PRÓLOGO
El sol ya había aparecido por el horizonte, aunque todavía no había consumido el último frescor de la noche, el momento favorito del día para Christy. Ver cómo salía el sol sobre la ciudad, era un recordatorio cruel de que toda noche llegaba a su fin, algo que necesitaba saber, ya que había comenzado a sentirse cada vez más alejada de Dios. Ver aparecer el sol salir sobre los edificios de Washington, DC, y alejar la noche le recordaba a la letra de una canción religiosa: A pesar de que hay dolor en la noche, el sol sale de nuevo cada mañana…
Recitaba esa línea una y otra vez mientras subía por la calle que llevaba a la iglesia. Había intentado durante semanas convencerse a sí misma de hacer esto. Su fe había sido puesta en evidencia, y se había entregado al pecado y la tentación. La idea de la confesión le había venido a la mente de inmediato, pero también le resultaba difícil. Nunca era tarea fácil confesar los pecados propios, aunque sabía que debía hacerlo. Cuanto más tiempo existiera un pecado entre Dios y ella, más difícil se haría rectificar ese desequilibrio. Cuanto antes pudiera confesar ese pecado, más posibilidades tendría de recuperar su equilibrio y de recuperar su fe—una fe que había definido su vida desde los diez años.
Cuando vio la silueta de la iglesia aparecer ante sus ojos, su corazón se hundió. ¿Realmente puedo hacer esto? ¿Puedo confesar esto?
La conocida silueta y estructura de la Iglesia Católica del Sagrado Corazón parecía indicarle que sí, que podría.
Christy se echó a temblar. No estaba segura de poder calificar lo que había estado haciendo como infidelidad. Solamente había besado al hombre en una ocasión y lo había dejado estar ahí. No obstante, había seguido viéndose con él, había continuado permitiendo que la elevara con sus palabras de aprecio y de adoración—unas palabras que su propio marido había dejado de pronunciar hacía años.
Casi podía sentir cómo ese pecado se desvanecía de ella mientras el sol ascendía cada vez más alto en el cielo, proyectando suaves tonos dorados y anaranjados alrededor de la silueta del Sagrado Corazón. Si necesitaba algún signo adicional de que se suponía que tenía que confesar sus pecados a un sacerdote esta mañana en concreto, lo tenía delante de ella.
Llegó a la escalinata del Sagrado Corazón con una sensación de pesadez en los hombros, pero sabía que, en cuestión de minutos, habría desaparecido. Podría regresar a casa, después de confesar sus pecados, con el corazón aliviado, y su mente en paz.
Cuando llegó a la puerta principal Christy soltó un grito.
Se echó hacia atrás, todavía gritando. Casi se cae en las escaleras de hormigón al tambalearse hacia atrás. Se llevó las manos a la boca, sin hacer lo más mínimo por acallar el grito.
El padre Costas estaba colgado de la puerta. Le habían dejado en su ropa interior y tenía un corte horizontal entre las cejas. La cabeza colgaba hacia abajo, mirando a sus pies desnudos, que estaban suspendidos como a medio metro del escalón de cemento. Regueros delgados de sangre goteaban de sus pies, acumulándose en un charco lóbrego sobre el escalón.
Crucificado, pensó Christy. Han crucificado al padre Costas.