Capítulo 48

1427 Words
Kane Maeve estaba acurrucada en mi regazo, su cuerpo sacudido por sollozos que parecían arrancarle el alma. Mis brazos la envolvían, intentando ofrecerle un consuelo que sabía era insuficiente frente al dolor que ella sentía. Cada lágrima que derramaba era como una puñalada directa a mi corazón, cada sollozo me recordaba del horror que ella había vivido y que yo no había podido evitar. El estudio estaba bañado en una luz suave, pero la oscuridad de las imágenes en la pantalla había teñido todo de un tono sombrío. La impotencia me consumía; sabía que no debía haber permitido que viera esas imágenes. Aunque parte de mí había creído que enfrentarlos sería un paso hacia adelante, ahora veía el error en mi razonamiento. Ahora, la furia ardía dentro de mí, un monstruo voraz alimentado por cada imagen de su sufrimiento. Necesitaba hacer algo, descargar esta ira de alguna manera. Sentía una urgencia visceral, una necesidad primal de destruir a quienes le habían hecho daño, aunque ya no quedara ninguno de ellos para sufrir mi venganza. Quería poder traerlos a la vida otra vez, para hacerlos sufrir más, devolverles cada gramo de dolor que ella recibió. Deseaba que nunca hubieran tocado a Maeve, que nunca hubieran ensombrecido su mundo así. —Lo siento tanto, ángel, —susurré, mi voz quebrándose bajo el peso de mi propia culpa. —Nunca debí dejarte ver eso. Ella se aferró más fuerte a mí, buscando refugio en mi abrazo como si pudiera esconderse del mundo y sus horrores dentro de mis brazos. Pasaron horas, cada una más lenta que la anterior, antes de que sus sollozos empezaran a disminuir. Sentí cada temblor que recorrió su cuerpo mientras la sostenía, cada suspiro cargado con el peso de su dolor. Finalmente, el agotamiento se asentó en su cuerpo, y sus lágrimas se calmaron. Poco a poco, ella se enderezó, aún en mi regazo, y me miró con los ojos hinchados y rojos. —Lo siento, yo... No deberías verme así, —murmuró, su voz con un tono de broma, aunque aún estaba marcada por la tristeza. Empezó a levantar sus manos para cubrirse el rostro, como si quisiera esconderse de mí, de sí misma, de todo. Con cuidado, tomé sus manos entre las mías, deteniéndola. Las besé suavemente, una por una, intentando transmitirle todo el amor que sentía por ella. Luego, levanté su rostro para que nuestros ojos se encontraran. —No digas eso, ángel, —le dije con firmeza, pero con todo el cariño que podía mostrar en este momento. —No tienes que pedir disculpas por sentir o por mostrarme tu dolor. Estoy aquí para ti, en tus mejores momentos y especialmente en los peores. —Es que me siento tan rota, y no quiero que me veas así, —sus palabras eran apenas un susurro, pero cargaban tanto miedo y dolor que mi corazón se apretó aún más. Acaricié su mejilla suavemente, borrando las huellas de lágrimas con mis pulgares. —Ángel, verte así no me hace amarte menos, ni pensar menos de ti. Al contrario, me hace admirarte más por tu fuerza, porque incluso en tu dolor, sigues siendo la persona más increíble que he conocido. —¿Alguna vez te has sentido así de destrozado? —preguntó sorprendiéndome, con una delicadeza que casi hacía que la pregunta doliera menos. Me tensé involuntariamente, la pregunta tocando una fibra sensible que siempre intentaba mantener oculta, incluso de mí mismo. Asentí lentamente, no porque no quisiera hablar, sino porque abrir esas viejas heridas era como caminar descalzo sobre vidrio roto. —Sí, —admití finalmente, mi voz más áspera de lo que esperaba. Odiaba recordar esos momentos, el día en que lo había perdido todo. Quería abrirme a ella, contarle todo, pero cada imagen, cada sonido de ese día dolía como la mierda. —Perdí a mis padres cuando era muy pequeño, —dije, las palabras saliendo de mí como si las arrancaran a la fuerza. Maeve empezó a enderezarse, sus ojos llenos de preocupación y amor. —No tienes que contarme... —comenzó a decir, pero algo dentro de mí necesitaba que ella supiera, que entendiera quién era yo en todas mis facetas, no solo las partes que eran fáciles de mostrar. La interrumpí, necesitando que supiera, que me entendiera. —Quiero que sepas todo de mí, de mi historia... Tomé una respiración profunda antes de continuar, las palabras fluyendo con la dolorosa amargura de los recuerdos. —Mi mamá siempre fue muy cariñosa conmigo. Es muy difícil que los pura sangre conciban un bebé, y son lo más valioso del mundo. Mi papá era muy riguroso y me enseñó todo lo que sé... Hablar de ellos de esta manera, en el pasado, siempre me llevaba al borde de un abismo emocional que rara vez me permitía explorar. Vi cómo las imágenes de ese día empezaban a invadirme, imágenes de risas y amor que fueron brutalmente cortadas. —¿Qué...? ¿Qué les pasó? —preguntó, su voz un susurro tímido que apenas ocultaba su temor a mi respuesta. Tomé una respiración temblorosa antes de continuar. Cerré los ojos, las imágenes de ese día volviendo como una película en vivo en mi mente. —Los cazadores de vampiros, —expliqué, la amargura y el dolor tiñendo cada palabra. —Ellos llegaron un día a mi casa, entraron matando a todo aquel que se les cruzaba... Mi mamá me escondió, yo quería hacer algo, luchar, defendernos, pero ella solo me escondió... Maeve colocó una mano en mi mejilla con ternura, sus dedos suaves limpiando las lágrimas que no me había dado cuenta de que se me habían escapado. —Pasaron días hasta que me atreví a salir, el silencio que se había instalado en la mansión era ensordecedor. Apenas salí del escondite, lo primero que vi fue a mi mamá. O lo que quedaba de ella... —La crudeza de esas palabras me sacudió mientras las decía, cada sílaba cargada de imágenes que nunca desaparecían, no importa cuántos siglos pasaran. Respiré hondo, llenando mis pulmones de aire en un intento de calmar el temblor que había empezado a apoderarse de mí. Esto no era algo que me gustara recordar, mucho menos contar. Maeve me miraba, sus ojos grandes y llenos de un dolor que me hacía querer detenerme, pero sabía que necesitaba continuar, que ella necesitaba saber. —Todos habían sido masacrados, varios pura sangre y muchos media sangre que vivían allí... Nadie sobrevivió al ataque, solo yo... —mi voz se quebró al llegar a este punto. Era un milagro, o tal vez una maldición, que yo hubiera sido el único superviviente. Los recuerdos de aquel día eran como fragmentos de vidrio, afilados y claros, incrustándose en mi mente cada vez que pensaba en ellos. Podía recordar los sonidos de aquel día, los gritos, el olor metálico de la sangre que impregnaba el aire, el caos mientras todos luchaban por sus vidas. —Me escondí... —continué, la imagen de mi madre una vez más invadiendo mi mente, interrumpiendo mis palabras. —Mi madre me empujó dentro de un compartimiento oculto en la biblioteca. Ella... ella me salvó la vida con un último acto de amor. Tragué con dificultad, sintiendo cómo las lágrimas seguían cayendo. Maeve, sintiendo mi dolor, apretó mi mano más fuerte, dándome el apoyo silencioso que tanto necesitaba. —No te sientas obligado a seguir, —susurró ella, su voz llena de ternura y compasión. —Necesito que sepas esto, —dije mirándola a los ojos. —No porque quiera revivir el dolor, sino porque tú eres parte de mi vida ahora, ángel, y mi vida... mi vida es también esta historia, estos recuerdos. —Está bien, —dijo ella, manteniendo una mano en mi mejilla. Tomé otra respiración profunda, con la necesidad de seguir adelante, de continuar con la historia que había comenzado a contarle a Maeve. —He seguido el rastro del asesino de mis padres por muchos siglos, —mi voz más firme a medida que la venganza tomaba fuerza en mi interior. —Las últimas pistas indicaban que se movían hasta esta ciudad. —¿Sabes quién es él? —preguntó, la preocupación oscureciendo sus ojos claros. —Sé que es un cazador de vampiros, uno de alto rango, —comenté, contándole mis avances y mis planes. —Y aunque no lo vi personalmente, he obtenido algunas descripciones que me podrán ayudar... —Buscas venganza... —no era una pregunta. —Sí, ángel, me vengaré de él y de todos los cazadores en este mundo.
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