Escuchar los gritos de mi esposa en labor de parto, eran unos que no deseaba volver a escuchar nunca más en mi vida. Y no, no era como si la estuviesen matando. Era igual a un perro cuando le quiebran una pata. Era el estridente sonido de su voz en casa contracción, las gotas de sudor que salpicaban su rostro, la opresión de los dientes cuando pujaba y la fuerza tan descomunal que ejerció sobre una de mis inocentes manos. El doctor repetía una y otra vez que respirara por la nariz y soltara el dióxido por la boca, antes de pujar una vez más. Sus piernas estaban abiertas, solo un poco cubiertas por una sábana azul. Todos los que llenábamos el pequeño cuarto de la clínica teníamos cubiertas las cabezas, un tapaboca para evitar la contaminación, guantes, cubre zapatos y batas hospitalarias