CAPÍTULO I
1883
El tren, que había salido de la estación Victoria de Londres con quince minutos de retraso, estaba tratando de reponer el tiempo. A Xenia le parecía que el vagón se balanceaba en una forma por demás desagradable.
Aunque lo había resentido en el primer momento, se alegraba ahora de que la señora Berkeley hubiera insistido en llevar las ventanillas cerradas, a fin de que no las envolviera el humo n***o de la máquina.
Sentada frente a su patrona, Xenia pensó por milésima vez en lo afortunada que era al tener la oportunidad de cruzar el Canal de la Mancha y visitar Francia. La señora Berkeley desde luego, no permitía que lo olvidara un solo instante.
—La mayor parte de las jóvenes— decía con voz dura e irritable—, se sentirían muy emocionadas de poder conocer la Europa continental, pero en tu caso, es gran suerte.
Con ello se refería, una vez más, al hecho de que Xenia se había quedado sin un centavo a la muerte de sus padres.
Aunque Xenia había esperado que alguno de sus familiares se hiciera cargo de ella, fue una desconocida, una mujer que se enorgullecía de sus impulsos caritativos, quien la había llevado a su casa.
La honorable señora Berkeley era viuda del Squirei*… en el pequeño pueblo donde Xenia había vivido toda su vida.
La mayor parte de sus habitantes estaban empleados en la extensa propiedad de los Berkeley, pero el padre de Xenia había sido la excepción y ella pensaba, en secreto, que la señora Berkeley resentía no haber podido tratar a los padres de ella con el mismo aire de superioridad con que trataba a todos los demás.
Parecía imposible que la señora Berkeley, con su gran fortuna, sus extensas propiedades y su magnífica mansión, pudiera haber estado celosa de la modesta y tranquila señora Sandon, quien no hacía el menor esfuerzo por sobrepasar a nadie.
Sin embargo, Xenia sabía que su madre, a diferencia de la señora Berkeley, era amada por todos los que la conocían, gracias a su simpatía, su comprensión y su dulce personalidad.
La señora Berkeley había estado siempre decidida a imponerse a los Sandon. El hecho de que su única hija hubiera quedado huérfana y desamparada, había satisfecho su vanidad, en alguna forma oscura.
—¿Qué habrías hecho— preguntaba a Xenia una y otra vez—, si yo no te hubiera tomado bajo mi protección y te hubiera convertido en mi dama de compañía, además de pagarte un salario excesivo, considerando lo poco que haces?
Esto, pensaba Xenia, era injusto.
En su condición de dama de compañía de la señora Berkeley, empezaba a trabajar en cuanto amanecía y no terminaba hasta bien avanzada la tarde.
Siempre había algo que traer o llevar, o mensajes que entregar, además de incontables deberes que debían haber correspondido a la doncella.
Lo más duro de todo era escucharla quejarse, durante largas horas, no sólo de Xenia sino de otras personas. La señora Berkeley esperaba la perfección en todo y nunca estaba satisfecha.
Xenia se había sentido muy desventurada debido a la muerte repentina de sus padres, pues ambos habían sido víctimas de un tipo virulento de influenza que arrasó Inglaterra y llegó hasta el pequeño pueblo de Little Coombe.
Todo sucedió en una forma tan repentina, que Xenia casi no tuvo tiempo de darse cuenta de que se había quedado sola en el mundo, sin nadie de quién ocuparse, ni que se ocupara de ella. La señora Berkeley, como una hada madrina de exagerada benevolencia, se la había llevado a su mansión, llamada Las Torres de Berkeley, y antes que tuviera siquiera tiempo de secar sus lágrimas, ella le empezó a dar órdenes con la firme severidad de un sargento que está entrenando a un joven recluta.
—El llorar no te sirve de nada— le decía la señora Berkeley con voz aguda—. Yo he aprendido en la vida que es inútil luchar contra lo inevitable… y la muerte lo es.
Se detuvo para añadir con voz firme:
Reconoce de una vez por todas, que eres una joven muy afortunada, porque yo te he tomado bajo mi protección. Demuéstrame tu gratitud tratando de hacer lo que te pido. Habría sido mucho más fácil, pensó Xenia, si hubiera existido algún método o rutina en las exigencias de la señora Berkeley, pero sus órdenes cambiaban constantemente, no sólo de un día para otro, sino de una hora a la siguiente.
—Pero usted me dijo que hiciera eso— protestaba algunas veces cuando la había reñido y llamado “tonta”.
—No te importe lo que dije antes— decía la señora Berkeley con brusquedad—. Esto es lo que quiero ahora y espero que lo hagas a mi modo.
Algunas veces Xenia empezaba a preguntarse con desaliento si no sería, en verdad, tan tonta como la señora Berkeley le aseguraba.
Su padre siempre la había considerado inteligente, y su madre la había amado de un modo tan profundo, que nunca pareció encontrar defecto alguno en una hija tan querida.
Cuando llevaba nueve meses al servicio de la señora Berkeley, Xenia llegó a la conclusión de que una de las razones por las que su patrona trataba siempre de encontrar defectos en su carácter, era debido a sus indiscutibles atractivos físicos.
Era imposible ignorar la belleza que Xenia había heredado de su madre, ni ocultar el hecho de que se veía diferente a otras chicas de su edad.
La gente lanzaba exclamaciones de admiración al verla y le decía cumplidos, lo cual enfurecía a la señora Berkeley y la hacía apretar los labios.
La señora Berkeley tenía ya más de cuarenta años, pero había sido bien parecida en su juventud y no había la menor duda de que le disgustaba que todos los visitantes de Las Torres de Berkeley miraran a Xenia con asombrada admiración.
Algunas veces, Xenia se preguntaba de qué le servía ser bella, si ello era un estorbo en vez de una ayuda.
Pero también había momentos en que la mirada de un hombre, sin importar lo viejo que fuera, resultaba un consuelo para ella.
«Tal vez algún día», pensaba, «encontraré a alguien que me ame. . . y entonces escaparé de aquí».
Sabía que era perverso de su parte no sentir más gratitud hacia la señora Berkeley, pero la humillaba tener que estar oyendo todo el día sus críticas y sus burlas.
Todo aquello era muy diferente de la felicidad que había conocido en su propio hogar.
La vida era muy tranquila en su casita de techo de paja que, sin embargo, tenía muchas comodidades en comparación con otras casas de Little Coombe.
—¡Realmente, este lugar es casi habitable!— había comentado la señora Berkeley cuando la visitó después del funeral.
Observó a su alrededor y percibió el atractivo decorado de las pequeñas habitaciones y los muebles finos que los padres de Xenia habían logrado reunir a través de los años.
La actitud condescendiente de la señora Berkeley era lo que más molestaba a Xenia.
Con frecuencia, tuvo que vencer el impulso de decirle la verdad sobre su madre y divertirse al ver cómo cambiaba su actitud, pero eso habría sido traicionar lo que consideraba un secreto sagrado.
Tenía catorce años cuando la señora Sandon le había dicho un día:
—Debes haberte preguntado, querida mía, por qué nunca te he hablado de mis padres, ni de mi familia.
Xenia la miró con los ojos muy abiertos mientras ella continuaba:
—Todos los familiares de tu padre viven en el norte, aunque la mayor parte de ellos ha muerto ya. Pero yo tengo familia, también.
—¿De veras, mamá?— habría preguntado Xenia—. ¿Por qué nunca me habías hablado de ella?
—Porque mi pasado es un secreto y lo que voy a decirte debe seguir siéndolo. Debes prometerme que nunca hablarás de esto con nadie.
—¿Por qué no, mamá?
—Cuando tu padre y yo nos fugamos para hacer nuestra propia vida, corté los lazos que me unían, no sólo con mis padres, sino con mi hermana gemela.
—¡Mamá!— la expresión de Xenia había sido de franco asombro—. ¿Te fugaste con papá? ¡Qué emocionante! ¡Qué romántico!
—Fue muy romántico, Xenia— dijo su madre con una sonrisa—, y jamás me he arrepentido. ¡No sólo fue lo más inteligente que hice en toda mi vida, sino que me convirtió en la mujer más feliz del mundo!
No había la menor duda, pensó Xenia, de que sus padres eran muy felices.
Sólo tenía que observar la expresión del rostro de su madre, cuando su padre entraba en una habitación, y advertir la mirada de adoración que le dirigía a su esposa para comprender que ambos vivían en un mundo aparte, donde reinaba la felicidad.
—Con frecuencia me he preguntado dónde habías nacido mamá; pero cuando te pedía que me lo dijeras, no habías querido hacerlo, hasta ahora. Sólo sabía que eras de alguna parte de Europa.
—¿Cómo sabías eso?— preguntó la señora Sandon.
Xenia se había echado a reír.
—La gente siempre dice que tu cabello y el mío son del color del de la Emperatriz de Austria, y que debemos tener sangre húngara en las venas.
—Ambas cosas se apegan a la verdad— dijo la señora Sandon.
—Entonces… cuéntamelo todo, mamá, y te prometo que nunca revelaré tu secreto a nadie. La señora Sandon se había detenido un momento y entonces dijo:
—Mi padre… tu abuelo… ¡es el Rey Constantino de Eslovia!
Xenia la miró con la boca abierta.
—¿Es verdad eso, mamá, o es sólo un cuento de hadas?
—Es verdad— dijo la señora Sandon con una sonrisa.
—Entonces, ¿por qué no tienes ningún título?
—Eso es lo que voy a explicarte, querida mía. Yo renuncié a todo al fugarme con tu padre.
Xenia, uniendo las manos, había escuchado con gran atención, mientras su madre, con una mirada que parecía perderse en el pasado, le decía:
—Me hubiera gustado que hubieras visto a tu padre cuando llegó por primera vez al Palacio. Era tan apuesto, se veía atractivo en su uniforme, que yo sentí que mi corazón dejaba de latir. Comprendí, casi en el momento mismo en que lo vi, que me había enamorado de él.
—¿Y él también se enamoró de ti, mamá?
—¡En forma instantánea! Me dijo años más tarde que le pareció verme envuelta en una luz blanca… y que yo era la mujer que había estado buscando toda su vida.
—¿Y él te dijo que se sentía así?
—No en el momento de conocernos— contestó su madre—. Era difícil para nosotros estar juntos, pero de algún modo nos ingeniamos para hacerlo. Nos vimos a los ojos, su mano tocó la mía, y no hubo necesidad de palabras: ambos sabíamos que nos pertenecíamos.
—¿Qué sucedió?— había preguntado Xenia, casi sin aliento.
—Luchamos contra nuestros sentimientos, pues sabíamos que nuestro amor no sólo consternaría a todos, sino que acarrearía una enorme oposición.
—¿Me quieres decir que tu padre, ¿el Rey, no consideraba a papá un esposo adecuado para ti? No hubiera considerado posible jamás una unión así. Dudo mucho que se hubiera dado cuenta hasta entonces de la existencia de tu padre.
—¿Por qué fue papá a tu Palacio?
—Llegó a Eslovia como uno de los ayudantes de un General inglés que iba en una misión militar.
—Debe haber sido difícil para ustedes aun verse— dijo Xenia llena de compasión.
—Habría sido imposible si mi hermana gemela no hubiera sido exactamente igual a mí— explicó su madre.
—Nunca me dijiste que tenías una hermana gemela— la había interrumpido Xenia en tono acusador.
—¡Si supieras cuánto ansiaba decírtelo y hablar sobre ella! Supongo que era inevitable, puesto que los gemelos están más unidos entre sí que con cualquier otro familiar y cuando me fugué con tu padre, aunque lo amaba mucho, una parte de mí misma pareció quedarse con Dorrington.
—¡Qué bonito nombre!— exclamó Xenia—. Y siempre me ha encantado el tuyo, mamá… Lilla.
—Yo quería cambiarlo por Lilly cuando llegué a Inglaterra, pero tu padre no lo permitió. Insistió en que Lilla me quedaba muy bien y ya sabes que yo hago siempre lo que él quiere.
—Y él hace lo que tú quieres— dijo Xenia, riendo.
—¡He sido tan afortunada!— exclamó la señora Sandon con suavidad.
—¿No lamentas haber dejado tu Palacio y a toda tu familia?
—He echado mucho de menos a Dorrington— contestó su madre—. Pero no me resulta fácil perdonar a mis padres por haberme borrado de sus vidas y actuar como si yo no existiera.
—¿Cómo pudieron hacer eso?— había preguntado Xenia indignada.
—Supongo, volviendo la vista atrás, que mi conducta fue terrible, desde el punto de vista de ellos. No sólo me enamoré de un plebeyo, sino que rechacé un ventajoso matrimonio que había arreglado para mí y que beneficiaría al país.