer año exitoso de agricultura. Como para subrayar la buena suerte con la que todos fueron bendecidos, la hija Ámbar pasó a la deriva, radiante. “Buenos días, papá”, dijo, su voz era tan bonita como ella misma. Charlie sonrió en su respuesta y volvió a usar el tenedor en su asalto a la maleza.
Ámbar se acercó al pozo y bajó con cuidado el balde a las oscuras profundidades. Desde el interior de la cabaña de troncos, el sonido de Mary, su esposa, cantando a todo pulmón hizo de este día algo más que especial.
Un ruido distante, más un graznido que una voz humana, hizo que Charlie levantara la cabeza. Frunciendo el ceño, creyó ver movimiento en el horizonte. Polvo, el primer indicio de jinetes. Se puso de pie y soltó el aliento con fuerza. La constante flexión y enderezamiento le estaban pasando factura a las articulaciones, la única mancha en una vida familiar por lo demás perfecta. Se concentró de nuevo en la mancha marrón que flotaba en la distancia. Definitivamente caballos. ¿Quiénes podrían ser? Había oído rumores de inquietud entre algunos de los indios de las reservas, un anhelo de volver a los grandes días del pasado, cuando los Comanches vagaban por esta tierra antes de ser expulsados por la fuerza. Seguramente los días de violencia sin sentido se habían ido, enterrados junto con los muchos cientos, si no miles, que habían perdido la vida en ambos lados. La inquietud estaba provocando estallidos de luchas en el norte, ya que el descubrimiento de oro significaba que muchos más blancos estarían invadiendo el territorio indio. Renunció a una pequeña oración de agradecimiento por haber llevado a su familia a la relativa calma de Nuevo México. Establecer una pequeña parte al este le había dado suficientes habilidades y conocimientos para dedicarse a la agricultura en toda regla y, finalmente, parecía que las cosas estaban cambiando a su manera.
“¡Papá, Papá, por el amor de Dios, entra!”
Los dos jinetes estaban ahora completamente a la vista. No eran indios, sino sus dos hijos, cabalgando como si los mismos sabuesos del infierno les pisasen los talones, golpeando los flancos de sus caballos con sus sombreros, ambos muchachos con la cara roja, haciendo muecas. “¡Padre, trae los Winchesters!”
Charlie no podía entender bien por qué tanto alboroto. Se puso de pie y observó, un poco desconcertado, mientras los muchachos detenían sus monturas en estampida, arrojándose de sus monturas antes de detenerse por completo y corriendo hacia la cabaña. Escuchó a su esposa gritar: “Chicos, quítense esas botas sucias, no quiero...”
“¿Papá?”
Charlie se volvió hacia el sonido de la voz de su hija. Parecía asustada y él la miró de pie junto al pozo, la jarra llena, el agua cayendo por el borde. Ella miraba con la boca abierta algo más allá de su hombro. Cuando fue a seguir su mirada, una flecha la golpeó en la garganta y se quedó en silencio, con una expresión de horror abyecto en su hermoso rostro. Sabía que estaba muerta antes de que cayera al suelo, pero este conocimiento no ayudó a impulsarlo a la acción. En cambio, se quedó enraizado, incapaz de reaccionar. Escuchó el trueno de los cascos que se acercaban, pudo saborear el acre olor a sudor de caballo en la parte posterior de su garganta, pero sus miembros no respondieron. Al darse cuenta de que los forasteros estaban invadiendo su tierra, empeñados en destruir todo lo que amaba, de alguna manera se las arregló para apartar la mirada de la pesadilla ante sus ojos y notó que el guerrero semidesnudo saltaba de su caballo que aún corría para estrellarse contra él. Esquivando por debajo del temible y poderoso indio, Charlie hizo todo lo posible para evitar un golpe de un hacha parpadeante. Pero incluso mientras se retorcía y agarraba la muñeca de su atacante, una ráfaga de fuego estalló en su costado. El indio lanzó un grito de triunfo, escupió saliva de su boca enloquecida y haciendo muecas, blandiendo el cuchillo que goteaba sangre. La sangre de Charlie.
Desde algún lugar, unas manos fuertes y ásperas lo agarraban por los hombros y lo arrastraban por el suelo. Escuchó un disparo, gritos. Los gritos de su esposa. Llantos y gemidos de dolor.
Quienes lo sujetaban lo arrastraron hacia el interior y vio, a través de una niebla de dolor, cómo destripaban a sus apuestos y fuertes hijos, manoseaban y abofeteaban a su esposa, guerreros balando llenando su otrora hermosa casa, su desnudez era una abominación para sus ojos.
Lo levantaron y lo obligaron a mirar. En algún momento dentro de los horrores que se sucedieron a su alrededor, perdió el conocimiento, solo para ser despertado de nuevo con un puñetazo, rostros sonrientes asomando cerca, cuchillas calientes cortando su carne. Querido Dios, ¿nunca terminaría mientras esos monstruos bailaban y gritaban entre la sangre?
Mucho después, los cazadores blancos despacharon a los pocos guerreros que holgazaneaban detrás de sus camaradas. Cougan pagó la intervención con su vida y lo enterraron junto con los demás. Sterling Roose dijo algunas palabras, pero Reuben Cole, que estaba en el patio y miró en dirección a los Comanches que huían con los caballos robados de Charlie, apenas oyó una palabra. “Les haré lo que le hicieron a esta pobre gente”, dijo con los dientes apretados y lágrimas en los ojos. Su compañero Roose contuvo el aliento. “Tendremos que informar a la tropa”, dijo, con la voz distante, toda la fuerza arrebatada.
“Ve tú”, dijo Cole, recargando su rifle. “Dile al teniente lo que sucedió aquí y haz que un escuadrón explore en un amplio arco, advirtiendo a otros colonos lo que podría suceder. Mientras tanto, los desviaré. Alcánzame tan pronto como puedas”.
Cole fue a alejarse, pero Roose lo retuvo del brazo. “No puedes tomarlos solo, Reuben. Por el amor de Dios...”
Cole dirigió su mirada hacia su compañero. “Puedes apostar tu dulce vida a que sí puedo, Sterling”.
Dicho esto, regresó por donde había venido, desató su caballo y montó.
Roose vio a su amigo irse y supo que para aquellos guerreros que huían, todas las furias del infierno pronto serían desatadas sobre ellos. Lo había visto antes y sabía muy bien de lo que era capaz Reuben Cole.
Mientras estaba de pie, sus ojos nunca dejaron de ver la figura de Cole que se desvanecía lentamente. Recordó la primera vez que había sucedido y un escalofrío lo recorrió mientras los recuerdos se agitaban en su mente. Habiéndolo visto eso antes, agradeció a Dios que no sería testigo de lo que haría Cole cuando se encontrara con esos asaltantes Comanches.