Capítulo 44

1444 Words
Maeve El aire de la noche era frío y húmedo, empapando cada aliento que tomaba mientras mis pies descalzos se abrían paso a través del musgo y las hojas caídas del bosque oscuro. A cada paso, el suelo blando y húmedo se adhería a mis pies, como si intentara retenerme, retrasarme. A lo lejos, los gritos desgarradores de personas llorando por ayuda perforaban la noche, una melodía desesperada que me impulsaba hacia adelante, a pesar de que mis piernas parecían moverse a través de un mar de arenas movedizas, pesadas y lentas. A medida que me acercaba, un calor abrasador me golpeó repentinamente, tan intenso que mi piel se estremeció bajo su toque inesperado. Finalmente, llegué a una pequeña cabaña que era devorada por las llamas, las lenguas de fuego danzaban violentamente hacia el cielo oscuro, pintándolo con tonos de naranja y rojo. En el suelo frente a la estructura ardiente habían varias figuras. Un par de personas estaban tiradas, inmóviles; uno de ellos aún gritaba en agonía, mientras que los otros yacían silenciosos, sus cuerpos bañados en un charco oscuro y brillante que sólo podía ser sangre. Me acerqué con pasos cautelosos, el corazón golpeándome en el pecho, el miedo y la urgencia enredados en mi mente. Justo cuando estaba a punto de alcanzar al hombre que aún gritaba, una figura envuelta en ropajes oscuros se materializó junto a él con una presencia que helaba la sangre. El hombre herido apenas pudo articular unas palabras, un ruego desesperado y entrecortado: —Pie... piedad... por... favor... La figura en n***o no mostró emoción alguna, su rostro cubierto, su postura rígida y sus movimientos deliberados. Con una agilidad que desafiaba lo natural, sacó un objeto largo y delgado. Por un momento pensé que era un palo, pero al enfocar mi vista, aterrada, comprendí que era una estaca. El hombre en el suelo soltó un último grito desgarrador cuando la estaca perforó su corazón con una precisión mortal, silenciando su dolor para siempre. La vida se escapó de su cuerpo en un instante, y todo quedó ominosamente tranquilo, excepto por el crepitar del fuego. Me desperté con un grito ahogado, el corazón retumbando en mis oídos, mientras me enderezaba bruscamente en el sofá de mi apartamento. Mi respiración era irregular, y podía sentir el sudor frío recorriendo mi espalda. Era una pesadilla, una maldita pesadilla, me repetía una y otra vez en un intento desesperado de tranquilizarme. Cada inhalación forzada y cada exhalación temblorosa, poco a poco mi corazón comenzó a calmarse, y mi respiración encontró un ritmo menos frenético. Con las piernas aún temblando, me arrastré fuera del sofá y caminé torpemente hacia la cocina. El frío suelo de baldosas bajo mis pies descalzos me hacía estremecer, no solo por la temperatura, sino también por los residuos del terror que aún se aferraban a mí. Abrí el grifo y llené un vaso con agua, notando cómo mis manos no conseguían detener el ligero temblor que las dominaba. Desde que había alquilado el apartamento cerca de la universidad, las noches habían sido pacíficas. Las pesadillas, esos demonios nocturnos que solían atormentarme, se habían retirado a las sombras, concediéndome un respiro. Sin embargo, esta noche habían regresado con una intensidad que me dejaba tambaleándome. Mientras el agua se derramaba de las esquinas de mi vaso, chorreando entre mis dedos, un pensamiento se clavaba en mi mente: fue tan vívido, tan real... De repente, el sonido de mi teléfono rompió el silencio, un tono insistente que parecía demasiado estridente en el tranquilo entorno de mi apartamento. Con el corazón saltando en mi pecho, dejé el vaso en el mostrador, algunas gotas se derramaron descontroladamente, y me giré hacia la sala. Mis pies se movieron casi por voluntad propia, impulsados por una mezcla de nerviosismo y la urgencia de alejarme de mis propios pensamientos oscuros. Encontré el teléfono bajo un cojín del sofá, la pantalla iluminada con un nombre que no esperaba ver a esas horas de la noche. —¿Mamá? —pregunté preocupada de que algo hubiera pasado. —Hola, cariño, te llamo para avisarte que no volveré a casa, me quedo en lo de Jackie, —escuché su sonrisa a través del teléfono, y al fondo, una risa ligera de alguien más. El alivio que sentí al saber que estaba bien y que no tendría que lidiar con explicar mi estado o mis pesadillas a mi madre fue inmediato. —Gracias por avisar, mamá. Yo ya me voy a la cama. —Nos vemos mañana, —respondió ella, y la llamada se cortó. Bajé el teléfono de mi oreja y la pantalla volvió a la página principal. Instintivamente, mi pulgar se deslizó hacia los mensajes. No había ninguno nuevo. Abrí la conversación con Kane para ver cuánto tiempo había pasado desde mi último mensaje. Habían pasado horas desde ese mensaje. Yo: "¿Estás bien?" No hubo respuesta. La ansiedad comenzó a burbujear de nuevo dentro de mí. La ausencia de respuesta de Kane, sumada a la intensidad de la pesadilla, me dejaron con un sabor amargo. ¿Estaría bien? ¿Habría pasado algo serio o simplemente estaría ocupado? Miré fijamente la pantalla del teléfono, esperando por un momento que se iluminara con su respuesta. Nada cambió. Con un suspiro caminé a mi habitación, dejando el teléfono sobre la mesa de noche. Decidí que intentaría dormir un poco más, aunque sabía que el sueño sería esquivo mientras la preocupación por Kane siguiera rondando mi mente. Comencé a sacarme la ropa, dejándola caer al suelo en un gesto cansado. Luego, me deslicé bajo las sábanas frías de mi cama, buscando el consuelo del frescor contra mi piel aún caliente por la pesadilla. Sin embargo, la quietud fue interrumpida por el sonido de la puerta del apartamento abriéndose. Un leve sonido metálico, casi inaudible, pero suficiente para hacerme sonreír a pesar de la tensión. Sabía quién era el único que podría entrar sin más: Kane. Escuché sus pasos suaves acercándose a mi habitación. La puerta se abrió sin un sonido, y me quedé perfectamente inmóvil, cerrando los ojos con fuerza para fingir que estaba dormida. Quería sorprenderlo, quizás para entender por qué no había respondido a mi mensaje, o simplemente para ver cómo reaccionaría. Entonces, sentí una mano acariciando mi mejilla. Pero no era el cálido tacto que esperaba; era una fría caricia, mucho más fría de lo normal. La sorpresa y el instinto me hicieron sobresaltar, y me senté rápidamente, abriendo los ojos de golpe. Ante mí, la figura que se recortaba contra la tenue luz que entraba por la ventana no era Kane, sino alguien cuya presencia no esperaba ni deseaba en ese momento ni en ningún otro. El corazón me latía acelerado, no solo por la sorpresa, sino por el repentino miedo que esa fría caricia había sembrado en mí. Mi voz salió entre dientes, cargada de miedo y enojo mientras me arrastraba hacia atrás en la cama, intentando poner la mayor distancia posible entre nosotros. —¿Qué quieres? —demandé, mi corazón latiendo descontroladamente. Su figura se delineó más claramente a medida que avanzaba hacia mí. A pesar de la oscuridad, la falta de emoción en su voz era clara, helándome aún más. —Solo un poco de diversión, —respondió con una frialdad que me hizo estremecer. —No eres bienvenido aquí, vete... —alcé un brazo tembloroso hacia la puerta, deseando poder hacerlo desaparecer con un simple gesto. Pero él solo rió, un sonido que retumbó siniestramente en las paredes de mi habitación. —Vamos, Eve, siempre nos divertíamos, —dijo burlonamente, acortando la distancia entre nosotros con unos pasos rápidos. —¿O es que a tu profesor no le gusta compartir? El aire se volvió más pesado cuando su rostro se acercó al mío, y pude oler el fuerte aroma a alcohol que emanaba de su aliento. —¿Estás ebrio? —pregunté, arrugando la nariz, intentando ganar tiempo mientras mi mente buscaba frenéticamente una salida. —No cambies de tema, —respondió rápidamente, su voz endureciéndose. Antes de que pudiera reaccionar, me agarró de los brazos con una fuerza que me sorprendió y me arrastró hasta la pared más cercana. Sus manos apretaron mis brazos con tanta fuerza que supe me dejarían marcas. Atrapada contra la pared fría, el pánico se disparó dentro de mí. Su rostro estaba tan cerca que podía contar las gotas de sudor que se formaban en su frente. —Suéltame, —exigí, poniendo todo el coraje que pude reunir en mi voz, aunque por dentro me sentía desmoronar. Lo último que recuerdo fue su golpe antes de que todo se volviera oscuro.
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