La joven entró a la casa de Diana, arrastrándola de un brazo. Al estar en la sala decidió dejarle las cosas claras.
—Deja de estar insinuándole cosas, por favor, te ves muy regalada y de paso me haces ver a mí igual —regañó—. Yo no quiero nada de tu hermano, ni siquiera me interesa y mucho menos soy su amiga, así que deja eso ya. Si tanto quieres sacarle algo, díselo, pero no me incluyas.
—Ay, deja de regañarme —pidió Diana—. Qué grosera eres.
—¿Es que no te das cuenta la vergüenza que me has hecho pasar?, claro, como no fuiste tú, no te importa para nada.
En aquel momento entró Ian, hablaba por celular y se dirigió hasta las escaleras que comunicaban el segundo piso, subió y estuvo allí por unos minutos.
Emely se sentó en un sofá blanco, sacó de su bolso una libreta cuadriculada y comenzó a pasar las hojas, mientras, Diana se dirigió a la cocina, según ella, para traer una limonada que estuvo preparando.
Ian bajó las escaleras con una maleta de color n***o, se detuvo al ver a Emely bastante concentrada en la libreta, escribiendo cosas en ella con un lápiz y sacando cuentas con su cerebro.
—¿Harás un trabajo con Diana? —le preguntó.
—Sí, es el trabajo final de matemáticas —respondió la joven sin dejar de mirar la libreta.
—¿Cómo te fue en el año?, ¿pasaste?
—Sí, claro.
—¿Y Diana?
—Ella… creo que deberá quedarse en recuperación, perdió matemáticas y física, creo que química también —respondió, miró a Ian—. Por favor, no digas nada, me tratará de sapa si se entera que yo lo dije, su mamá la mataría.
—No te preocupes —Ian mostró una sonrisa—, de todos modos, cuando pierda el año, mi mamá se enterará.
Emely sonrió.
—No creo que lo pierda. Se está esforzando, y, además, es muy difícil que un estudiante en ese colegio repruebe, y si se trata de Diana… No, ella pasa a once, sí.
—Sí, debe ser buena sobornando —chistó Ian.
—Sí, un poco —soltó Emely.
—Claro, por algo se ha pegado a ti —Ian la contempló por un momento—. Algo me dice que eres la estudiosa del salón.
—¿Estás insinuando que ella me está utilizando?
Sí, la estaba utilizando, ella lo sabía. En todo el año escolar Diana no le había hablado, hasta que comenzaron los exámenes finales. Diana había cambiado el nombre de Emely en el examen final de economía, por esa mala nota ella casi pierde la materia, pero gracias a que el resto de las notas eran casi perfectas, pudo pasarla.
Emely sabía que Diana no era una buena persona, que debía alejarse de ella, pero por más que intentaba hacerlo, esa chica se pegaba a Emely como un chicle.
—Yo no he dicho eso —respondió Ian, soltó una pequeña risa—. ¿En verdad cumples el domingo?
—Sí —contestó.
—¿Qué es lo que siempre has querido para tu cumpleaños?
Emely comenzó a negar con la cabeza, sintiéndose bastante apenada.
—No te preocupes por eso, ignora lo que dijo Diana —soltó, sintiendo como la sangre subía a sus mejillas.
—No lo pregunto por lo que dijo Diana —replicó Ian y se sentó a su lado—. Quiero hacerlo.
Emely volvió su mirada a la libreta, se sentía muy incómoda.
—No me conoces, Ian —dijo—, no debes darme nada en mi cumpleaños.
—Claro que te conozco, ¿no estoy hablando contigo ahora?
La joven volteó a verlo y soltó una pequeña carcajada.
—Dices unas cosas… —Emely comenzó a negar con la cabeza.
—Me agradas, Emely, —Ian la contempló fijamente— eres una buena chica.
Emely tragó en seco, aquellas últimas palabras de Ian sonaron con mucho significado, algo que ella trataba de no aceptar.
—Entonces, ¿qué es lo que quieres para tu cumpleaños? —volvió a preguntar el muchacho.
Ella negó con la cabeza y llevó su mirada hasta el pasillo, allí venía Diana con dos vasos de vidrio llenos de limonada.
—Piénsalo y después me dices, apunta mi número —puso una mano encima de las de Emely— trescientos ocho cincuenta catorce diez.
Emely inspiró profundo y retuvo la respiración.
—Una chica tan inteligente como tú de seguro recordará ese número, ¿verdad, Emely? —le susurró cerca al oído.
Ian se levantó y se marchó fuera de la sala, dejando a las dos chicas solas.
—Bueno… —soltó Diana— hice lo que pude con esta limonada.
Emely se acomodó en el mueble y tragó en seco, rápidamente tomó el vaso de limonada para después comenzar a beberlo con rapidez. El sabor del limón se sentía bastante fuerte y maltrató su garganta, pero no le importó, sus nervios se habían disparado gracias a la conversación que tuvo con Ian.
—¿Tan rica me quedó? —preguntó Diana con una sonrisa en su rostro.
La joven bajó el vaso de vidrio a medio tomar hasta sus piernas y respiró hondo. Decidió anotar el número antes que se le esfumara de la mente. Ella no era tonta, sabía que para algún momento le serviría tener el número de Ian. De hecho, si lo pensaba mejor, podría pedirle que la llevara a cine: no conocía el cine.
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Al llegar a su casa, Emely encontró a su madre sentada en los pequeños escalones de la entrada de la vivienda. Tenía su rostro apoyado en sus manos mientras recostaba el peso de su cuerpo en los codos apoyados en sus piernas. El semblante de la mujer era uno muy triste, estaba a punto de llorar.
Emely se acercó a pasos afanosos a su madre; notó que el interior de la vivienda era oscuro ya que había anochecido, era raro que su madre no hubiera encendido las luces. El resto de las casas estaban iluminadas, al igual como la calle, dando así a resaltar la oscuridad de la casa envejecida donde vivía la chica.
—¿Qué pasó? —preguntó al saber que algo malo estaba sucediendo.
—Cortaron la luz —respondió la mujer con tono apagado.
—Ay, no… —soltó Emely—, ¿y ahora?
—¿Ahora qué? —inquirió su madre con voz quebrada—, no tenemos energía, ¿qué podemos hacer?, hoy hay que aguantarse los mosquitos. Lo que me preocupa es tu hermana, ¿cómo voy a hacer con esa niña? Imagínate: sin comida, ¿qué van a comer ustedes mañana?
—Mami —Emely se sentó a su lado—, habla con mi tía, que tenga a Noni por unos días. Porque es verdad, ella no puede estar aquí pasando hambre, además, ¿cómo va a soportar el calor y los mosquitos en las noches? Hoy la pasaremos bien porque estuvo nublado el día, ¿pero mañana?
—Pero tu tía tampoco es que esté muy bien que digamos.
—Pero sólo serán por unos días, sólo será ella, yo puedo llevarla.
—Emely, yo no tengo plata para darte para los pasajes —confesó la mujer rompiendo en llanto—. Si la vecina me acaba de prestar porque no tenía cómo pagar el bus mañana para ir al trabajo. Esta situación… —cubrió su boca con una mano temblorosa— qué vergüenza, la vecina me prestó eso… y… ahorita que termine de cocinar me regalará un poquito para que ustedes puedan comer algo, bueno, tú que has tenido que pasar la tarde en blanco, Noni está dormida, ella comió en la guardería.
En la garganta de Emely se creó un nudo, pero sabía que debía ser fuerte ante la situación.
—Yo… tengo algo guardado, tengo los pasajes de la ida, si hablo con mi tía, se que podrá ayudarme a buscar los de la venida, habla con ella para que se quede Noni con ella en estos días —dijo la chica con tono serio—. Mami, debo conseguir un trabajo.
—Emely —su madre volteó a verla—, ¿de qué vas a trabajar si no sabes hacer nada?
—Claro que sé hacer algo —respondió la chica—, paso casi toda la tarde limpiando la casa, puedo trabajar en eso.
—Ay, hija, no vas a trabajar en casa de familia —se negó la mujer—, ¿vas a dejar el colegio?
—No, eso nunca.
—No te aceptarán en una casa si no trabajas todo el día. En el colegio sales a las tres de la tarde, ¿a qué hora vas a trabajar? Además, eres menor de edad, ¿quién te va a dar trabajo?
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Esa noche fue incómoda, Emely sentía una capa de sudor cubrir su cuerpo, trataba de buscar el lado más fresco del colchón para poder calmar su calor.
Como no podía dormir, su mente trataba de distraerla con todo tipo de pensamientos y recuerdos. Entre ellos estaban el número que le había susurrado Ian a su oído, lo repetía una y otra vez hasta que se lo aprendió, pero lo hizo por el tono de su voz: era la primera vez que un hombre le susurraba al oído y eso le había producido que se erizara su piel.
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El peor momento para Emely era la hora del descanso en el colegio, cuando todos los estudiantes se dirigían a comprar sus meriendas. La hora que más le gustaba era el almuerzo, cuando la cocinera le pasaba el plato lleno de comida. Pero a la vez detestaba ese momento, le daba vergüenza, no quería que nadie notara sus ganas de devorar la comida de la que todos se quejaban por ser de mal sabor; para ella, estaba hecha por los dioses, aunque sentía que le servían muy poco.
Sabía que tener mucha alegría por comer aquel plato de comida le confesaba que la situación por la que pasaba su familia era terrible. La única comida que le daría a su estómago en todo el día era esa.
Pero estaba en la hora del descanso, aún faltaban tres horas para el almuerzo. Sin embargo, su estómago rugía y exigía que por lo menos le diera algún jugo, pero no tenía ni una sola moneda en el bolsillo de su falda colegial.
No quería salir del salón de clases y ver a todos los estudiantes merendando, se sentiría muy incómoda.
Estaba sola, sentada en su pupitre jugando con un lapicero en sus manos que las ensuciaba por veces con rayones negros de tinta.
Diana entró al salón y se acercó a ella con una bolsa de papas y una botella de gaseosa negra. Se sentó a su lado y el olor que salía de la bolsa antojó el estómago de Emely.
—Eres demasiado tonta —soltó Diana—, ¿por qué no aceptaste que Ian te diera un regalo en tu cumpleaños?
—Ay, no hablemos de eso.
—Bueno, ya qué, tu cumpleaños fue ayer —dijo la joven con tono aburrido—. Pudiste ir a cine, de seguro él te habría comprado un montón de cosas. Uy… es que, si yo hubiera estado en tu lugar, lo habría exprimido.
Emely clavó la mirada en el lapicero con el que jugaban sus manos y apretó con fuerzas sus labios.
—Toma —Diana le pasó la bolsa de papas y la gaseosa—, no quiero más.
Emely volteó a verla.
—No quiero —se negó.
—Anda, cógelo, no quiero botarlo —lo dejó en la mesa del pupitre—. Creo que el desayuno me sentó mal —Diana dejó salir un suspiro y se recostó al espaldar de la silla.
Emely tomó la bolsa, observó que estaba a medio comer, sabía que eran las migas de su compañera, pero en aquella situación eso era mejor que nada, así que comenzó a comer las papas, sintiendo que su boca se hacía agua al saborearlas.
—El director dijo que hoy saldríamos temprano, cuando se acabe el descanso nos iremos —informó Diana.
Esa era una muy mala noticia para Emely, quien sintió sus esperanzas de comer algo en el día morirse lentamente.
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La casa de su tía quedaba en una calle un poco empinada, donde no había carretera y la tierra húmeda por las lluvias de esos días la volvía un lodo resbaladizo. Las casas eran pequeñas, pero coloridas, aunque a algunas ya deberían dárseles una mano de pintura.
Se suponía que al llegar Emely se encontraría con su tía, pero no estaba, había salido a hacer una diligencia al centro. Quien la recibió fue su prima, una chica cinco años mayor que ella con la que muy poco socializaba, de hecho, tampoco se agradaban mucho. Así que Emely decidió dejar a su hermana e irse enseguida.
—¿Mi tía no te dejó nada para mí? —fue lo único que le preguntó.
Su prima estaba sentada en la sala en un viejo sillón verde de cuero que tenía partes desgastadas y andaba un celular bastante destartalado.
—No —respondió la chica con tono aburrido.
—Ella quedó en darme los pasajes —informó Emely.
—Pues no te dejó nada —dijo la chica sin dejar de mirar su celular.
—Cuida a Noni —ordenó Emely—, que no se vaya a ir para la calle.
—Bien —aceptó la chica.
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La calle se veía calorosa y polvorienta, Emely dio un paso doloroso al sentir las vejigas en las plantas de sus pies implorarles que se detuviera. Fue una mala idea decirle a su madre que llevaría a su hermana con la plata que había ahorrado, cuando sólo le alcanzaba para un pasaje. El caminar hasta su casa era un infierno encarnado, estaba muy lejos. Pero a la vez se sentía aliviada al saber que dejó a su hermanita en un lugar donde dormiría sin calor y comería todos los días.
Tenía mucha hambre. Su dolor de cabeza ocasionado por el hambre y el sol caliente se convirtió en una migraña y su boca estaba seca por la deshidratación. Pero para su mala suerte, no llevaba ni la mitad del trayecto completado y en el cielo no había rastro de alguna nube que cubriera el sol.
Sintió que una de sus sandalias negras se desprendió. Bajó la mirada a sus pies al detenerse en seco, sintiendo el nudo en su garganta crecer. Sentía que aquella terrible situación no la podría soportar más, la estaba volviendo loca.
Caminó hasta un poste de luz y se recostó a él; estaba sudada, cansada. Observaba la carretera principal botando aquel terrible resplandor y a su mente llegó lo que ella nunca pensó que haría. Pediría un aventón. No podría seguir caminando con las sandalias dañadas.
Quería llorar, para una persona tan tímida y a la vez orgullosa como ella, el mostrarse tan vulnerable ante una persona desconocida, que conociera su problemática, no era cosa fácil.
Tragó en seco, sus ojos se llenaron de lágrimas. ¿Qué haría en su casa? Habían cortado la luz, sólo en la nevera se encontraban potes llenos de agua, no tenía nada para comer. Tuvo que dejar a su hermana en casa de su tía para que no pasara hambre hasta que su madre pudiera arreglar la situación, bueno; si era que podía, con tantas deudas, eso era casi imposible. Lo peor es que debía pasar por aquella tienda donde ese viejo vigilaba a todo momento si ella entraba o salía para acosarla. Se sentía desesperada, no soportaba más esa vida.
Decidió cruzar la carretera para caminar unos metros más allá donde vio una tienda que tenía pegada en una pared el letrero amarillo de “Minutos”. Había visto el letreo desde el poste y se le había ocurrido una idea que, aunque era demasiado vergonzosa y embarazosa, podría ayudarla.
—Buenas —dijo al acercarse al interior.
Encontró a una señora de unos cuarenta años acercándose hasta el largo mesón hecho por refrigeradores de cristal que mostraban su interior.
—¿A la orden? —preguntó.
La mujer la observaba con curiosidad, se notaba que había visto que Emely no se encontraba bien, aunque intentó ser discreta.
—Disculpe, es que quería pedirle un pequeño favor —suplicó la chica en un hilo de voz.
—¿Qué pasa? —inquirió.
—Es para ver si me podría regalar un minuto para llamar a alguien. En serio, es sólo un minuto —explicó—. Es que me he quedado varada y necesito volver a mi casa, es para que me vengan a recoger.
El rostro de la mujer se suavizó al ver que no era una emergencia tan grave. Aceptó con un movimiento de cabeza y buscó entre una cajita de madera a su derecha un celular antiguo, de esos de botones que estaba enrollado en una pequeña y larga cadena de hierro que Emely no logró encontrar con qué conectaba, por lo que era muy larga.
La señora se le pasó el celular para que marcara el número. Emely lo hizo rápido, se lo había aprendido en una rima.
Su corazón latió con fuerza cuando escuchó el celular sonar, fueron dos timbradas y después se escuchó la voz joven y varonil.
—¿Haló?
—¿Ian? —dijo Emely.
—Sí, con él, ¿con quién hablo?
—Soy Emely, la amiga de Diana.
—Ah… Emy, hola —su voz se suavizó y se volvió más alegre—. ¿Ya pensaste en el regalo que quieres de cumpleaños?
—Sí, ¿podrías dármelo ahora?
—¿Ahora? —el joven lo pensó un momento— Depende de lo que sea.
—Es muy sencillo, ¿podrías llevarme a mi casa?
—¿A tu casa?
—Sí, te explico aquí, ¿puedes venir? No tengo mucho tiempo, me prestaron este celular.
Ian aceptó, tal vez lo hizo porque al final la joven ya se escuchaba desesperada. Ella le dio la dirección y después colgó. Le agradeció de todo corazón a la señora por haberle ayudado, la mujer se comportó muy bien con ella, de hecho, le dijo que, si no llegaban a recogerla, volviera a acercarse a ella, que le podría dar los pasajes para que pudiera irse a su casa.
Aquello alivió un poco a Emely, aceptó y después se acercó hasta la carretera para cruzarla. Le había dicho a Ian que esperaría en un paradero de bus que estaba en frente de la tienda. Allí estuvo alrededor de quince minutos debatiendo entre si él llegaría o no lo haría.
Pero de pronto una moto negra se detuvo frente a ella, no podía ver quién era, el hombre tenía puesto el casco que cubría por completo su rostro. Emely sabía que se estaban mirando fijamente, podía sentirlo, ¿quién era?
El hombre se quitó se quitó el casco y Emely pudo ver que se trataba de Ian.
—Emely —dijo con tono serio y algo preocupado—, ¿te sucede algo?
La mandíbula de la chica comenzó a temblar, sentía que si hablaba soltaría el llanto. Quitó un mechón de cabello pegado a su frente por el sudor y tragó en seco.
Ian la reparó de pies a cabeza, dándose cuenta que ella estaba pasando por un muy mal momento; los pies de la chica se veían llenos de polvo y resecos, como si hubiera caminado un muy largo trayecto.
—¿Qué sucede? —volvió a preguntar el joven.
—Mi sandalia se dañó —dijo Emely con voz quebrada—, y no puedo ir a casa.
—¿Por qué?
—Tuve que… —Emely trató de controlarse— llevar a mi hermanita donde mi tía —las lágrimas comenzaron a brotar—, me he quedado sin pasajes.
—Ven, yo te llevo, —dijo Ian— tranquila. No llores, sube, te llevo hasta tu casa.
Emely comenzó a negar con la cabeza.
—Es que, mi mamá no ha llegado aún a la casa —dijo ella.
Ian trataba de entender el comportamiento de Emely, algo le decía que su problema no era sólo de haberse quedado varada en la calle.
—¿Qué te sucede realmente? —le preguntó—, dime, tal vez yo te pueda ayudar.
¿Cómo podría Emely decirle a Ian, quien era un desconocido, que tenía hambre? ¿Que sentía que en cualquier momento se desmayaría por la falta de energía? Era algo muy vergonzoso, y lo peor, sabía que si no recibía su ayuda pasaría el día como el anterior, sin nada en el estómago.
Emely soltó el llanto, ya no podía soportarlo más. Ian se bajó de la moto y se acercó a ella, se sentó a su lado de la banca metálica y la abrazó: algo realmente malo le estaba pasando a Emely, podía presentirlo.
Cuando Emely se calmó, Ian observó el rostro pálido de Emely, tenía unas ojeras grandes y se veía un poco más delgada a como la vio la última vez, tal vez era porque se veía algo descuidada, o tal vez eran las dos cosas.
—¿Qué sucede? —preguntó—, tal vez te pueda ayudar.
—Es que… —Emely soltó las lágrimas, pero esta vez eran de vergüenza— mi mamá y yo estamos pasando por un muy mal momento. ¿Recuerdas esa noche que me encontraste en la tienda?
—Sí, ¿es algo de ese viejo pervertido? —inquirió Ian preocupado—, ¿te hizo algo?, ¿sigue molestándote?
—Mi mamá le debe mucho —respondió Emely—, y sí, él me acosa. Cada vez que debo pasar por allí, me llama, me pregunta cuándo mi mamá le va a pagar y me da mucho miedo pasar por ahí. Ayer se me acercó, me preguntó y cuando me quise ir, él me siguió por unas calles, hice que no vi nada, pero me dio mucho miedo, tengo miedo de pasar otra vez sola. Sabes que esa parte en la noche es algo oscura y ya va a anochecer.
—¿Le has contado a tu mamá?
—No, claro que no. Ella ya tiene suficiente con las muchas deudas, ella ya no puede dormir por el estrés, anoche estuvo llorando por un largo tiempo en su cuarto. Tuvimos que dejar a mi hermana donde mi tía porque como el tendero ya no nos fía, pues… —su voz se quebró— las cosas empeoraron. Yo quiero ayudar a mi mamá, pero no sé cómo. Hoy en la tarde ayudé a una vecina con sus niños y limpié su casa, pero me dijo que me pagaría el fin de semana, y eso no me sirve así. Además, paga muy poquito, es una miserableza para todo lo que debo ayudarla.
Emely comenzó a limpiar las lágrimas de su rostro, pero se sentía tan desesperada que volvían a salir con más fuerza. No era capaz de ver a Ian al rostro, tenía demasiada vergüenza, era tanta, que sabía que él ya no podía ayudarla, había escogido a la persona equivocada.
A Ian la historia de Emely le impactó. Se veía que ella estaba desesperada, tenía mucha vergüenza de estar allí, pero su desespero era tan grande que se obligaba a contarle todo, a él, que, como ella le dijo días antes, era un completo desconocido. ¿Pero cómo podría ayudar? Emely era menor de edad, seguramente sin experiencia alguna, estaba estudiando, así que era imposible darle trabajo en alguno de sus hoteles.
—Emely —dijo—, me encantaría ayudarte, pero… francamente, no sé cómo. Tu problema es de dinero, ¿cierto?, yo podría darte trabajo en uno de mis hoteles, pero, eres menor de edad. Mi padre dejó una política bastante rigurosa.
—Lo sé, lo sé —soltó ella—, no te preocupes, no te sientas obligado. Creo que lo mejor es…
—Espera, espera —la tomó de un brazo al ver que iba a irse—. Realmente quiero ayudarte, déjame pensar. No te estoy diciendo que no, sólo necesito pensar cómo ayudarte.
Emely volteó a verlo, aún con un rostro bastante apenado, pero con sus mejillas encendidas.
—¿Qué sabes hacer? —le preguntó—, puede que yo no te dé trabajo, pero puedo conseguirte uno.
La joven volvió a soltar el llanto.
—Es que ese es problema —dijo Emely—, yo he buscado trabajo, todo el año he tratado de hacerlo. Pero no puedo, no puedo porque no sé hacer nada. Lo único que puedo hacer cuando tengo tiempo es limpiar casas, pero nadie me deja fija por ser menor de edad, siempre me ponen esa excusa y me pagan muy poco, se aprovechan de mi edad para explotarme y pagarme una mísera, a veces ni me pagan lo que acordamos.
Emely se limpió las lágrimas y volvió su mirada hacia la carretera.
—Es que ese es problema, sólo tienes dieciséis años —respondió Ian.
—Pero sé hacerlo bien, es lo único que sé hacer bien —insistió ella.
—¿No has intentado dar clases a niños?
—Sí, pero como te digo… me pagan muy poco por ser menor de edad, me utilizan. Como me ven así, toda tímida, creen que soy tonta.
—Lo imagino, debe ser un gran problema.
Se creó un silencio entre ellos. Un fuerte dolor de cabeza se apoderó de Emely y una debilidad la consumió. Siguió llorando en silencio, pero intentaba buscar una solución a sus problemas, como lo llevaba haciendo todo el año.
—Ian, ¿dónde te estás quedando? —preguntó la joven.
—En mi apartamento —respondió el muchacho—. Queda cerca de la casa de mamá. Antes vivía allí, pero, cuando papá murió, mi mamá dijo que me quedara con ella un tiempo, que, supuestamente le hacía falta. Lo peor fue que yo le creí.
—Ian, ¿y si yo te ayudo? —preguntó ella.
Emely lo miró con intensidad. Ian trataba de descifrar lo que ella quiso decirle con esa frase, sabía que la joven era tan tímida como para ponerlo en palabras textuales.
—¿Cómo ayudarme? —inquirió, notó que Emely se volvió a ruborizar—, ¿limpiando mi apartamento?, ¿eso?
—Olvídalo, fue una pésima idea —Emely se levantó de la banquilla metálica y dio dos pasos hacia adelante.
—Espera, Emely, espera —pidió Ian—. Sí, es buena idea. Sí.
No, él sabía que no era una buena idea. Quería ayudar a Emely, pero sabía que esa no era la forma correcta. A él también le parecía un problema la edad de la chica, podría traerle inconvenientes con la madre de la joven, que las personas pensaran que él hacía cosas raras con ella en su apartamento. De hecho, hasta a él se le hacía raro que le diera trabajo como empleada de servicio a una chica de dieciséis años cuando podía contratar a alguien con más edad.
Emely volteó a verlo con una gran sonrisa en su rostro. Sus manos comenzaron a jugar entre sí mientras se acercaba a él.
—¿De verdad? —preguntó, aún con los ojos llenos de lágrimas.
—Sí, te dije que quiero ayudarte —respondió Ian. Era cierto, por encima del qué dirán, estaba Emely: una joven desesperada por la situación de su familia.
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Emely sabía que Ian la invitó a comer porque dedujo que no habría comido nada en todo el día. Pero para esas alturas de la vida, no le interesaba si daba lástima, porque sabía que no podía tener orgullo cuando estuvo a punto de desmayarse del hambre. Aquel guisado estaba delicioso: una carne grande, con papas, ensalada y una limonada bastante fría; una porción enorme que la dejó como tenía tiempo que no se sentía, llena.
Pero ella sabía que Ian ahora era quien tenía un problema. Mientras comían, el joven mostraba un rostro bastante pensativo, uno que llevaba desde que él aceptó ayudarla. Ella no quería preguntarle la razón, necesitaba el trabajo, tenía que amarrarse a la palabra de Ian, orar a Dios para que él fuera alguien que cumpliera lo que decía.