«¡Oh, Dios mío… déjame morir!», sollozó Vivian. No pretendía ya ser valerosa y lloraba inconsolablemente. Tenía las piernas llagadas y sangrantes por el continuo roce de la silla y, a cada paso del caballo, el dolor se agudizaba en todo su cuerpo. Habían cabalgado todo el día, sin detenerse para comer, porque los tibetanos sólo tomaban alimentos por la mañana y a la noche. El sol, implacable, había derramado sus intensos rayos todo el día, produciendo un calor sofocante. Pero el viento helado empezó a soplar luego y lo único que ahora deseaba Vivian era poder descansar y calentarse un poco. No habían cabalgado rápidamente, pero sí de manera continua desde el amanecer, y Vivian calculaba que debían de estar ya muy lejos de donde habían pasado la noche anterior. No había vuelto a ver a