Para Thea, aquél era un marco de belleza indescriptible. La noche anterior, las estrellas le habían aconsejado que debía escapar y ahora le parecía que el sol dirigiría sus pasos. "¡Soy libre! ¡Soy libre!", se decía emocionada. Mercurio dejó de galopar y pasó a un trote regular más cómodo. Thea miró hacia atrás. Había recorrido mucho más de lo que suponía. Ya no se veía la ciudad ni tampoco el palacio que la dominaba desde su colina. ¿A dónde debería ir?, se preguntó. Cabalgó hasta llegar a una parte del país en la que nunca había estado. Ya no había señales del río ni de campos cultivados. Sólo se veían las flores, las mariposas y, más allá, las montañas, en las cuales según sabía Thea, había muchos pasos, algunos muy frecuentados y otros no. Ella nunca había tenido oportunidad de e