CAPÍTULO I-2

2015 Words
—Siempre he entendido que casi todos los matrimonios reales son arreglados— dijo Xenia. —Y muchos otros también— reconoció la señora Sandon—. No se supone que las mujeres de la realeza tengan deseos ni sentimientos propios, sino sólo un profundo sentido del deber hacia su país. Se había echado a reír, levantando los brazos. —¡Oh, Xenia! ¿Cómo podría explicarte lo diferente que es estar casada con tu padre y saber que él me ama por mí misma y nada más? Pero no pude darle dote… ¡nada! —¿Y papá tuvo que dejar su regimiento? —Por supuesto— dijo la señora Sandon—. Habíamos causado un escándalo y eso era imperdonable. Todo fue acallado y mantenido en secreto hasta donde fue posible, no sólo debido a la oposición de mi familia, sino porque era inconcebible, que un militar inglés se fugara con la hija de un Rey. Creo que eso perjudicó mucho a la misión británica. Xenia se echó a reír ante el tono que su madre había dado a su voz. —Cualquiera pensaría que una cosa así no importaba—comentó. —¡En todo Palacio hay un protocolo muy estricto… y todo tiene gran importancia! Así que tu padre y yo tuvimos que desaparecer. —¿Fue por eso que vinieron a vivir a Little Coombe? —Tu padre conocía este lugar. Y cuando yo vi lo bonito que era el pueblo y me mostraron la casita disponible aquí para nosotros, me pareció que había llegado al paraíso— dijo la señora Sandon. Miró a su hija y continuó: —Cuando te enamores, queridita, comprenderás que todo lo que uno quiere es estar sola con el hombre que ama y tener la oportunidad de cuidarlo. Nada más tiene la menor importancia. —Estoy segura de que papá piensa lo mismo. —Así es, aunque él lamenta, lo cual es del todo innecesario, no haberme podido dar todas las comodidades que tenía en Eslovia. —¿Es debido a que se fugaron ustedes que hemos sido siempre tan pobres? —Exacto, mi amor. Y aunque eso no me ha preocupado nunca, hay muchas cosas que hubiéramos querido darte a ti, pero no fue posible. —Yo soy muy feliz— había respondido Xenia—. Mientras pueda cabalgar con papá y tú puedas enseñarme tantas cosas, me consideraré muy afortunada. La señora Sandon rodeó a Xenia con un brazo y la besó. —Eso es lo que quería que dijeras, mi amor, cuando te revelara mi secreto. —¡Es muy emocionante!— exclamó Xenia—. Pero, ¿por qué tu hermana no se mantuvo en contacto contigo? Ella debe haberte echado de menos también. —Sé que Dorrington me extrañó tanto como yo a ella— reconoció la señora Sandon—, pero ella se quedó en casa y no hubo posibilidad de que se comunicara conmigo contra los deseos de nuestro padre. Además, ignoraba mi paradero. —¿Tú no le escribiste? —No. Eso habría resultado muy embarazoso para todos. —¿Y ella se casó? —Sí. Vi el anuncio de su matrimonio, un año después de que salí de Eslovia, con el Archiduque Federico de Prusen. —Parece tratarse de un hombre muy importante. —Sí, por supuesto. Era el hombre con quien mi padre pensaba casarme— contestó su madre—. Pero te aseguro, querida mía, que en ningún momento habría querido cambiar de lugar con mi hermana gemela. —¿Tiene ella hijos?— había preguntado Xenia con curiosidad. —No lo sé— contestó la señora Sandon con voz llena de tristeza—. Los periódicos ingleses, ya sabes, no se interesan mucho en los estados europeos muy pequeños. Algunas veces mencionan a Eslovia, y hace dos años me enteré de que mi madre había muerto. —¿Tu padre vive todavía? —Sí. Ahora es un anciano. La última vez que leí algo sobre él se decía que su salud era precaria. Pensé que tal vez viniera para algunas de las celebraciones importantes que han tenido lugar en Inglaterra en estos años, pero me imagino que está demasiado enfermo para viajar. Xenia había lanzado un suspiro. —Es difícil pensar en ti, mamá, como en la hija de un Rey. —Es algo que ya había olvidado y que tú también debes olvidar. —No quiero olvidarlo— contestó Xenia—. Quiero recordarlo. Ahora sé por qué tienes tanta dignidad, mamá, y por qué papá te gasta bromas refiriéndose a tu aristocrática nariz. Se había puesto de pie de un salto para correr hacia un espejo que colgaba de la pared. —Tengo una nariz como la tuya— dijo—. En realidad, me parezco mucho a ti, con mi cabello rojo y los ojos verdes. ¿Crees que yo también tengo aspecto de aristócrata? —Espero que siempre te comportarás como una dama aristócrata —dijo la señora Sandon—, y eso significa ser orgullosa y valiente, y considerada y comprensiva con los demás. —Como eres tú, mamá— dijo Xenia—. Lo intentaré. ¡De veras lo intentaré! ¡Todo es tan emocionante, mamá! —No, no lo es en verdad. Y recuerda, Xenia: nunca debes decir a nadie quién soy. Mi padre, como lo hizo mi madre cuando vivía, actúa como si yo hubiera muerto. La voz de ella pareció quebrarse y Xenia se había apresurado a echarle los brazos al cuello. —No te preocupes, mamá— dijo—. Nos tienes a papá y a mí y nosotros te queremos mucho. —Eso es lo que importa. Y te aseguro, Xenia, que es mucho mejor vivir en una casa donde hay amor, que en el más suntuoso de los Palacio s del mundo. Xenia pensó que su madre había dicho una enorme verdad cuando no encontró el menor rastro de amor en el lujo de Las Torres de Berkeley y muy poca consideración para los demás. —¡Caramba, muchacha, cuánto tiempo te tardaste!— comentó la señora Berkeley con voz desagradable cuando Xenia le trajo algo que le había pedido en cierta ocasión, y que le costó mucho trabajo encontrar. —Estaba en la parte más alta de la casa— había explicado Xenia, disculpándose. —A tu edad puedes sin duda alguna subir unos cuantos escalones— había replicado la señora Berkeley—. ¡Cuando quiero algo, lo quiero inmediatamente! Debes aprender a darte prisa. «Me di mucha prisa», hubiera querido contestar Xenia, pero comprendió que era inútil discutir, pues la señora Berkeley encontraba siempre un motivo de crítica. En otras ocasiones había reprendido a Xenia por subir y bajar corriendo la escalera, diciendo que era una cosa muy poco digna y que constituía un mal ejemplo para los sirvientes. Por la noche, cuando se encontraba acostada en la amplia y cómoda alcoba que le había sido proporcionada en aquella mansión para estar cerca de la señora Berkeley por si ésta la necesitaba, suspiraba pensando con nostalgia en la diminuta habitación, de techo inclinado, que había ocupado en su propia casa. En aquel dormitorio de pequeñas ventanas de cristales en forma de rombos, había pensado que el mundo exterior estaba lleno de sol y de risas. Dentro de la pequeña casa de sus padres había una atmósfera de paz y de dicha que ella no había apreciado de verdad hasta que la perdió. —No has escuchado nada de lo que te estaba diciendo, Xenia— dijo ahora la señora Berkeley con brusquedad. —Lo siento— respondió Xenia a toda prisa—. Es que las ruedas hacen mucho ruido. —No espero tener que decir dos veces las cosas a nadie. Te estaba explicando que debes tener mucho cuidado con nuestro equipaje de mano cuando lleguemos a Dover. Todos los europeos del continente son ladrones. No quiero encontrarme con que todas mis preciosas posesiones han desaparecido, mientras tú estabas papando moscas. —Tendré mucho cuidado— prometió Xenia. —Así espero. Después de todo, me ha costado mucho dinero traerte en este viaje. —Lo sé muy bien— asintió Xenia—, y se lo he agradecido muchas veces. —¡Como debe ser!— replicó la señora Berkeley—. Sólo ese vestido que llevas puesto cuesta una suma considerable de dinero. Pero, claro, no puedo traer como dama de compañía a una muchacha vestida con harapos. Eso era falso y ofensivo. Xenia sintió que el color subía a sus mejillas, pero había aprendido, para entonces, a no decir nada ante tales provocaciones. La señora Berkeley se había esmerado en burlarse y en menospreciar la ropa que había traído consigo cuando se instaló en Las Torres de Berkeley. Sus vestidos, desde luego, estaban hechos de tela barata, pero su madre los habla confeccionado con gran cuidado y eran de un gusto impecable. La señora Berkeley: —Le había comprado a Xenia algunos vestidos negros, pero después de cinco meses le había ordenado que no siguiera llevando luto. —No me gusta ese color— le había dicho—. Además, te hace aparecer demasiado teatral, con ese cutis blanco y anémico que tienes… —Y ese cabello rojo que tienes… Xenia se puso los vestidos que usaba antes que sus padres murieran, sólo para ser ridiculizada y obligada a morarse efusivamente agradecida por los que la señora Berkeley Je compró para sustituirlos. La ropa que Xenia había traído, de colores seleccionados por su madre., acentuaba maravillosamente la blancura de su piel, y eso provocaba la envidia de la señora Berkeley. —Xenia tiene un cutis como el tuyo, mi amor— había oído decir a su padre en una ocasión dirigiéndose a su madre—. Parece una magnolia cuando uno la toca o la besa. La señora Berkeley procuró seleccionar vestidos que opacaran la blanca piel de Xenia, pero no pudo hacer nada respecto a su cabello. Era del rojo Tiziano que tanto amaban los pintores y del tono exacto que Winterhalter reprodujo al pintar el retrato de Isabel, Emperatriz de Austria. —¿Estamos emparentadas con la reina más hermosa de Europa?—había preguntado Xenia a su madre, en una ocasión. —Sí, es nuestra prima lejana— contestó su madre—. Y tú tienes también sangre húngara en las venas. Había sonreído al continuar diciendo: —Ahora comprenderás por qué quise que aprendieras tanto el idioma alemán como el húngaro. Tu padre lo consideraba innecesario, pero yo insistí. —Tal vez algún día yo pueda ir a Eslovia, mamá. —Nuestro pueblo es una mezcla de las dos naciones que se encuentran a cada lado de la nuestra— explicó su madre—, pero hemos fundido los dos idiomas, y aunque muchas palabras son alemanas, otras son del todo húngaras. Había una expresión en su rostro que hizo a Xenia comprender que su madre estaba mirando hacia el pasado cuando dijo: —Mi padre insistió siempre en que fuéramos buenas lingüistas para poder hablar con nuestros vecinos en su propio idioma. Recuerdo que cuando el Rey de Lutenia nos visitó, se mostró encantado porque tanto Dorrington como yo podíamos hablar con él en Luteniano. —Yo nunca seré tan eficiente para hablar idiomas como tú, mamá. —Es difícil aprender un idioma si nunca has visitado el país de origen —había respondido la señora Sandon—, pero vas a darte cuenta algún día de que no es difícil hablar cualquiera de los idiomas balcánicos si sabes alemán, francés, húngaro y, tal vez, un poco de griego. Después de que Xenia conoció el secreto de su madre puso gran empeño en estudiar aquellos idiomas. Cuando ella y la señora Sandon estaban solas nunca hablaban en inglés. Pronto Xenia había empezado a soñar que un día, aunque tuviera que hacerlo en la forma más económica posible, visitaría Eslovia y los otros reinos que su madre había conocido tan bien. El hecho de que la señora Berkeley la llevara a Francia era un paso hacia adelante. —Supongo que no sabes nada de francés —había comentado su patrona. Lo dijo en un tono que hizo a Xenia sentir que esperaba estar en lo cierto, para poder demostrarle su superioridad. —Hablo francés— contestó Xenia. —¿De veras?— la señora Berkeley enarcó las cejas y entonces añadió— pero, por supuesto… tienes sangre extranjera en las venas. De eso no hay la menor duda. Ni tú ni tu difunta madre tienen nada de inglesas. No lo había dicho en forma lisonjera, sino despreciativa, y Xenia no pudo menos que replicar: —¡Mamá no era inglesa! Venía de los Balcanes. —¡Oh, los Balcanes!— repuso la señora Berkeley, como si hubiera algo de degradante en ello. Como Xenia había tenido miedo de perder los estribos, se apresuró a cambiar de tema. Ahora se preguntó si a su madre le hubiera complacido saber que iba a Francia. Con frecuencia, cuando estaba ya sola en la cama, hablaba con su madre, como si estuviera todavía ahí, y le decía lo triste que se sentía sin ella. Sin embargo, sabía que habría sido un gran egoísmo de su parte desear que su padre, o su madre, hubieran sobrevivido uno sin el otro. Ellos la amaban, pero no cabía la menor duda de que el gran amor de cada uno de ellos era el que sentía por el otro. Xenia comprendía que si uno de los dos hubiera sobrevivido habría querido morir para estar junto al ser amado. La señora Berkeley consultó su reloj. —No debemos ya tardar mucho— dijo—. En verdad me resulta muy cansado viajar en tren. Estoy segura de que las pobres criaturas que viajan en los vagones de segunda y de tercera deben encontrar agotadora la experiencia.
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