1936
Vivian Carrow apoyó los codos sobre la mesa y miró en torno suyo a la elegante multitud que conversaba, reía y bebía. Del interior del casino salían los acompasados acordes de una orquesta y la algarabía de muchas voces, mientras la gente entraba y salía de los salones de juego.
Mujeres vestidas con elegancia, luciendo joyas resplandecientes, protestaban airadas que habían perdido «hasta la camisa».
Hombres y mujeres, representantes de todas las sociedades europeas, se rozaban allí con aventureros de todas las razas.
Para Vivian todo era nuevo, ameno y emocionante.
Nunca había experimentado aquel tipo de vida superficial y falsa, pero llena de colorido, que la deslumbraba como un gigantesco calidoscopio.
Entre el gentío, Vivian destacaba no sólo por su belleza, sino porque el conjunto de su rostro ofrecía algo más que la simple belleza clásica.
En sus ojos gris oscuro, muy separados bajo cejas exquisitamente arqueadas se ponía de manifiesto su carácter decidido.
Había resolución en la forma de su pequeña barbilla, que completaba el óvalo perfecto de su rostro, enmarcado por cabello oscuro con tonalidades bronceadas.
Su boca era firme y parecía contener la promesa de profundas emociones aún no despiertas.
El grupo del cual formaba parte Vivian, era tranquilo y nada espectacular. Su tía, Lady Dalton, presidía la mesa. Era una mujer de cabellos grises, que se adornaba con perlas pequeñas, pero perfectas, y llevaba un vestido muy apropiado para una mujer que frisaba en los sesenta años.
Era opuesta en todo a la dama que presidía la mesa contigua, cuya vejez no podían disimular los cosméticos, y que se ataviaba con un vestido de gasa color rosa, que parecía diseñado para una mujer mucho más joven.
Vivian no pudo reprimir un gesto desdeñoso al ver las exageradas atenciones que los dos hombres que la acompañaban le brindaban con insistencia. Ambos podían ser sus hijos y, desde luego, parecía más razonable que se dedicaran a la hija de la estrafalaria dama, que volvía en aquellos instantes a la mesa.
La hija era tan llamativa como la madre; pero, además de las joyas y las orquídeas que también lucía, mostraba la inapreciable lozanía de la juventud.
Sin embargo, no fue a la muchacha a quien Vivian prestó atención, sino al hombre que la acompañaba. Alto, apuesto, con ese aire inconfundible de la buena cuna, ofrecía un curioso contraste entre la gente vulgar con la que se encontraba.
Retiró la silla para que la joven se sentara y a continuación ocupó su propio asiento. Al alzar su copa de champán, sus ojos se encontraron con los de Vivian y sonrió. Ella lo hizo también; pero, casi al instante, ambos se volvieron hacia sus propios compañeros de mesa para hacer algún comentario trivial.
Vivian fingió escuchar al Almirante retirado que, sentado a su izquierda, sostenía un interminable monólogo sobre los «buenos tiempos idos».
«¡Cuánto quiero a Jimmy!», se decía Vivian para sus adentros. «¡Cómo me alegra haber venido! Es lástima que no podamos estar en el mismo grupo».
Vivian tenía veintitrés años y era la primera vez que visitaba el elegante sur de Francia.
Todos los demás veranos los había pasado viajando por países lejanos en compañía de su padre, o bien en casa.
Ésta se hallaba en un pequeño pueblo de Worcestershire, donde pasaban el tiempo necesario para ordenar, escribir y archivar la información que su padre adquiriera durante los meses anteriores, y preparando a la vez la expedición siguiente.
Desde que tenía catorce años, y a raíz de la muerte de su madre, Vivian se había convertido en compañera inseparable de su padre, el profesor Carrow, considerado en Inglaterra y en otros países como la máxima autoridad en mineralogía. Asimismo, Vivian lo calificaba de «hacedor de mapas».
En cuanto se localizaba una porción de tierra no indicada en el Atlas oficial, el profesor Carrow era enviado allí y tarde o temprano sus descubrimientos eran reconocidos por la Sociedad de Geografía e incorporados a los mapas respectivos.
Era una vida casi nómada para una joven, pero a Vivian la hacía feliz y no había deseado otra mejor... hasta tres meses antes, cuando conoció a Jimmy Loring.
Fueron presentados en el club londinense al que pertenecía su padre.
El iba con un tío materno y ella con su padre. Los dos ancianos se saludaron efusivamente y decidieron que almorzarían todos juntos. Así fue como Vivian conoció al General Loring y a su sobrino Jimmy.
En el momento mismo que Jimmy le tomó la mano y ella levantó los ojos para mirarlo, Vivian sintió que una callada ansiedad bullía en su interior.
Nunca supo sobre qué habían charlado. Sólo era consciente de que se sentía inexplicablemente dichosa.
Vivian le había comentado a su padre que, después del almuerzo, pensaba ir de compras. Cuando se levantaron de la mesa, Jimmy se ofreció a acompañarla y ella aceptó.
En realidad, nunca llegaron a las tiendas. A bordo del pequeño automóvil deportivo de Jimmy, dieron una vuelta en torno a Hyde Park, después él aparcó en un lugar solitario y se dedicaron a conversar.
Cambiaron impresiones acerca de sí mismos, de la vida, de sus esperanzas..., hasta que por fin el pálido sol de la tarde empezó a ponerse más allá del palacio de Kensington.
—Te llamaré por teléfono a las nueve en punto— le anunció Jimmy cuando la dejó en el hotel modesto y tranquilo, donde se alojaban Vivian y su padre en Londres.
Ella subió precipitadamente la escalera, con las mejillas encendidas y el corazón palpitante.
«Le amo», se dijo en la intimidad de su habitación.
—¡Te amo!— le confesó a Jimmy dos noches después, cuando él la besó por vez primera.
Los meses siguientes transcurrieron bajo una nube color de rosa, imprimiendo en la memoria de Vivian una estela de bellos recuerdos: días llenos de esplendor en los que remaban por las aguas tranquilas del río o exploraban los alrededores de la casa del siglo XVI en la que el profesor y su hija habían vivido siempre y que para ellos constituía el lugar más perfecto de la tierra.
Fueron seis semanas de alegría delirante para ambos; pero luego llegó inevitablemente el momento de partir, Jimmy tuvo que volver a Londres para iniciar su trabajo en una compañía de seguros.
—Mi tío fue quien me consiguió el empleo— explicó a Vivian—, por eso fui con él al club aquel día.
Ella deslizó su mano en la de Jimmy con expresión triste.
—Pero vendré a verte todos los fines de semana— le prometió él—, tengo que trabajar mucho, cariño, y si no adivinas la razón, no voy a decírtela.
¡Por supuesto que ella adivinaba la razón! Casarse con Jimmy, tenerlo para ella sola, formar juntos un hogar, era su más preciado deseo. Y no ambicionó otro durante las semanas que siguieron.
Luego, un día, Jimmy anunció que había sido invitado a ir a Montecarlo.
—Es una familia extraordinaria— le explicó a Vivian—, se apellidan Stubbs y son enormemente ricos. Podrían serme de gran utilidad en mi carrera. Tengo que ir, cariño. ¿No podrías venir tú también? Posiblemente conozcas a alguien con quien pudieras hospedarte.
—Allí vive la hermana de mi padre— dijo Vivian con aire reflexivo—, es mi tía Geraldine. Posee una villa en las afueras de Montecarlo y me ha invitado muchas veces...
—¡Eso es estupendo!— exclamó Jimmy—, escríbele ahora mismo. Te encantará Montecarlo. ¡Es el lugar más divertido del mundo!
No tardó en recibir Vivian la respuesta entusiasta de su tía, quien la invitaba a pasar con ella todo el tiempo que quisiera.
Una vez concluida la cena en la terraza del casino, los camareros empezaron a preparar el escenario para el espectáculo. El Almirante invitó a Vivian a bailar en la parte superior del casino, donde sonaba vibrante la orquesta, y ella aceptó.
En el vestíbulo abarrotado, de donde partía la escalera que conducía a la terraza superior, el Almirante se detuvo para hablar con un grupo de amigos. Mientras esperaba, Vivian sintió una mano en el brazo. Supo de quién se trataba aun sin volver la cabeza.
—Amor mío...— murmuró con voz queda.
—Necesito verte— pidió Jimmy.
—Y yo ansío estar a tu lado— contestó Vivian—, ¡oh, Jimmy!, casi no te he visto en estos tres últimos días.
—Lo sé. ¿Cuándo puedo verte, Vivian? Es importante.
—Cuando tú quieras. Sabes que sólo para verte a ti vine a Montecarlo.
—Iré al jardín de la villa dentro de dos horas exactamente.
—¿El jardín de la villa?— repitió Vivian.
—Sí— repuso él—, espérame junto al pabellón de verano. Procuraré ser puntual.
Sin aguardar respuesta de ella, desapareció con la misma rapidez que había llegado, abriéndose paso entre los asistentes para volver a la terraza.
Vivian lo siguió con la mirada, llena de felicidad.
En realidad, no había disfrutado mucho durante la semana que llevaba en Montecarlo. Había visto a Jimmy diariamente, pero sólo unos momentos o en presencia de otras personas. Se encontraban en la piscina, en la cancha de tenis o a bordo de uno de los pequeños yates que salían todas las tardes a dar la vuelta por la bahía...
Todo era alegre y entretenido, pero no correspondía a la idea de Vivian sobre la diversión y la felicidad:
Jimmy para ella sola, Jimmy en el jardín de su casa o navegando por el Avon junto a ella...; eso era lo que deseaba.
Desde su llegada había sido objeto de festejos y adulaciones. Sin embargo, carecía de lo único que la hubiera hecho sentirse feliz: la compañía de Jimmy.
Por fin él quería verla aquella noche, a solas, en la paz y la quietud del jardín de la villa...
«Necesito verte», le había dicho. Recordándolo, Vivian se estremeció de emoción.