Capítulo XVI.

1093 Words
¿Cuántos años tienes? ¿15 o 16? No lo sé porque esa delgada línea entre los años nunca importó hasta que llegó la universidad; antes de ella siempre se trató de la etiqueta de la más pequeña, de la menor y la sin experiencia. 15 o 16 años sin saber nada de la vida más allá de sueños ilusos que te entretenían cada noche y que, siete años más tarde, has traído de regreso en un intento vano de sanar algo insanable. Insanable porque las heridas se han acumulado y se han hecho insoportables, porque el dolor que sientes a los 16 años no tiene nada que ver con el dolor de ver cómo todo aquello que quisiste tener entre tus manos no es más que polvo de hadas. ¿Cómo se calma el dolor de ver pasar la vida y sentirse tras un cristal? ¿Cómo se sana la herida de no ser lo que tanto deseaste ser cuando lo único que tenías eran tus sueños? A los 15 o los 16 tenías algo que ya no tengo y que extraño: soñar. Soñar más allá de tus límites, más allá del brillo que opacaba a todos y tenía por encima de todo, soñar con ser eso que todos eran y que los hacía tan comunes y corrientes, pero que en ti sería increíble a ojos de todos. Soñar con caminar sin bajar la cabeza, sin desviarte de aquello que anhelabas y sin obstáculos más que los retos que tú misma te propusieses. Sueños de niña, al final de cuentas. Porque la realidad, querida Luisa, es que no hiciste nada. Nunca has hecho nada. O no, sí que has hecho: te volviste lo que tanto detestas, lo común y lo corriente. La típica mujer que no hace más de lo que le piden, que disfruta del sexo, la comida, pero vive encerrada entre las cuatro paredes de aquella jaulita que mamá y papá se esforzaron por construir como tu prisión personal. Esa que has decorado a gusto y en la que lloras cada noche, pensando en lo mucho que deseas escapar. No escapaste, no lo hiciste ni lo harás por cobarde. Porque seguirás siendo la misma ilusa, demasiado insegura e inestable adolescente que prefería encerrarse a imaginarse vidas que vivir en verdad. Nada cambiará en siete años más allá de que ahora debes trabajar y, por suerte, tienes sexo debes en cuando y es, aunque sea un poco, tan genial como lo solían pintar todos los demás cuando tú ni podías aspirar a ello. No escribes, huyes de las letras y cuando te animas a dejar de correr, lo único que haces es regodearte en el dolor y las ausencias porque lo dejas ir todo, Luisa… como siempre, como lo has aprendido bien y como lo has justificado desde que has podido. Todos se van, pero es porque a todos los abandonas y no te lamentas de ello más que por quedarte sola cuando siempre has estado sola. Tan sola que la muerte ha sido una buena amiga, de esas a las que la correspondencia le encanta y a quien has endiosado porque es mejor abandonar por morir que por la simple pereza de escribirle ‘hola’ a otro ser humano que sí sea real. La has hecho tan cercana que la has rosado con tus dedos, que la consideras la mejor de todas las amigas y con quien quisieras estar cuando, como es normal, las cosas se desajustan un tanto. Pero eres tan cobarde como a los 16, cuando pensabas en ella y te arrepentías. ¿Vas a cambiar alguna vez? ¿Vas a ser lo suficientemente valiente en algún momento? Habrá que ver qué pasa, qué cosas el tiempo se trae consigo y mientras el calendario se acaba sin notarlo, habrá que preguntarse, Luisa: ¿a qué has venido? Porque ambas sabemos que para vivir no ha sido. Atte.,       NI UNA ESTRELLA. Negro. Todo sobre mí cabeza era n***o, un manto más oscuro que aquellos que han cubierto en muchas ocasiones mis sueños e incluso, más intimidante que aquellos que han velado mis pesadillas. Sólo n***o, un n***o que parecía adormecerlo todo mientras los sonidos de la selva se perdían en él; las voces, los pasos en el lodo y el tintinear de las linternas, todo siendo tragado por el absoluto dueño y señor: el n***o. Me ha gustado siempre el n***o porque refleja lo único que nunca he tenido: silencio, absolutismo, plenitud. Cuando has vivido años enteros tratando de llenar vacíos, huecos sin fondo que sangran de vez en cuando, el n***o se vuelve la solución a todo ello. A cubrir las cicatrices que las palabras y las acciones de otros, a ocultar los errores imperdonables que yo misma he cometido contra mí y los demás, a convertirse en el manto necesario para esconderme de los juicios que siento ante cada paso, cada decisión y cada sueño que tengo. Me gusta el n***o tan sólo porque refleja lo vacía que me siento, en un mundo lleno. Sin embargo, ese momento fue distinto. Fue distinto porque fui yo quien caminó adelante, quien se dejó caer en los huecos y en el lodo sin miedo a caer como normalmente sucedía, quien guio el camino como sí no hubiese otra posibilidad que esa: ser la cabeza, ser la fuerte y enfrentarme a la oscuridad incluso cuando no podía ver nada más allá que ella. Me volví uno con el n***o para poder salir de él, para mirar al techo y ver, aunque fuese una sola estrella, un solo brillo en algún rincón del cielo. Gané. Incluso aunque nunca creí poder hacerlo y salí de ahí, de un rincón de la selva oscura, sintiéndome capaz de todo. Fui capaz de todo: capaz de hacerle frente a las decisiones equivocadas de otros, a las pérdidas, a los sacrificios y las renuncias, a los problemas, al llanto y a las preguntas propias. Fui capaz de pararme frente a mí misma y abogar a mi favor. Más importante aún, salí de esa selva oscura sabiendo que había que renunciar al amor de otros que solía me hacia daño, ese amor que se cree con el derecho de herirme, de pasar sobre mí y de tomar mi voz cuando nunca han sabido nada de mis batallas más silenciosas, de mis heridas más profundas y aún abiertas. Negro. Esa noche todo fue n***o, pero salí. Salí por mi propio pie, por mi propia voluntad y con mi propia fuerza. Eso es lo único que me queda. 
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