Capítulo XXXI Dignidad No es difícil toparse, en las atestadas calles de la metrópoli, con algún anciano enjuto, arrugado, cetrino (que podríamos imaginar caído de una estrella, si en el firmamento hubiera estrellas sombrías, capaces de lanzar una chispa tan débil), que va renqueando con aire de susto, como si el ruido y el bullicio lo dejaran perplejo y un poco atemorizado. Ese anciano siempre es de baja estatura. Si en algún período de su vida ha sido alto, había menguado hasta ser bajo; si siempre había sido bajo, había menguado hasta ser aún más bajo. Ni el color ni el corte de su chaqueta han estado nunca de moda, en ningún sitio ni en ninguna época. Es evidente que no se la han hecho a medida, ni a él ni a nadie. Algún fabricante al por mayor ha confiado al destino las medidas de q