Mi sabio abuelo, César, siempre ha dicho que las batallas más duras se les dan a las personas más fuertes.
Nunca entendí esas palabras. Aún era un pequeño mocoso cuando mi querida abuela nos abandonó, no voluntariamente, sino a causa del monstruoso cáncer. Así sin más, simplemente nos dijeron que le quedaban un par de meses de vida y la vimos deteriorarse día tras día, la vimos luchar y la vimos rendirse. ¿Qué clase de batalla es esa, cuando la persona ni siquiera podía luchar por ella misma?
Mi abuelo no supo lidiar con la triste perdida y nos dejó dos años después. Años en los que aprendí más de él que en mi toda mi corta vida.
Las palabras de mi abuelo siempre fueron inspiración y soporte para mi vida. Cuando no podía terminar la secundaria, recordaba a mis abuelos y me prometía estudiar por ellos. Cuando no podía vender ni un solo cuadro, no decaía y buscaba otras opciones. Cuando lograba superar los problemas, caía en la cuenta de que no eran tan grandes como pensaba. Que había problemas mucho peor y algunos insuperables. Sin embargo, no dejaban de ser problemas. Por esa razón, decidí darle otro sentido a mi existencia en la tierra.
—Hola Francisco –saluda Anie.
—Buen día –sonrío.
Anie resulta ser la enfermera en jefe del piso con sus cortos cincuenta años. Tenía una sonrisa tan maternal que te llenaba el corazón y una fortaleza que también llegaba a tocarte el corazón.
—¿Qué tal las quimio? –cuestiono apoyando mis codos en el mostrador. Ella sonríe de una forma adorable, donde muestra sus marcadas ojeras producto de las noches sin dormir.
Anie padecía de cáncer desde hace ya un año. Sin embargo, ni siquiera una enfermedad como esa le impidió seguir al mando de su amado trabajo. Una fuerza que considero impresionante.
—Allí vamos, una menos y cada vez más cerca de la cura –ella no perdía la fe.
Le sonrío y luego quito una flor de mi enorme ramo para entregárselo. Me sonríe y niega con la cabeza. Me conoce, soy todo un galán.
—¿Vienes a verla? –cuestiona ahora tecleando sin quitar la vista de la pantalla.
Asiento y me impulso para intentar ver la pantalla.
—¿Tiene horas libres?
—En este momento está libre.
Asiento y luego de sonreírle nuevamente, me encamino al cuarto donde sé que se encuentra. En el camino saludo seriamente a las personas que conozco. Mi seriedad únicamente la perdía con las personas a las que no consideraba una pérdida de tiempo hacerlo.
—Hola, ¿vive aquí la princesa Hollie? –pregunto abriendo levemente la puerta, asomando la cabeza.
—¡Francis! –grita emocionada. Sonrío y entro.
Hollie, una adorable criatura de cinco años y otra luchadora contra el cáncer. He visto a Hollie decaer y volver a levantarse, la visto en sus peores momentos y he estado con ella en sus mejores días. Su pronóstico es preocupante, lo que nos impulsa a disfrutarla cada segundo del día.
—Princesa Hollie, está usted muy bella esta mañana –digo con un tono formal.
—Bueno, usted también, príncipe Francis –esta niña se gana mi corazón con cada palabra, algo que no es bueno.
El cáncer es una bomba de tiempo que arrasa con todo lo que tiene en frente, destruye, debilita y marchita hasta la flor más fuerte. Mi Hollie es esa flor, nosotros a su alrededor éramos simples mortales que se quejaban de la vida que podían gozar sin una enfermedad detonante de por medio.
—Mira lo que traje para ti –digo sacando el ramo detrás de mí.
Sus ojos se iluminan y sonríe. Su padre niega con la cabeza y me saluda con una sonrisa, la cual devuelvo.
—¡Me encantan! –lo sabía, eran margaritas blancas, sus favoritas—. ¿Sabes a quién más podrían gustarle?
—Hollie –dice el padre con un tono de advertencia.
Sonrío para que le deje hablar.
—Harían bonita pareja –hace un puchero adorable—. ¡Es otra princesa!
—Oh por Picasso –exagero y ella ríe.
—Es muy bonita y me prometió venir unos días –me regala una sonrisa en la que puedo ver claramente la picardía detrás de esas palabras.
—¿Qué par de días exactamente? –levanto una ceja, ahora seriamente.
Ella sonríe y se encoge de hombros, tomando un par de flores para regalarle una a su madre que entraba a la habitación.
—Buen día, Francisco –saluda con una sonrisa cansada.
—Buen día, Cassie –devuelvo la sonrisa.
—¿Has terminado mi pintura, Francis? –cuestiona con una tierna y suave voz.
Hace cuatro años decidí comenzar a donar dinero al Hospital de niños, pero entregaba un poco más al piso especializado en cáncer ya que allí no sólo hay niños, sino adultos. Resulta que el hospital era reconocido por tener los mejores profesionales y las mejores atenciones en cuanto a dicha enfermedad se hable.
Sin embargo, hace dos años decidí dar la cara y no ser sólo un nombre sobre un cheque y comencé a deambular por los extensos pasillos. A veces me detenía en ciertos lugares y otros simplemente recorrer las habitaciones sin detenerme en ninguna en particular. Las paredes eran blancas, aburridas, sin vida e incluso deprimentes.
Por eso, ese mismo año contacté a varios de mis compañeros pintores y un par de semanas pintamos todo el piso. Las salas de espera, los cuartos con simples mariposas o carros de autos, carreteras, flores e incluso frases. Con un poco de color, la vida es mejor.
La vida, comienza a tener sentido una vez que dejas de pensar en uno mismo y comienzas a ver por los demás.
Tenía la gran suerte de tener dinero para derrochar en este proyecto, ganaba mucho dinero con la empresa y mis trabajos como pintor aparte. No esperaba nada a cambio, ni reconocimiento ni un agradecimiento, simplemente quería hacerles la vida menos dura a estos luchadores.
Conocí a Hollie un año atrás. Había descubierto que me gustaba dar clases de pintura y me encontraba —un viernes— en la sala de recreación con varios niños y un par de adultos cuando ella entraba en brazos de su padre con un rostro triste y el miedo palpable en sus pequeños ojos color miel.
Recuerdo ese día perfectamente. Me acerqué a ella con una flor hecha de papeles de colores. Ese día me encontré perdidamente enamorado de su sonrisa. Es solo una pequeña niña, un lindo angelito y me preguntaba ¿por qué? ¿Por qué ella? Y recordé las palabras de mi abuelo, batallas duras para personas fuertes.
—Hollie, creo que aún falta –hago una mueca—. Tu belleza es difícil le plasmar en un simple cuadro de tela.
Ella ríe, lo cual provoca que sus ojos se vean chinos y muestre su reciente pérdida del diente de leche. Sus padres la miran y sonríen. Me encuentro orgulloso al provocar la felicidad de tal ángel.
—¿Crees que podrías pintarme con cabello? –pregunta.
Levanto la cabeza y la observo incrédulo.
—¿No quieres que te pinte como estás ahora? –era una pregunta tonta, era claro que no le gustaría su aspecto en este momento.
—Solo quiero que mis padres tengan una linda imagen de mi cuando ya no esté –dice sin dejar de ver hacia la ventana.
—Tus padres dijeron que estás muy bella con ese corte –le susurro, lo que provoca que gire a verme rápidamente.
—¿Tú crees? –se toca las incipientes hebras de cabello que apenas comienzan a notarse, sus ojos color miel brillan de una forma extraña.
—Lo creo, eres hermosa Hollie ¿por qué crees que vengo a verte todos los días? –bromeo.
—¡No, no debes enamorarte de mí! –se preocupa, robándome una sonrisa.
—Eso me ofende. ¿No soy bonito? –pongo la mano en mi corazón, indignado.
—No para mí. Solo tengo cinco años y papá se enojaría mucho –dice seriamente—. Además, tú debes estar con la princesa.
Ruedo los ojos, negando con la cabeza.
—¿Aún sigues buscándome pareja?
—No la busqué, ella apareció y ya sabes lo que dicen del destino –se encoge de hombros.
Suelto una carcajada, Hollie y sus ocurrencias.
—Debo irme, princesa —hace un adorable puchero—. No hagas eso, igual debo irme. Prometo que mañana vendré y traeré un regalo.
Su sonrisa aparece y se extiende lentamente, como el gato de Alicia.
—Me parece perfecto. A las diez ¿puedes?
Me sorprendo, jamás despedirme fue tan sencillo.
Entrecierro los ojos en su dirección pero ella sonríe inocentemente. Decido cumplir con sus deseos y asiento. Beso su frente, despido de sus padres y salgo del cuarto.
Saludo a los doctores que se cruzan en mi camino y continúo hasta la salida. Una vez dentro de la tranquilidad de mi auto, pienso.
Aún no logro encontrar el por qué a tal batalla para Hollie pero no pretendo hacerlo. Disfruto de su presencia, ella y todos en este hospital me devolvieron la humanidad que creía perdida. Me devolvieron una gran porción de vida y me dieron un motivo.
Por ellos y gracias a ellos, aprendí a luchar.
Mis problemas son insignificantes. Mis problemas son nada en comparación con las familias que pasan sus horas y días en ese hospital.
Sin embargo, hay días que me siento morir.
Admito que no soy una persona amable, ni sonriente, ni siquiera me considero una buena persona. Las únicas personas que tengo son mis padres y mi mejor amigo y compañero de piso, Ray. No tengo citas, ni salgo a bares. Mientras mi mejor amigo se encuentra siendo todo un genio en el tema de las mujeres, yo me encuentro siendo un pintor frustrado. ¿Y saben qué? Me encuentro bien así. Tengo salud, trabajo y a mis padres, es lo único que necesito. Ni mujeres, ni riqueza extrema. Aunque cueste creer, hace cuatro años no tenía los mismos pensamientos. Ensalzarme apenas un poco en la vida de las familias del hospital me ayudó mucho y empecé a querer ayudarlos.
Todos tenemos un motivo en la vida, un motivo para nacer. Creo en Dios, siempre lo hice y cada noche me encuentro preguntándome cuál sería el motivo de todas esas personas con enfermedades letales. Como no obtengo respuestas, simplemente rezo por ellos.
____________________
No olviden seguirme en IG: @loslibrosdemica