A mitad de viaje, decidí hacer una llamada telefónica. No soportaba la incertidumbre de saber qué diablos le pasaba a mi esposa por la cabeza, y sabía que solo una persona la conocía como la palma de su mano y sería abierta a mí en cuanto a preguntas. Marqué en el tablero del auto el número de una personita muy especial y esperé que tras los repiques respondiera, aun cuando sabía que quizá estaba ocupada. —Alaya McConaughey —respondió al teléfono. —¿Cómo esta, miss hospital? —¡Ezra! —Reconoció de inmediato mi voz y la forma cómo la llamé; era el único que la llamaba de esa manera—. ¿Cómo estás? ¡Qué bueno hablar contigo! —Estoy bien, de camino a Charleston —comenté todo de una vez, antes de que comenzara a preguntarme detalles—. Voy al recordatorio de mi amigo de la infancia. —Lo lame